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Liz Fielding: Sombras en el paraíso

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Liz Fielding Sombras en el paraíso

Sombras en el paraíso: краткое содержание, описание и аннотация

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Flora Claibourne había programado un viaje de negocios con el único propósito de no tener que trabajar junto al sexy Bram Farraday Gifford. Pero le había salido mal, porque él había decidido acompañarla. En lugar de atenerse al cómodo horario de oficina, se vio obligada a estar constantemente con aquel hombre tan atractivo…en una romántica isla tropical. Flora se moría de ganas de besarlo, pero las barreras que había construido para protegerse de los hombres eran demasiado infranqueables. No dejaba que nadie se acercara a ella…, pero Bram sentía cada vez más curiosidad por descubrir por qué.

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Bram se preguntó por qué estaría tan asustada cuando él no había hecho nada para provocarla.

– Me ha dado la impresión de que el señor Myan no quería hablar de ello -respondió al fin.

– Pero ¿por qué?

Por un instante los dos compartieron la sospecha callada de que el señor Myan tenía algo que ocultar. Flora rompió aquel silencio cómplice devolviendo su atención a las fotografías, como un caracol refugiándose en su concha.

– No puedo soportar la idea de perder dos días antes de poder ver la tumba -dijo con una energía que pretendía esconder cualquier relación entre su nerviosismo y Bram.

Él decidió no sacar conclusiones, pues estaba claro que Flora Claibourne era mucho más compleja de lo que había esperado.

– No tiene por qué ser una pérdida de tiempo -indicó-. Seguro que esta isla tiene más cosas de interés que una tumba misteriosa. Por ejemplo, esa playa parece de lo más apetecible. Espero que además de las botas de montaña hayas traído un bañador.

Flora lo miró y desvió la mirada hacia el jardín.

– No se me ocurrió -dijo-. Pero que eso no te impida disfrutar de la playa -añadió antes de encender su ordenador portátil y conectarlo a la línea telefónica.

Bram pensó sugerirle que pusiera los pies en alto y se echara una siesta, pero decidió que a Flora no le gustaría que adoptara una actitud paternalista y, sin añadir más, fue en busca de su bolsa de viaje.

La encontró junto a la de Flora, en un dormitorio espacioso y diáfano, con el techo alto y acabado en una elevada punta.

A Bram le agradó la ausencia de objetos. El enorme suelo era de madera encerada, salpicado por alfombras con dibujos azules y dorados. Nada más distraía la atención de una magnífica cama con dosel, rodeada por cortinas de gasa levemente agitadas por la brisa. Una visión muy apetecible.

Estaba seguro de que a Flora no le hacía ninguna gracia su intención de no separarse de ella «hiciera lo que hiciera», así que agarró su bolsa y la llevó hasta el otro dormitorio, una habitación prácticamente idéntica a la de Flora, con un enorme cuarto de baño y un gran vestidor. Sólo le faltaba una mujer cálida y solícita para compartir las largas noches tropicales. Pero en lugar de eso tenía a Flora.

Era una suerte que en ese momento no estuviera especialmente interesado en pasarlo bien. Estaba agotado y necesitaba darse una ducha. La cama le parecía el lugar más apetecible, pero sabía que la única manera de combatir el jet lag era intentar adaptarse al horario del lugar de destino, y, con un suspiro de resignación, se alejó de la cama y se dio una ducha larga y tibia que le ayudara a despertarse.

Flora tecleó su contraseña en el ordenador, aunque su mente estaba entretenida en la espalda de Bram, que se alejaba hacia los dormitorios.

¿A qué estaba jugando aquel hombre? Una cosa era que el problema entre las Claibourne y los Farraday sólo fuera asunto de ellos, y otra que prácticamente hubiera insinuado a Tipi Myan que eran amantes.

¿Y por qué no había hecho ella nada para deshacer esa confusión? Se pasó las manos por la cara para intentar espabilarse. Su única excusa era que la situación habría resultado difícil de explicar, y que, después de todo, no tenía por qué dar explicaciones a Tipi Myan.

Frunció el ceño. A pesar de su cortés bienvenida, algo había cambiado en la actitud de Myan desde la conversación telefónica en la que ella había accedido a escribir el artículo.

