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Liz Fielding: La traición

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Liz Fielding La traición

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Hacía tres años que Abbie se había casado con Grey Lockwood. Tres maravillosos años. Ella lo tenía todo. Una profesión interesante, una casa hermosa y, lo más importante, un estupendo marido que la esperaba en el hogar. Sus amigas siempre le habían tomado el pelo, diciéndole que, con un marido tan atractivo como el suyo, no estarían tanto fuera de casa, pero ella creía que su matrimonio se basaba en la confianza mutua. ¿Lo habría dejado solo demasiado a menudo? Él ya no parecía satisfecho con la relación que mantenían y había creado otra familia…

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No le extrañaba que no le importase que ella se fuera a América. Él tenía otros planes para sus vacaciones de verano. Y tampoco le sorprendía que no quisiera que ella tuviera un bebé. No había perdido mucho tiempo en encontrar una esposa suplente, al parecer.

Pero evidentemente, con una familia tenía bastante.

«No, Abbie», te estás precipitando en tus conclusiones. Seguramente habría una explicación lógica.

Debía haberla. Sería una chica de la oficina que se había quedado embarazada, y que necesitaba ayuda. O alguien relacionado con su profesión. Una cliente. No, una cliente, no. La había besado. Y besar a una cliente, aunque sólo fuera en la mejilla, era muy arriesgado.

«¡Dios santo!», pensó. Rogaba que se le ocurriera algo que justificase aquella escena. Pero su cerebro no le respondía.

Grey y la desconocida se sentaron en un banco libre.

Charlaron relajadamente. Él tenía el brazo extendido por encima del respaldo del banco en un gesto protector. Al rato, miró el reloj, sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y se lo dio a la mujer. Emma lo metió en su bolso sin abrirlo, y luego, cuando Grey se puso de pie, se levantó también y le dio un abrazo. Él la abrazó un momento, y después de separarse de ella miro nuevamente al bebé dormido y le acarició los rizos negros antes de ir hacia la salida del parque.

No había habido nada que pudiera llamar la atención en el comportamiento de ellos dos. Ningún beso apasionado, ninguna mirada comprometedora. Parecían una pareja felizmente casada, con un bebé de pocos meses, que se había encontrado en el parque a la hora del almuerzo.

Abbie se adentró entre los arbustos instintivamente cuando Grey se acercó a la puerta. Él no miró en ninguna dirección, más que adonde se dirigía. Cruzó la calle y se detuvo en un puesto de flores. Compró un ramo de rosas color rosa suave, y se rio cuando la vendedora le dijo algo. Un momento más tarde, desapareció de la vista de Abbie, y ella finalmente salió a la cegadora luz del sol.

Era la primera vez que Abbie no sabía qué hacer en su ordenada y prolija vida. Ella era periodista. No de las que solían ir de puerta en puerta buscando la noticia, pero era una experimentada observadora, con una mente preparada para extractar información con pocos datos y en condiciones difíciles, incluso de una entrevista concedida a regañadientes. Si hubiera tenido que hacer un reportaje de aquella escena, se habría acercado a la chica y habría buscado el modo de entablar conversación con ella.

No sería difícil acercarse a Emma. Los bebés y los perros eran una excusa estupenda para que la gente se abriera. Ella no quería hacerlo. Pero tenía que hacerlo.

Y, aunque se le aflojaron las piernas, se obligó a caminar hacia donde estaba la chica, a quien su marido había rodeado con su brazo protectoramente, y a la que había llamado Emma.

No tenía ningún plan preconcebido. Ni idea de lo que le iba a decir. Pero no era necesario. Mientras se acercaba al banco, la chica levantó la vista y sonrió.

Pero no, no era una chica. Era más bien una mujer. Su edad estaba más cerca de los treinta que de los veinte años.

– Hace mucho calor para hacer compras, ¿no? -le dijo cuando vio a Abbie con las bolsas. Su voz era suave, como el resto.

– Sí, supongo que sí.

¿Hacía calor? ¡Ella sentía tanto frío en su interior!

Pero era un modo de acercarse a la desconocida, y se sentó.

– ¿Se ha comprado algo bonito?

Era una pregunta simple. Difícil de contestar para ella. Pero lo hizo.

– Una camisa y un jersey. Para mi marido -agregó sin poder decir más.

Abbie quería poder charlar amistosamente con la mujer, hacerla sentir en confianza como para que le suministrase información. Quería olvidarse de que era un asunto personal, y poder tratarlo como si de un reportaje se tratase.

