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Liz Fielding: Amores Olvidados

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Liz Fielding Amores Olvidados

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Tenía que luchar por el hijo que hasta hacía poco no había sabido que tenía… Fleur Gilbert y Matt Hanover se habían casado en secreto, creyendo que el amor que sentían el uno por el otro podría acabar con la disputa que enfrentaba a sus familias. Pero se habían equivocado. Seis solitarios años más tarde, Fleur había dejado de soñar con volver a ver a Matt. Sin embargo, Matt no había podido olvidarla… ni perdonarla. Y cuando se enteró de que su matrimonio de una sola noche había dado como resultado un hijo al que no conocía, decidió recuperar al niño… ¿Y a su mujer?

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– Ahora, Fleur -murmuró Matt-. Ahora.

Fleur dejó a Tom en la puerta del colegio justo cuando sonaba el timbre y el niño salió corriendo con la mochila a cuestas. Luego, cuando llegó a la puerta, se volvió para despedirse de su madre con la mano. A Fleur se le encogió el corazón. Se parecía tanto a su padre… había gestos que… cuando giraba la cabeza, por ejemplo. O cuando levantaba una manita para decirle adiós.

Cada día se parecían más. Y a veces Fleur contenía el aliento cuando alguien del pueblo miraba al niño con el ceño arrugado, como intentando recordar dónde había visto esa cara antes. Afortunadamente, tenía la piel pálida, como los Gilbert, el pelo rojo que se volvería más oscuro con los años y los ojos verdes y no grises como su padre. Por el momento, nadie había adivinado que era hijo de Matthew Hanover, pero el parecido sería más evidente cada día.

Si Katherine Hanover sospechase algo…

Ojalá se fuera de allí. Ojalá se fuera muy lejos.

Fleur miró el cartel azul a la entrada del pueblo: Hanovers, todo para su jardín.

¿Por qué allí? Habría sido más lógico abrir el negocio en Maybridge, donde estaban todas las tiendas, los almacenes y los supermercados. Donde había sitio para ampliar el negocio. Vivir tan cerca de una familia a la que culpaba de todos sus males sólo servía para aumentar la amargura de esa mujer.

Pero el sentido común no tenía nada que ver con aquello.

Cuando dos familias habían sido rivales en los negocios y en el amor durante casi dos siglos, hacerle daño a la competencia era lo único importante. Aunque, en opinión de Fleur, en los últimos años los Hanover le habían hecho daño suficiente a su familia como para satisfacer hasta a la persona más vengativa del mundo.

Afortunadamente, encontró aparcamiento delante del banco, una buena señal, pensó, y después de arreglarse un poco el pelo frente al retrovisor, abrió la puerta del Land Rover y cruzó la calle.

– ¡Fleur! Pero si casi no te reconozco -exclamó la recepcionista.

– ¿Ah, sí? ¿Y eso es bueno o malo?

Normalmente no se ponía más que crema con filtro solar, pero aquel día había hecho un sacrificio para impresionar a la nueva directora del banco y, además del traje gris bien planchado, llevaba brillo en los labios y un pañuelo de seda al cuello.

– Buenísimo. Te veo estupenda.

Nerviosa, Fleur empezó a juguetear con los pendientes de plata y amatista, su piedra favorita. Matt Hanover se los había regalado en lugar de un anillo la primera vez que le pidió que se casara con él. La primera vez que ella dijo: «Espera, todavía no».

Entonces tenía dieciocho años y le quedaban tres para terminar la carrera. Además, iba a marcharse al otro lado del país a trabajar. Esperar era la única opción. Pero había aceptado los pendientes como prueba de su compromiso, como una promesa. Eran unos pendientes baratos, algo que podía ponerse sin que su madre la interrogara sobre su procedencia.

Un día, le había prometido Matt, le regalaría diamantes. Fleur se había reído, claro. Le había dicho que no necesitaba diamantes porque lo tenía a él y se había puesto los pendientes todos los días, segura de su amor.

La cajita, escondida durante años en uno de los cajones de la cómoda, había aparecido cuando buscaba el pañuelo. Y Fleur la abrió sin poder evitarlo. Las piedras iban bien con el color del pañuelo y, en un gesto de desafío, una promesa de que ninguno de los Hanover, ni la madre ni el hijo, podían ya hacerle daño, decidió ponérselos.

