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Liz Fielding: Sombras en el paraíso

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Liz Fielding Sombras en el paraíso

Sombras en el paraíso: краткое содержание, описание и аннотация

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Flora Claibourne había programado un viaje de negocios con el único propósito de no tener que trabajar junto al sexy Bram Farraday Gifford. Pero le había salido mal, porque él había decidido acompañarla. En lugar de atenerse al cómodo horario de oficina, se vio obligada a estar constantemente con aquel hombre tan atractivo…en una romántica isla tropical. Flora se moría de ganas de besarlo, pero las barreras que había construido para protegerse de los hombres eran demasiado infranqueables. No dejaba que nadie se acercara a ella…, pero Bram sentía cada vez más curiosidad por descubrir por qué.

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– Señor Gifford -el señor Myan ocultó su sorpresa con una pequeña inclinación de cabeza-. ¿Es usted experto en el mismo terreno que la señorita Claibourne?

– No. Con la palabra «colega», la señorita Claibourne se refería a otros intereses que compartimos.

– Ah -con una mirada que no ocultó por completo un toque de resentimiento, el señor Myan sacó la conclusión que le pareció oportuna-. Ah, ya veo. De todos modos, estoy seguro de que disfrutará de su estancia entre nosotros, señor Gifford. Tal vez podamos organizarle algunas excursiones mientras la señorita Claibourne trabaja -añadió-. Saraminda es un país encantador y maravillosamente pacífico.

– Paz y amor. Lo que más me gusta en el mundo.

La expresión de enfado que cruzó el rostro de Flora por el hecho de que el señor Myan hubiera asumido que la palabra «colega» significaba «amante», y la insinuación de Bram, fue la primera reacción desconsiderada que este obtuvo de ella. Pero no le dio la oportunidad de aclarar la situación.

– Pero aunque le agradezco el ofrecimiento, me temo que tendré que pasar por alto las excursiones. Prefiero mantenerme cerca de Flora, vaya donde vaya.

Myan no dijo nada, pero su silencio fue elocuente. Mientras indicaba a Flora que lo acompañara hacia un coche grande y negro con matrícula oficial, Bram se preguntó si su anfitrión se sentiría atraído por ella.

No parecía probable. Flora medía casi diez centímetros más que el Ministro y no se vestía precisamente para hacer volver la cabeza a los que pasaban a su lado. Tal vez lo que admiraba Myan era su inteligencia. O tal vez había esperado obtener toda su atención le molestaba comprobar que no iba a ser así.

Pero el viaje desde el aeropuerto debió darle ánimos, porque Flora no dejó de hacerle preguntas sobre lo que habían encontrado en las excavaciones. Finalmente quiso saber cuándo podía ir a visitarlas.

– ¿Quiere ver la tumba? -preguntó Myan-. Pero ¿por qué? Allí ya no queda nada.

– A pesar de todo, creo que debería ir.

– Es un viaje difícil, señorita Claibourne. Incluso para un hombre -contestó Myan, y Bram pensó que, probablemente, había cometido un error diciendo aquello-. Además, no es necesario -reiteró-. Todo el tesoro está en el museo.

– Pero usted me preguntó si quería ver la tumba -le -recordó Flora-. Necesito ir a ver las excavaciones para ver si encuentro alguna relación entre la decoración de la tumba y los diseños de las joyas.

– Lo siento -dijo Myan con expresión de pesar-, pero no va a ser posible.

– ¿Por qué?

Tal vez, las mujeres de Saraminda no hacían preguntas, porque era evidente que Myan había asumido que su palabra bastaría. No estaba preparado para dar explicaciones, y por un momento se quedó sin saber qué decir.

– El temblor de tierra produjo más daños de lo que esperábamos -dijo finalmente-. No podemos correr riesgos.

– ¿Han tomado medidas para estabilizar la estructura? -preguntó Bram.

– Hay planes para ello y se ha consultado con diversos ingenieros -contestó Myan con cautela, sopesando cada palabra-. Tenemos intención de restaurarlo todo para que los visitantes puedan verlo tal como era. También queremos construir un pabellón de descanso de estilo tradicional para que puedan disfrutar del ambiente de la selva después de la visita.

– Si la ascensión hasta la tumba no los mata antes -murmuró Flora.

– ¿Piensan introducirse en el mercado del ecoturismo? -preguntó Bram.

