– Gracias. Siento que te haya disgustado tanto mi presencia…
– No, si no eres tú…
– ¿Quién te creías que era? -inquirió Steven.
– El veterinario -respondió, preocupada-. Zarpas está pariendo.
– ¿Zarpas?
– Mi gata. Bueno, estaba abandonada y la acogí en mi casa. No sabía que estaba embarazada, pero de repente me di cuenta de lo gorda que estaba…
– ¿Dónde está?
– Me las he arreglado para meterla en una caja, en el salón.
Steven siguió la dirección de su dedo y vio a la gata encogida en una gran caja con almohadones. Zarpas lo miró nerviosa, y él se dejó caer a su lado tocándole suavemente la barriguita.
– Sí, yo diría que tiene al menos cuatro dentro.
– ¿Sabes mucho de gatos? -inquirió Jennifer, esperanzada.
– Cuando era niño nuestro vecino tenía una gata que paría constantemente. Por alguna razón siempre venía a nuestro jardín a parir. Ella siempre prefería periódicos.
– Bien.
Jennifer corrió a la cocina y volvió con un fajo de periódicos. Steven levantó delicadamente a Zarpas para dejarla en los brazos de Jennifer, apartó los almohadones y forró la caja con los papeles. Cuando volvieron a colocarla en su lugar, la gata ronroneó agradecida y miró a Steven como si confiara plenamente en él.
– Sabes lo que está pensando, ¿verdad? -comentó Jennifer, esbozando una temblorosa sonrisa-. ¡Menos mal que hay alguien que sabe lo que hace!
– Mientras esté satisfecha… Pero me sentiría mejor si consiguieras un buen veterinario.
– Hace siglos que debería haber venido. Por eso creía que eras tú. ¿Podrías vigilar a la gata mientras salgo a ver qué es lo que ha pasado con él? -y desapareció antes de que Steven pudiera responderle.
– Está loca -le confió Steven a Zarpas-. ¿Cómo pudo no darse cuenta de que estabas preñada? No te encuentras muy bien, ¿verdad? -al ver que había empezado a maullar de dolor, añadió-: Esperemos que lleguen pronto…
Pero Jennifer regresó sola; no había podido encontrar al veterinario.
– Nadie sabe dónde está. Salió de la clínica hace una media hora, así que ya debería haber llegado, pero es como si se hubiera desvanecido en el aire. ¿Está Zarpas comiendo algo?
– No, es un cachorrillo que está lamiendo -le dijo Steven-. Ha nacido hace apenas un minuto.
Zarpas lamía repetidamente una minúscula bolita negra que se retorcía emitiendo gemidos. Jennifer se arrodilló a su lado, sonriendo con expresión de deleite mientras extendía una mano para rascarle la cabecita a Zarpas. Sfeven se levantó discretamente y se fue a la cocina, volviendo minutos después con una cafetera y dos tazas. Jennifer todavía estaba inclinada sobre la caja, tan concentrada que no advirtió su presencia, y él aprovechó aquellos instantes para observarla con atención.
– Creo que deberíamos dejarla un rato tranquila -sugirió-. Apenas ha empezado el parto -ayudó a Jennifer a levantarse, y luego acercó un par de sillones para rodear con ellos la caja-. Así disfrutará de una mayor intimidad.
– ¿Cuándo lo has hecho? -le preguntó Jennifer mirando la taza de café que sostenía en la mano.
– Ahora mismo. Estuve curioseando en tu cocina. No ha sido nada fácil, pero finalmente encontré el té en el azucarero, el azúcar en el tarro del ajo y el café en el bote del té -le sirvió una taza de café con movimientos rápidos y precisos.
– Gracias. Por cierto, ¿a qué has venido?
– No estoy del todo seguro. Pasaba por aquí después de ver a un cliente y sentí el impulso de visitarte… y darte una buena sorpresa -al ver que intentaba asomarse por encima de los sillones, le dijo con firmeza-: Déjala; pasará una media hora antes de que para otro. Para entonces, con un poco de suerte, el veterinario ya habrá llegado.
