Lucy Gordon - La fuerza del destino

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Nick Kenton no podía creérselo. La pizpireta y pecosa adolescente que no lo había causado más que quebraderos de cabeza, llegando incluso a arruinar su vida amorosa, había vuelto a aparecer en su vida y él se veía obligado a cuidar de ella.
Pero la sorpresa fue aún mayor cuando descubrió que la desgarbada quinceañera se había convertido en una mujer. Una mujer hermosa y radiante que lo hacía reír y amenazaba con volverlo loco. Y, mientras ella ponía patas arriba su cómoda y ordenada vida en Londres, Nick era completamente ajeno al plan que Katie había tramado para seducirlo y casarse con él.

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En ese momento se dio cuenta de cuánto deseaba estar desnudo a su lado. Mientras se tumbaban uno junto al otro sobre los almohadones, Nick se sentía invadido de deseo, de amor y de la urgencia de hacerla suya para siempre. Los labios de Katie respondían ansiosamente a sus besos y todo su cuerpo era una llama.

Nick sentía las manos de Katie acariciándolo, primero tentativamente, como si no pudiera creer lo que estaba pasando y después con alegría, con el placer de explorar el cuerpo masculino. Acariciaba su piel delicadamente, besándolo entre caricias, a veces parándose para mirarlo con sorpresa. La inocencia de sus ojos inflamaba aún más su deseo, pero sus movimientos eran cada vez más tiernos, como si no quisiera romper su delicada belleza.

– ¿Estás bien? -susurró.

– Nick… Nick…

– Sujétate a mí, cariño.

– Cariño…

Mientras se movían hacia la unión total, ella lo esperaba, como si fuera algo que siempre hubiera deseado. Rodeaba su cuello con los brazos mientras él la hacía suya y gemía.

Katie olía a madera y a flores del bosque y sabía a miel. A pesar de su inocencia, había algo en ella tan sensual como si fuera un animal joven. Nick disfrutaba de su piel, bebiendo su aroma y volviéndose loco al oírla gemir.

Katie respondía a su ardor con todo su cuerpo, no sólo las piernas y los brazos, sino con los dedos, con su piel, su aliento, sus maravillosos ojos. Él decía su nombre, incrédulo ante el milagro que estaba viviendo.

– Katie -murmuraba, adorándola-. Katie… Katie.

Ella no decía su nombre, pero lo besaba ardorosamente apretándose fuertemente contra él. Cuando llegó el momento final, Nick puso todo su corazón en ello, sintiéndola temblar bajo su cuerpo.

Después, tumbado al lado de Katie, con la cabeza de ella sobre su pecho, sentía que había llegado a casa. Su corazón estaba suficientemente cerca para oír cómo sus latidos iban poco a poco encontrando el ritmo normal, igual que el suyo. Ella era suya y él era suyo y nada más importaba en la vida.

Pero cuando se quedó dormido, era Isobel quien invadió sus sueños, acusándolo. Le había pedido que protegiera a su hermana pequeña y, en lugar de eso, se aprovechaba de ella. Peor, la había seducido sabiendo que ella amaba a otro hombre. Su única excusa era que aquel sentimiento lo había tomado por sorpresa. Se sentía avergonzado.

– Lo siento -murmuró en sueños-. Lo siento, Isobel -repitió. Entonces se dio cuenta de algo. No estaba disculpándose por traicionar la confianza que Isobel había puesto en él, sino por el hecho de que Katie había ocupado su sitio en su corazón. Katie era su verdadero amor y no había sitio para ninguna otra mujer-. Lo siento, Isobel.

Katie no dormía en absoluto. Estaba tumbada sobre él, intentando entender lo que había pasado. Cuando le oyó murmurar en sueños, escuchó con el corazón en un puño.

– Lo siento, Isobel -había susurrado él.

Katie se apartó y se quedó mirando al techo, con los ojos llenos de lágrimas. Pero, un segundo más tarde, se secó las lágrimas y levantó la barbilla, orgullosa.

El sol despertó a Nick a la mañana siguiente. Con sorpresa, descubrió que estaba tumbado sobre unos almohadones frente a la chimenea apagada. Y entonces lo recordó todo. Katie. Le había hecho el amor a Katie. Ella había estado en sus brazos, con los ojos brillantes, entregada y maravillosa.

Alegremente, se dio la vuelta para abrazarla y hablarle de amor, pero ella no estaba.