– Tenemos flores maravillosas, mariposas…

Flora ya había tenido suficiente.

– Todo eso es muy interesante, señor Myan, pero yo debo tomar fotos de la tumba para mi artículo.

Bram la tomó de la mano para llamar su atención. Ella se volvió con el ceño fruncido. Aunque él no dijo nada, Flora captó el mensaje. No iba a llegar a ninguna parte dando la lata al señor Myan. Ella retiró la mano sin aspavientos y no insistió en el tema.

– Ah, ya hemos llegado -tras dejarlos ante la entrada de un centro turístico de lujo, Myan se excusó a toda prisa y aseguró tener una cita urgente-. Volveré pasado mañana, después de la fiesta. Descansen y diviértanse.

– ¿Fiesta? ¿Qué fiesta?

– Mañana celebramos una festividad religiosa.

– Fiesta -repitió Flora con disgusto en cuanto Myan se hubo ido-. He recorrido medio mundo para estudiar una tumba que no se puede ver y ahora me dicen que me siente a descansar porque están de vacaciones. ¿Qué voy a hacer mañana?

A Bram se le ocurrían una docena de cosas. Sin embargo, y ya que Flora estaba claramente enfadada, le pareció mejor no sugerir que podía bañarse y tomar el sol o ir de excursión.

En lugar de hacerlo se ocupó de las formalidades en recepción antes de que los condujeran a través de los jardines a un bungaló tradicional situado en un jardín que llegaba hasta la playa.

Maravillosamente construido, con una amplia terraza que daba al mar, el búngalo ofrecía la imagen perfecta de un paraíso tropical.

Sin embargo, Flora parecía tan poco interesada por lo que la rodeaba como por su forma de vestir. Estaba mucho más interesada en las fotos que Tipi Myan le había dejado, ninguna de ellas de la tumba, que en el sencillo lujo que los rodeaba.

Por supuesto, siempre era posible que Claibourne & Farraday hubiera reservado su alojamiento con antelación. Tal vez ése era el motivo por el que tenían uno de los bungalós más grandes, con dos habitaciones, pues era evidente que el Ministro de Patrimonio Artístico del país no esperaba que Flora llegara acompañada. A Bram se le ocurrió que era posible que el señor Myan hubiera tenido intención de entretenerla durante su estancia en la isla.

Pero pensó que no tenía por qué preocuparse, ya que nunca había visto a nadie tan centrado en su trabajo.

– ¿Quieres desayunar? -preguntó al ver que Flora no parecía haber escuchado la pregunta del botones que había llevado su equipaje.

Ella frunció el ceño, irritada por la interrupción.

– ¿Qué? Ah, no -sonrió al ver al joven que esperaba ansioso en la puerta-. Sólo un poco de té, gracias -dijo antes de volver a concentrarse en las fotos.

Por un instante Bram creyó haber captado su atención, pero era obvio que a ella sólo le interesaban las piezas de oro antiguo.

Tomó una de las fotografías, en la que se veía una copa exquisitamente decorada.

– ¿Esto es lo que causa tanta expectación?

– No es cuestión de expectación -Flora le quitó la fotografía y la miró-. Si los descubrimientos son genuinos… -dejó la frase en suspenso y se fijó en un detalle de la fotografía.

– ¿Qué? -Bram la animó a seguir. A Flora pareció desconcertarla la pregunta-. Has dicho que si los descubrimientos son genuinos…

– ¿He dicho eso? No debería expresar mis pensamientos en voz alta. Al señor Myan lo ofendería saber que manifiesto dudas.

– Pero…

Flora echó una ojeada a la fotografía antes de dejarla sobre las demás.

– Pero yo no corroboraría nada sólo con la evidencia de unas fotografías, por muy buenas que sean. Tengo que visitar la excavación.

– ¿Por qué? Eres una experta en joyería, no en arqueología.

– Quieren que firme un artículo en un prestigioso periódico británico, y para eso necesito más información de la que me proporcionan unas simples fotografías -se retiró unos mechones de pelo de la cara y continuó-. No me has dejado hacer preguntas. ¿Por qué?

Bram acababa de darse cuenta de que las peinetas le servían de mecanismo de defensa. Flora las utilizaba para levantar una barrera entre ellos dos y para esquivar su mirada, como si se sintiera avergonzada de haberle hecho una pregunta tan directa. Era evidente que no estaba tan tranquila como fingía, sino más nerviosa que un gatito.

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