Pero transcurrió otra media hora sin que apareciera el veterinario. Zarpas parió otro gatito. Después de palparle delicadamente el abdomen, Steven declaró:
– Quedan dos más, pero todo está saliendo bien.
– Voy a preparar la cena -dijo Jennifer-. Es lo menos que puedo hacer por ti -y se dirigió a la cocina.
Cuando se quedó solo, Steven miró a su alrededor intentando reconciliar lo que veía con la imagen que se había formado previamente de Jennifer. Cuando la otra noche se presentó allí por primera vez, le sorprendió que viviera en un bungaló: un pequeño y lujoso piso habría sido más adecuado para una mujer tan elegante y sofisticada…
– ¿Vivías aquí con alguien? -le preguntó cuando fue a buscarla a la cocina.
– No. ¿Por qué me lo preguntas?
– Bueno, un bungaló tan grande me parecía una extraña elección para una mujer que vive sola.
– ¿Ah, sí? Me encantó esta casa nada más verla. Sabía que tenía que vivir aquí.
Y empezó a cortar unos pimientos en rodajas. Steven la observó por un momento antes de volver al salón. Jennifer lo oyó murmurar algo a Zarpas, y tomó entonces conciencia de que no era fácil comprender a aquel hombre. Durante los dos últimos días había hecho algunas investigaciones sobre él. Había montado una cadena de pequeñas tiendas para luego venderlas y entrar en Empresas Charteris hacía diez años. Charteris era una enorme empresa que había tenido que ser reestructurada, y Steven se había encargado precisamente de eso, consiguiendo finalmente doblar sus beneficios. En función de esos datos, Jennifer se había formado la impresión de un hombre consagrado absolutamente a su negocio: duro, ambicioso e implacable. ¿Cómo entonces era posible que un depredador semejante estuviera haciendo de comadrona de su gata aquella tarde? Su curiosidad crecía por momentos.
Y también la de Steven. Cuanto más averiguaba sobre Jennifer, menos creía saber. Sobre la repisa de la chimenea había una fotografía de un hombre mayor de mirada astuta, vivaz. Al lado había otra de un niño y una niña, y de una mujer de unos treinta años que presentaba un notable parecido con Jennifer.
– Era mi madre -le explicó Jennifer cuando regresó al salón y empezó a poner la mesa.
– ¿Dónde está tu padre?
– El hombre mayor de la otra foto es mi abuelo. Mañana por la noche tendrás oportunidad de conocerlo.
– Supuse que sería él. ¿Y tu padre?
– Y éstos somos Trevor y yo de niños.
– Ya, ¿y dónde…?
Pero Jennifer había vuelto a desaparecer en la cocina. Cuando volvió minutos después con la cena, Steven ya había apagado todas las luces menos la de una lámpara de mesa, y estaba arrodillado al lado de Zarpas murmurándole palabras de consuelo:
– Así, buena chica… -oyó entrar a Jennifer y levantó la mirada-. Está más cómoda en la penumbra. ¿Puedes ver lo que estás haciendo o quieres que vuelva a encender las luces?
– No te preocupes.
Jennifer dejó la ensalada y los panecillos en la mesa y volvió a la cocina para buscar los filetes. Steven se sentó de manera que pudiera mantener vigilada a Zarpas sin molestarla. En ese momento sonó el teléfono. Jennifer lo descolgó; era el veterinario.
– Lo lamento de veras -se disculpó el hombre-. Se me ha averiado el coche, y todavía tardaré al menos una hora en llegar allí.
– No se apure -le aseguró Jennifer-. La gata está en buenas manos.
– Gracias por el voto de confianza -le comentó Steven con expresión irónica.
– Todo va bien, ¿verdad? -inquirió Jennifer, preocupada.
– Yo creo que sí. Zarpas significa mucho para ti, ¿verdad?
– Bueno, es una monada, ¿no?
– ¿Y es tu única compañía en esta casa tan grande?
– Ya te lo dije: me encanta esta casa.
– ¿David y tú viviréis aquí cuando os caséis?
– Creo que será mejor que dejemos el tema de David.
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