– Por supuesto -respondió su padre.
– Pero… mi avión…
No respondió, pero Holly pudo ver por la expresión de sus ojos que era él quien tenía la última palabra. Liza entrelazó sus manos con las de Holly y sonrió a su padre, encantada.
– Gracias, papi -le dijo, como si acabara de hacerle un precioso regalo.
La puerta del compartimento se abrió y Berta entró.
– No deberías haber dejado a Liza sola -gruñó.
– Scusi, signore … pero no estaba sola.
El juez parecía estar dispuesto a discutir, pero entonces miró a su hija, acurrucada en los brazos de Holly, y se quedó en silencio.
Ahora que Liza había conseguido lo que quería, sus lágrimas desaparecieron como por arte de magia.
– Te gustará nuestra casa. Te lo enseñaré todo, los jardines y…
La niña siguió hablando y Holly intentó seguir la conversación, diciendo alguna que otra palabra, aunque su mente estaba en otra parte. Mientras sonreía a Liza, se daba cuenta de que el hombre sentado en frente de ella la estaba enjuiciando con la mirada.
La estaba evaluando, tomando notas mentalmente e intentando tomar una decisión.
Parecía rondar los cuarenta años, aunque su adusto rostro y su altivo comportamiento le hacían parecer mayor. Sus ojos, más que sus rasgos en general, le hacían arrebatadoramente guapo.
De pronto, habló y señaló al pequeño bolso que Holly llevaba colgado al hombro.
– ¿Qué llevas ahí dentro?
– Mi pasaporte y otros papeles.
– Déjame ver.
Le entregó el bolso y él echó un vistazo a los papeles hasta que encontró el pasaporte. Sin dudarlo, se lo guardó en un bolsillo interno de su chaqueta.
Holly intentó quejarse, pero su mirada la detuvo. Era una mirada dura e imponente que le hacía verse obligada a mantenerse en silencio.
– Bien -dijo, devolviéndole el bolso-. Tienes todo lo que necesitas.
– Necesito mi pasaporte.
– No, no lo necesitas. Haz las cosas a mi modo y no discutas.
– Espere…
– ¿Quieres que te ayude o no?
– Claro que sí, pero…
– Entonces sigue mi consejo y mantente callada. De ahora en adelante, ni una palabra. Intenta parecer estúpida. Haz lo que quieras, pero no hables.
– Pero tengo que ir a por mi maleta.
– ¿Por qué?
– Mi ropa…
– No la necesitas. Además, intentar recuperar tus cosas te pondría en peligro.
En brazos de la policía, quiso decir, y ella se dio cuenta de que tenía razón.
El tren aminoró la marcha, entró en la estación de Roma y se detuvo. Inmediatamente, un hombre vestido con uniforme de chofer hizo una seña tras la ventana. El juez le respondió con otra seña y, un momento después, el hombre entró en el compartimento.
– El coche está esperando, signore .
Liza agarró a Holly de la mano y se puso de pie.
– Creo que deberías utilizar la silla de ruedas -dijo su padre.
La pequeña apretó los labios y negó con la cabeza.
– Quiero ir contigo -dijo mirando a Holly.
– Entonces te llevaré. Pero creo que deberías ir en la silla.
– Vale -dijo Liza, obediente con tal de conseguir lo que quería.
El andén era el último de la estación. Sólo les llevó un momento bajar del tren y cruzar un pasadizo abovedado hasta llegar a la limusina que los esperaba. Liza iba satisfecha en la silla de ruedas tirada por Holly, que rezaba para que eso le sirviera como un disfraz ante cualquier policía que pudiera estar observando.
El chofer metió la silla en el maletero. El juez se sentó delante y Holly y Berta se sentaron detrás con Liza entre las dos.
Holly hizo un esfuerzo para creer que eso estaba pasando realmente. Ni siquiera el movimiento del coche al abandonar la estación pudo convencerla del todo.