Pero ya no estaba tan segura.

– Gracias.

– Estás muy guapa, de verdad -insistió la recepcionista, mientras abría la puerta del despacho-. Ha llegado la señorita Gilbert, señora Johnson.

– ¿La señorita Gilbert? -Delia Johnson levantó la mirada-. ¿Viene usted sola? Creí que vendría con su padre.

Fleur sabía que iba a hablar con una mujer que no conocía a su familia, una mujer que no entendía su negocio. Sabía que tendría que esforzarse para convencerla, para crear una relación de amistad con ella.

Pero la señora Johnson, aparentemente, no estaba por la labor.

– Mi padre no se encarga de la parte administrativa del negocio.

– Pero aparece en la documentación que tenemos aquí como el único propietario.

– Ya no es así -contestó Fleur-. Nuestro administrador nos aconsejó que nos hiciéramos socios, ya que soy yo quien se encarga de todo. Mi padre no está bien desde que mi madre murió en un accidente.

– ¿No está bien? ¿Qué le ocurre?

¿Qué podía decirle, que el mundo de su padre se había venido abajo? ¿Que había sufrido una crisis nerviosa y aún no se había recuperado del todo?

– Sufre una pequeña depresión. Ahora está mejor, pero no le gusta salir de casa. Prefiere concentrarse en las plantas. Brian… el señor Batley, conocía la situación y siempre trataba conmigo.

– Brian Batley se ha retirado -le recordó la señora Johnson, añadiendo algo en voz baja que sonó sospechosamente como «y ya era hora».

Evidentemente, desaprobaba la actitud de su predecesor y parecía decidida a demostrar que a ella se le daba mucho mejor librarse de cuentas que estaban permanentemente en descubierto.

Y la empresa Gilbert debía de ser una de las primeras en su lista.

– Pensé que se lo habría contado. ¿No tiene esa documentación en el archivo? -preguntó Fleur.

– No, parece que no.

– Si quiere hablar con mi padre, puede venir al invernadero cuando quiera. Así podría ver por usted misma lo que estamos haciendo -dijo Fleur, dejando el maletín sobre la silla-. He traído un informe de lo que esperamos conseguir este año y las ventas más importantes se harán en la feria de Chelsea. Hace algún tiempo que no vamos allí, pero este año nos han ofrecido un puesto y…

– Ya me lo contará más tarde, señorita Gilbert -la interrumpió Delia Johnson-. Por favor, siéntese.

Fleur dejó el maletín en el suelo y se sentó, nerviosa.

– Por lo que puedo ver aquí, parece que Brian Batley tenía una actitud… digamos muy relajada con su cuenta.

Fleur asintió con la cabeza. Pero aquella mujer estaba confundiendo la actitud comprensiva de Brian, un hombre que sabía el tiempo que necesitaba una planta para crecer, y su apoyo durante los momentos difíciles, con la inactividad. Pero con decírselo no iba a ganar nada.

– Brian sabía lo difíciles que fueron las cosas para nosotros en los últimos años, pero también sabía que al final lo conseguiríamos. Que, con un poco de tiempo y esfuerzo, podríamos salir adelante.

– ¿Y cómo sabía eso? Su negocio consiste en vender plantas y flores, señorita Gilbert. ¿Cómo piensa su padre hacer eso si no sale nunca de casa?

– Yo no he dicho que no salga nunca de casa -replicó Fleur-. Además, él es un especialista en fucsias, señora Johnson, y como usted sabrá, las fucsias crecen en invernaderos.

Esperaba que esa explicación fuera incontestable.

– Si ése es el caso, ¿por qué se ha hecho usted cargo del negocio?

«Incontestable» era, aparentemente, un término desconocido para la señora Johnson.

– Porque ése ha sido mi destino desde el día que nací. Y porque tengo un título en horticultura.

– Hace falta algo más que un título para no tener la cuenta en descubierto, hace falta experiencia.

Fleur no había sabido que tendría que hacerse cargo de todo tan pronto. El plan era trabajar en otras empresas al principio, ampliar sus conocimientos, como había hecho Matt. Y había estado a punto de trabajar con él en una conocida empresa… Una de las ventajas de que sus padres no se hablaran era precisamente que ninguno de ellos sabrían que trabajaban en el mismo sitio…

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