Nick se puso de pie de un salto y miró alrededor. La botella de vino y las copas seguían en la chimenea, recordándole cómo había empezado todo.

Se preguntaba si Katie estaría enfadada. Tendría todo el derecho a estarlo, pero no podía olvidar los recuerdos de su calor y su entrega.

Subió la escalera, llamándola, deseando volver a verla, pero no había rastro de ella. Cuando volvió a la cocina, vestido, encontró una nota en la que sólo decía que se había ido a montar a caballo.

Pero algo no cuadraba. La nota era demasiado escueta, demasiado seca. Aún así, salió de la casa y subió a su coche, para dirigirse a los establos.

Un minuto más tarde estaba montado sobre Blackie y cabalgaba en la dirección que solían tomar. Un rato más tarde la vio delante de él, galopando a toda velocidad, con el cabello al viento. Aquella imagen hizo que su corazón se llenara de alegría.

Ella lo saludó en la distancia y redujo el galope.

– Buenos días -sonrió-. Es una mañana preciosa, ¿verdad?

– Maravillosa -asintió él.

– No hay nada como el ejercicio para sentirse bien.

Katie estaba sonriendo y, sin embargo, había algo raro. Su sonrisa era demasiado amplia. Nick quería besarla, pero aquel despliegue de alegría parecía apartarlo.

– Pareces muy contenta esta mañana -aventuró.

– Nunca me he sentido mejor. ¿Te apetece galopar?

– Katie, espera. Tenemos…

– Primero, vamos a correr un poco.

– No -dijo él-. Tenemos que hablar.

– ¿De qué?

– ¿De qué? De lo que pasó anoche…

– Ah, eso -lo interrumpió ella, como sin darle importancia. Nick la miraba, perplejo-. Nick, estuvo muy bien, de verdad, pero no ha significado nada. Los dos estábamos solos y un poco tristes y… bueno, nos consolamos mutuamente -sonrió-. No hay que darle más vueltas.

Después de eso, ella lanzó a su caballo al galope. Nick intentaba seguirla, pero su caballo era más viejo y no podía hacerlo. Katie siempre galopaba a toda velocidad, pero aquella mañana lo hacía de forma salvaje, como si no le importaran las consecuencias. Nick la miraba aterrado, esperando que cayera de un momento a otro y, por fin, ocurrió.

Aterrorizado, espoleó a su caballo, pero cuando estaba llegando a su lado, ella se había levantado de un salto.

– ¡Katie! -exclamó, bajando del caballo e intenta tomarla en sus brazos. Para su sorpresa, ella se apartó.

– No ha pasado nada, Nick. De verdad. Lo único que espero es que mi caballo no se haya hecho daño.

– A mí sólo me preocupas tú -dijo él con voz ronca-. Ven aquí -añadió, tomándola del brazo.

Aquella vez ella se apartó de golpe, mirándolo con los ojos brillantes de furia.

– No ha pasado nada -insistió ella, con un tono de voz que Nick no conocía-. Estoy bien. Mira-añadió, subiendo de un salto a la silla-. Será mejor que vuelva al establo para que le echen un vistazo al caballo -dijo, acariciando el cuello del animal-. Pobrecito. Ha sido culpa mía.

Durante el camino de vuelta, Katie iba al trote y Nick podría haber cabalgado a su lado, pero iba detrás, desolado por la forma en que su sueño se había roto en pedazos. No había error posible; Katie le había dicho que lo de la noche anterior no había significado nada para ella, mientras que para él había sido una revelación. Sabía que no había habido otro hombre antes que él. La había obligado a entregarle algo que sólo le pertenecía al hombre al que amaba y ella no podía soportar que la tocase. Lo odiaba y tenía derecho a hacerlo.

Cuando el veterinario comprobó que el caballo no se había hecho daño, volvieron a la casa en silencio. Katie estaba muy pálida y Nick no sabía qué decir.

– Creo que lo mejor es que volvamos a Londres. ¿Quieres que lo hagamos esta tarde?

– Muy bien -dijo ella. Nick sentía que su corazón se rompía en pedazos.

Durante el viaje de vuelta, Katie había insistido en sentarse en el asiento trasero, alegando que estaba muy cansada. A través del retrovisor, Nick podía verla tumbada con los ojos cerrados. Parecía que hubiera llorado.

Nick hizo un último esfuerzo cuando llegaron al apartamento.

– Lo siento, Katie, de verdad -dijo en la puerta.

– No tienes que pedir disculpas.

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