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Liz Fielding: La traición

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Liz Fielding La traición

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Hacía tres años que Abbie se había casado con Grey Lockwood. Tres maravillosos años. Ella lo tenía todo. Una profesión interesante, una casa hermosa y, lo más importante, un estupendo marido que la esperaba en el hogar. Sus amigas siempre le habían tomado el pelo, diciéndole que, con un marido tan atractivo como el suyo, no estarían tanto fuera de casa, pero ella creía que su matrimonio se basaba en la confianza mutua. ¿Lo habría dejado solo demasiado a menudo? Él ya no parecía satisfecho con la relación que mantenían y había creado otra familia…

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– Y quiero que me acompañes. Ya sabes lo mal que duermo cuando estoy solo.

– ¡Tonto! -exclamó ella riendo-. Bájame inmediatamente. He estado viajando todo el día, y como no me duche…

– ¿Ducharte? Grey se paró de repente, y sonrió de medio lado-. Esa sí es una buena idea.

– ¡No, Grey! -le advirtió ella.

Él no le hizo caso y no dejó que ella se pusiera de pie. Se dirigió al baño sin detenerse, excepto para quitarse los zapatos sin usar las manos. Y la llevó a la ducha.

– ¡No! -dijo ella, cuando sintió el chorro de agua caliente.

Él la besó apasionadamente mientras el agua tibia les mojaba las caras. Tiró de ella hacia él. Mientras, la camiseta de Abbie se iba mojando y ciñéndole los pechos, y el abdomen. Abbie suspiró.

– ¡Oh, sí! -susurró ella, cuando él le quitó la camiseta, le desabrochó el sujetador, y los tiró al suelo.

Luego llegó a la cintura de sus vaqueros. Deslizó las manos por dentro, por su trasero, y le quitó la prenda.

Ella estaba a punto de derretirse de deseo. Grey le dio vuelta y le puso gel en los hombros y en la espalda.

Ella gimió de placer. Luego se rio suavemente.

– Creí que habías dicho «no» -murmuró él, mientras deslizaba suavemente la lengua por la oreja.

Luego le tocó los pechos; tomó posesión de ellos, y la atrajo hacia él.

– Te doy veinticuatro horas para que pares -suspiró ella, apoyándose en él, mientras sentía el contacto de sus manos poniéndole jabón.

Muchas veces había soñado con todo lo que le estaba haciendo Grey, en la soledad de aquella habitación de hotel, a cinco mil millas de allí. Y había decidido que aquél sería su último trabajo en el extranjero. Le daría igual que la tentasen con una buena historia, no volvería a aceptar otro trabajo fuera.

Sería una decisión difícil para ella. Le gustaba su trabajo. Era una buena periodista fotográfica y sabía que su labor era necesaria. Su viaje a Karachi había servido para captar la realidad en el lugar de los hechos. Sabía que los litigios sobre tenencia de los niños necesitaban aquella desesperada caza, el incansable esfuerzo de golpear a todas las puertas, puesto que los caminos legales no tenían en cuenta el dolor de una mujer que busca a un hijo. Y las fotos eran testigo de la desesperación de aquella mujer por recuperar a su hija, y todo para que luego la despojaran de ella. Era una historia emotiva y convincente.

Pero ya bastaba. Cada vez que se iba fuera su matrimonio parecía resentirse un poco. Nada que pudiera señalar con precisión. Sentía que les pasaban cosas cuando estaban separados que no podían compartir. A veces, ella, que acababa de estar una semana con los refugiados o con las víctimas de una catástrofe natural, volvía a casa y se encontraba con quejas acerca de una lavadora que perdía agua o cualquier otro drama doméstico. Grey era socio de un bufete de abogados muy prestigioso. No tenía tiempo de lidiar con las pequeñas trivialidades de la vida. Una vez había bromeado acerca de que no le vendría mal una esposa de recambio, había dicho que tal vez no fuera mala idea que ella compartiera el trabajo de esposa con otra persona para que ésta se encargase de las cosas mientras ella estaba fuera.

– Creo que preferiría tener dos maridos -le había contestado Abbie relajadamente, riéndose. Pero no había desoído la advertencia.