– Y calcetines -agregó Abbie-. Los hombres nunca tienen calcetines suficientes, ¿O esa es una impresión mía?

«Sonríe», se dijo, deseando poder sonreírle a la mujer.

– Tengo la teoría de que siempre hay una conspiración entre los fabricantes de lavadoras y los fabricantes de calcetines.

Su gesto pareció convincente, porque Emma se rio.

– Puede ser que tenga razón. A mí no me importaría tener que comprarle los calcetines a mi hombre. Pero desgraciadamente él tiene una esposa que se daría cuenta.

– ¡Oh! ¿Sí? ¿Se daría cuenta de que hay calcetines extraños en la lavadora?

Sí, ella se daría cuenta, pensó Abbie.

– Ni siquiera puedo tener cosas suyas en mi casa. Podrían mezclarse fácilmente.

– Supongo que sí -Abbie casi se sonrojó.

Pero al parecer había gente que no tenía el más mínimo problema en hablar de sus intimidades con un extraño. Sobre todo debía ocurrir cuando hubiera ciertas limitaciones en ese sentido para hablar con los familiares o los amigos. Pero de lo que menos quería hablar con aquella mujer era «de la esposa de su hombre».

Abbie miró el cochecito.

– Un bebé es algo más personal que un par de calcetines -dijo haciendo un esfuerzo. Pero tenía que estar segura-. Es el regalo más grande del mundo.

– Es lo que él dice -la mujer sonrió, escondiendo en su sonrisa un sinfín de secretos, y tocó los dedos del bebé-. Y aunque él me deje algún día, yo tendré a esta criatura, que es su hijo.

– ¿Cuánto tiempo tiene? -le preguntó Abbie.

Los celos la quemaban por dentro.

– Doce semanas -la mujer acarició el pelo negro que asomaba la cabecita del bebé-. Nació después de Semana Santa.

Cuando Abbie había estado en África, en un campo de refugiados. ¿Habría estado Grey con aquella mujer, tomándole la mano, animándola en el trabajo del parto? ¡No! Su corazón se rebeló. No era posible.

Se inclinó hacia el cochecito, tapándose la expresión atormentada con el pelo que le caía por delante de la cara. Cuando vio al niño dormido de cerca, se puso lívida.

– Es hermoso -dijo Abbie con una voz que parecía venir de un lugar muy lejano.

Era tan hermoso como lo había sido su padre de pequeño.

Abbie recordó el momento en que había visto sus fotos de pequeño, cuando habían limpiado y ordenado la casa de su padre, hacía un año. Grey había sido un bebe de ojos brillantes y lleno de rizos.

Y el niño que tenía delante podría haber sido su hermano mellizo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó ella. Se alegraba de no dar un grito de dolor y poder seguir conversando con la mujer.

– Matthew.

– ¿Matthew?

No se llamaba Grey. Al menos no le había hecho eso. Pero le alcanzaba con lo demás.

Matthew Lockwood. Fundador de Lockwood, representante de Verjas y Praderas . El padre de Grey, su querido y amable suegro, que había muerto hacía un año. El niño llevaba su nombre.

– Es un nombre muy bonito -dijo enseguida-. Su…

¿Cómo lo llamaría? ¿Amigo? ¿Amante? Se negaba a ponerle ese nombre.

– Debe de estar muy contento.

La mujer se inclinó hacia el niño y tocó al bebé. Éste le apretó el dedo con su manita.

– Sí, está loco con el niño. Lo ve siempre que puede. Pero no es fácil para él -se encogió de hombros-. Su esposa jamás le concedería el divorcio.

Abbie se enfadó.

– ¿No le daría el divorcio? -preguntó, irritada.

Ahora sabía con seguridad que Grey la estaba engañando. Tenía una amante desde hacía por lo menos un año. Y en cierto modo también estaba engañando a aquella mujer, con sus mentiras. ¿Cómo se la habría descrito? ¿Sabía la madre de su hijo que cuando él dejaba su cama, cuando volvía a su casa, le hacía el amor a su esposa dulcemente? ¿Como si no existiera otra mujer para él?

Pero no era la única mujer. ¿Cómo podía hacer eso él? El hombre al que amaba, al que creía conocer, se había convertido de pronto en un extraño. Un extraño que podía sonreírle como si su corazón le perteneciera por entero, que podía decirle que la amaba, con el sabor de los besos de aquella mujer aún en los labios. Aquella idea era como un cuchillo en su corazón. ¿Cómo no había sospechado antes todo aquello? ¿Cómo no había visto el engaño en sus ojos?

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