Una pantalla de cristal movible dividía los asientos delanteros y traseros del coche y el juez corrió la pantalla. Holly lo vio sacar el teléfono móvil y empezar a hablar, pero no pudo escuchar lo que decía.
Giraron hacia el sur y, a medida que avanzaban y dejaban tras ellos la abarrotada ciudad, la carretera se convertía en adoquines y comenzaban a aparecer monumentos por el camino.
– Son antiguas tumbas, y ésta es la Vía Appia Antica -le dijo Liza-. Nosotros vivimos más abajo.
Después de aproximadamente un kilómetro, atravesaron un alto arco de piedra y comenzaron su viaje por un serpenteante camino con árboles a ambos lados. Era pleno verano y la rica vegetación no permitía ver más que partes sueltas de la casa; Holly no pudo verla en todo su esplendor hasta el último momento.
Era una mansión de varios cientos de años de antigüedad, hecha de piedra color miel.
Cuando el coche se detuvo, una mujer de mediana edad se dirigió hacia la puerta de atrás y la abrió mientras el chofer abrió la puerta delantera para el juez.
– Buenas tardes, Anna. ¿Está todo listo para nuestra invitada?
– Sí, signore -respondió el ama de llaves con respeto-. Me ocupé personalmente de la habitación de la signorina .
Entonces Holly recordó la llamada de teléfono desde el coche; la esperaban. Eso, unido a los eficaces movimientos de los sirvientes, aumentó la sensación que tenía de que algo la estaba alejando del peligro, pero que igual que lo hacía, se volvería en su contra.
Él la había llamado «su invitada», pero el juez no la recibió como tal. Fue Liza quien la agarró de la mano y la llevó por la casa, enseñándosela con orgullo. Dentro del hall había más sirvientes; todos le dirigieron controladas miradas curiosas y luego apartaron la vista.
– Llevaré a la signorina a su habitación -dijo Anna-. Sígame, por favor.
Subieron por una grandiosa escalera que se curvaba hacia el segundo piso y terminaba en unas baldosas de lujoso mármol sobre el que resonaron sus tacones hasta llegar a la puerta de su habitación.
Era asombrosa, tenía el suelo de mármol y un muro de piedra a la vista que le daba un encantador aire rústico sin restarle elegancia. Dos ventanas que llegaban hasta el suelo inundaban la habitación de luz. La cama, que era lo suficientemente grande como para que durmieran tres personas, tenía un dosel con visillos color marfil.
El resto del mobiliario era de madera oscura, lustrosa y con adornos tallados. Todas las piezas del mobiliario parecían valiosas antigüedades. Y ella lo sabía porque recientemente había recibido mucha información sobre antigüedades.
– ¿Seguro que ésta es mi habitación? -preguntó, abrumada.
– El señor Fallucci insistió en que se preparara la mejor habitación de invitados. Dice que la debemos tener atendida en todo momento.
– Es muy amable.
– Sígame, signorina …
Anna la dirigió a un cuarto de baño que también tenía muros de piedra, un lavabo de mármol antiguo y azulejos pintados a mano. Mullidas toallas color marfil colgaban de las paredes.
– ¿La signorina lo encuentra todo de su agrado?
– Sí, es maravilloso -dijo Holly mecánicamente.
– Si desea descansar ahora, le serviremos la cena aquí.
Cuando se quedó sola, se sentó en la cama. Parecía que todo le había salido redondo, pero ella no se sentía así. Cuanto mejor la trataban, más artificial parecía todo lo que ahora la rodeaba y más nerviosa se sentía.
Todo dejaba muy claro que el Juez Fallucci era un hombre extremadamente poderoso y rico. Y estaba haciendo uso de ello para prepararle un lugar confortable que ella no quisiera abandonar.
Pero el hecho era que ella no podría marcharse ni aunque quisiera. Él se había quedado con su pasaporte y tenía poco dinero y nada de ropa. Ahora dependía de un extraño que podría controlarla a su antojo.
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