Grey Lockwood era el tipo de hombre que volvía locas a las mujeres. Y como la mayoría de los hombres, no tenía más que aparentar sentirse perdido en el mundo, para que todas las mujeres se enternecieran y quisieran hacerle de madre. Pero no tenían en mente sólo la labor maternal, por supuesto. Ella había intentado que sus ausencias fueran lo menos traumáticas posible, pero no era tan tonta como para no ver ciertas cosas.

¿Cuánto tiempo más pasaría hasta que alguna secretaria se ofreciera a extender sus servicios más allá del uso de la lavadora, aprovechando la pequeña fisura que se iba produciendo en su matrimonio cada vez que ella se iba de viaje?

Ella sabía que Grey la amaba, pero no era de piedra. Era un hombre de carne y hueso, lleno de vida. Y ella lo amaba más que a nada.

Se dio la vuelta y empezó a ponerle jabón, extendiendo sus manos sobre su pecho ancho, haciendo espuma con el vello que lo cubría. Luego las deslizó por su vientre liso hasta que lo oyó gemir.

– Yo no sé tú, Grey, pero yo creo que estoy suficientemente limpia ya -le dijo ella mirándolo.

Él no contestó. Simplemente cerró el grifo y alargó la mano hacia una toalla para envolverla. Luego la alzó, salió de la ducha y la llevó a la cama.

El día que ella volvía de viaje siempre había sido especial. Se volvían a descubrir, volvían a afirmarse en su amor. Pero ese día Grey parecía tener una necesidad imperiosa de ella, de volver a descubrirla. Y ese brillo salvaje en sus ojos, ese violento deseo la excitó más aún.

– ¡Grey!

Él cayó encima de ella en la cama. Y puso una rodilla en medio de sus piernas, en un gesto de macho que necesita dominar para poner su semilla.

Abbie gritó y arañó los músculos de sus hombros mientras él la hacía galopar a un ritmo enloquecedor. Era la pasajera de aquel viaje de pasión en el que él la sumergía. Ella respondió a su ardiente empuje hasta desplomarse, saciada, exhausta, empapada en sudor.

Cuando él se giró y se puso de espaldas mirando el techo, soltó un profundo suspiro.

– Has estado fuera mucho tiempo, Abbie -dijo él-. Luego se volvió a ella y le dijo-: ¿Te he hecho daño?

Ella negó con la cabeza.

– Me sorprendió un poco, nada más -Abbie le tocó las marcas que sus uñas habían dejado en sus hombros-. Pero me gustan las sorpresas -se inclinó hacia él y le dio un beso. La piel de Grey estaba salada y tibia. Y ella suspiró satisfecha.

Grey entonces la estrechó en sus brazos.

Al día siguiente le iba a doler un poco, pero sería un sentimiento que llevaría consigo como un secreto recuerdo de que había sido amada, deseada.

Abbie fue la primera en despertarse. El peso del brazo de Grey en su cintura la molestó para moverse. Por un momento ella se quedó quieta, deleitándose con el placer de sentir la cara de Grey hundida en su hombro. El salir de viaje tenía su parte negativa, pero sin esas separaciones, tal vez no hubiera aquellos encuentros tan maravillosos. Se quedó quieta, a escasos centímetros de él, observando cada una de las arrugas que los avatares de la vida le habían ido dejando. Incluso le tocó una cicatriz sobre una ceja, recuerdo de una remota infancia.

Ella sabía exactamente cuándo se había despertado Grey, sin que abriese los ojos, sin que se moviera. Simplemente había un cambio en el ritmo de la respiración, una leve contracción de los músculos alrededor de sus ojos. Abbie sonrió con picardía. Era un viejo juego.

¿Cuánto tiempo más iba a poder fingir que estaba dormido? Ella comenzó a dibujarle el contorno de la cara con la punta del dedo. Luego lo deslizó por la barbilla, y por el labio inferior. ¿Había temblado ligeramente cuando había sentido el contacto de su uña? No estaba segura. Le dio un montón de pequeños besos en el cuello, en el pecho, luego le pasó la lengua por las tetillas, que se endurecieron.

Él no se movió. Entonces ella siguió trazando su recorrido por el vientre hasta que él ya no pudo aguantar más aquella provocación a su masculinidad. Pero antes de que pudiera comprobar que el juego había terminado y que había ganado, él se había dado la vuelta y la había hecho poner boca arriba, y la había obligado a quedarse quieta sujetándole las muñecas, dejándola a su merced.

– ¿Así que quieres que juguemos, señora Lockwood?

Ella bajó las pestañas seductoramente.

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