Se acarició la mano que Bram había tomado y recordó el instante en el que les dos habían compartido un pensamiento común, convirtiéndose por una fracción de segundo en aliados contra el mundo. Para quitarse aquel recuerdo de la cabeza, se rascó la palma de la mano. El roce de Bram le había resultado demasiado familiar. Todo en él lo era. Pero eso se debía a que las mujeres siempre tendían a enamorarse del mismo tipo de hombre. Nunca aprendían.

Quizá ella era más inteligente que las demás mujeres. O quizá había aprendido una lección más difícil que las demás. Lo cierto era que había levantado un muro a su alrededor y ni la fama de su apellido ni su fortuna eran tentación suficiente para que los hombres se le acercaran. Y si alguno lo hacía a pesar de todo, siempre acababa demostrándose que era por interés.

Sin embargo, Bram Gifford era distinto. Él tenía todo el dinero que necesitaba y un apellido tan famoso o más que el de ella. Era un Farraday de pura cepa.

Lo único que quería Bram de ella era descubrir sus debilidades y utilizarlas contra su familia.

Decidida a no olvidar cuáles eran las intenciones de su acompañante tecleó la palabra «Saraminda», confiando en que el resultado de la búsqueda le proporcionara explicaciones sobre lo que allí estaba pasando.

Bram volvió a sentirse un ser humano. Un café y algo de comer lo ayudarían a recuperarse del todo. O eso esperaba.

Se puso unos cómodos pantalones cortos y una camiseta gastada y, descalzo, fue hasta la terraza y se sentó en un sillón de bambú, donde lo encontró el camarero que le llevaba el desayuno.

Bram firmó la nota y le dio las gracias al joven, que parecía un poco inquieto.

– Señor… -dijo con tono indeciso-, la señora está dormida.

A Bram lo tranquilizó saber que Flora había decido echarse una siesta. Debía estar agotada. En otra época, también él había forzado su cuerpo sin tener en cuenta los cambios horarios y había funcionado a base de pura adrenalina. Al final, siempre se pagaban los excesos.

– No se preocupe. Tomará su té más tarde.

– No, señor. La señora duerme sobre la silla -dijo el camarero, cruzándose de brazos y agachando la cabeza para explicarle que Flora se había quedado dormida ante el ordenador.

– ¡Ah! Ya entiendo -Bram también había pasado por eso y sabía que Flora se levantaría con el cuello dolorido y necesitado urgentemente de un osteópata-. Ya me ocupo yo.

Fue hasta el salón y lo que vio lo hizo sonreír. Flora debía de haberse quedado dormida apenas él se había marchado. El ordenador seguía conectado a Internet. Ella tenía la cabeza apoyada en el teclado y la pantalla saltaba de una imagen a otra.

Bram le tocó el hombro con delicadeza. Flora no se movió. La sacudió suavemente. Ella masculló algo y giró la cabeza en la otra dirección, dejando al descubierto las marcas del teclado en su rostro. Pero no se despertó.

Su mente, agotada tras veinticuatro horas de funcionamiento ininterrumpido, se había apagado.

Bram no podía culparla. Cerró Internet, apagó el ordenador y se preguntó cómo llevarla a la cama. Era alta y no precisamente menuda. Debajo del traje amorfo que vestía, se escondía un cuerpo hecho para vestidos ajustados y trajes de baño de corte alto.

El peligro era que Bram podía hacerse daño en la espalda si la levantaba en brazos. Pero no podía dejarla tirada en la silla, pues todos sus músculos gritarían de dolor. Claro que tal vez fuera ella, y no Sus músculos, quien gritara si se despertaba en sus brazos.

Bram fijó su atención en la oreja de Flora y le pasó las yemas de los dedos en una caricia que hubiera despertado a cualquiera. Llevaba unos pequeños pendientes de oro como único adorno. También eso era peculiar en una mujer cuya vida giraba en tomo a la joyería.

El único movimiento que consiguió su caricia fue el de una peineta que se deslizó de su cabello y que Bram se guardó en el bolsillo. Después, aun diciéndose que se arrepentiría de lo que estaba haciendo, se inclinó, pasó un brazo por debajo de las rodillas de Flora y el otro por su cintura y la levantó.

La cabeza de ella rodó hasta quedar apoyada en su pecho. Las horquillas y las peinetas que recogían su cabello fueron deslizándose, dejando caer mechones que atrapaban los rayos de sol. Bram descubrió que tenía el cabello mucho más largo de lo que parecía y se preguntó por qué una mujer a quien no le importaba su aspecto físico se aferraba a un elemento tan sensual, tan atractivo para los hombres, y que tanto trabajo parecía darle.

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