Dio un paso hacia ella y quedó bajo una tenue luz. Sólo llevaba unos pantalones cortos. Joanne vio su pecho desnudo subiendo y bajando bajo la fuerza de alguna emoción tremenda; sus ojos ardían con un fuego fiero e intenso.
– Perché? -preguntó con voz áspera-. Perché adesso? -¿por qué ahora?
– Franco… escucha…
La silenció al llevarse un dedo a los labios. Sus ojos la devoraron. Ella trató de hablar, pero la mirada hipnótica de esos ojos la abrumó.
Su mente protestó, diciendo que debía ponerle fin a esa ilusión. Pero la mirada la mantenía hechizada. En un trance, avanzó hacia él y sintió las manos de Franco en sus brazos, atrayéndola hasta pegarla a su cuerpo.
– Mi amore … -susurró él.
– No -musitó Joanne, aunque se dio cuenta de que no había emitido ningún sonido. Su corazón era incapaz de decir que no. Sabía que era algo peligroso. Él se lo había advertido, pero no podía estar con Franco sin desear hallarse en sus brazos, sin importar cuál fuera el riesgo.
– Mi amore -susurró ella en respuesta-. Corazón de mi corazón… -el resto se perdió contra los labios de él.
La besó con fuerza y ella respondió con desvalido deleite. Olvidó la soledad y la tristeza. Puede que luego regresaran multiplicadas por mil, pero aprovecharía ese instante y lo recordaría siempre. Si era lo único que iba a tener alguna vez, de algún modo conseguiría soportarlo.
Franco ya había pronunciado sus propias palabras de amor, no destinadas a ella, sino a un espectro que, para él, seguía siendo la única realidad.
Le llenó la cara de besos como un hombre poseído. Sus brazos parecían mantenerla prisionera mientras con la boca le abría un sendero de fuego por el cuello. Cuando sus caricias se tornaron más íntimas, el corazón le palpitó con fuerza y se arqueó contra él, invitando al avance de sus labios. Ya no tenía fuerzas para negarse. Si pagaba por ello el resto de sus días, recordaría el momento y diría que había valido la pena.
Él hizo a un lado la bata y sólo dejó que el camisón le cubriera la desnudez. Bajo la tenue tela ella ardía. Olvidó por qué debía mostrarse cauta con él. Sólo conocía las sensaciones excitantes que la recorrían y hacían que se sintiera viva por primera vez.
El tiempo se desvaneció. Volvió a ser la joven vibrante con el primer amor apasionado, jubilosa porque el hombre al que amaba al fin la había tomado en sus brazos. No hubo nada más en el mundo.
– Mi amor -susurró-. Mi amore …
Las palabras parecieron atravesar el delirio de Franco. Asió sus brazos con fuerza y la apartó; Joanne vio sus ojos, llenos de horror.
– Joanne -musitó-. Joanne… Santo Dios, ¿qué estoy haciendo?
El brutal retorno a la realidad la paralizó. No era su amada, sino una mujer no deseada que invadía su dolor. No tenía derecho a su amor, a su deseo, a ninguna parte de él.
Franco temblaba con el rostro pálido.
– Por el amor de Dios, vete -dijo con aspereza-. Vete mientras puedas. ¿Me oyes? ¡Vete! No vuelvas nunca.
Joanne dejó el pincel con alivio. Le dolía el brazo por tantas horas de trabajo.
– Pasa -le dijo a Vito-. Acabo de terminar éste.
El caballete exhibía un cuadro del Giotto, tan perfecto que sólo las técnicas más refinadas podrían haber revelado las diferencias. Vito soltó un silbido de admiración.
– María me ha enviado para llevarte a cenar -anunció-. Ahora vamos a celebrarlo en grande.
– Vito, por favor -pidió con voz cansada-, ¿te importaría si no voy? Me encuentro exhausta. Me gustaría irme directamente a la cama.
– Dices lo mismo todas las noches -comentó él, escandalizado-. Desde que volviste, no haces otra cosa que trabajar y dormir. María te prepara platos maravillosos, y tú ni los pruebas.
Joanne esbozó una sonrisa tenue. Se desvivían por cuidarla, pero lo único que deseaba era estar a solas. Se obligó a bajar a cenar. Sin embargo, en cuanto pudo aducir que le dolía la cabeza se fue a su habitación.
Hacía dos semanas que había vuelto, y sin importar lo mucho que intentaba recuperarse, seguía tan devastada como el primer día.
Después de la escena traumática con Franco, había regresado a su cuarto para vestirse a toda velocidad. A pesar de la oscuridad, corrió al coche. Franco, sentado en la planta baja con la cabeza en las manos, se había incorporado para correr tras ella.
– Joanne… por favor… así no…
– No me toques -había espetado ella, quitándose su brazo de encima-. Sal de mi camino.
Él no volvió a intentar detenerla, y se quedó mirándola con expresión abatida mientras se marchaba de la casa. Había conducido hasta tener la certeza de que Isola Magia quedaba muy atrás. Luego se detuvo a un costado del camino, apoyó la cabeza en los brazos y lloró sin contención.
Todo había sido por su culpa. Había ido a donde no tenía derecho a ir, y robado un amor destinado a otra mujer. Había recibido una respuesta adecuada a su desvergüenza.
Lloró hasta que los ojos se le secaron. Al final regresó lentamente a la Villa Antonini. Llegó a primera hora de la mañana, antes de que sus clientes se hubieran levantado, y logró escapar a su habitación sin tener que responder a ninguna de sus preguntas. No obstante, cuando se encontraron unas horas más tarde, se quedaron atónitos al ver sus ojos angustiados.
Joanne se entregó al trabajo, tratando de acallar los pensamientos e imágenes que la torturaban. Pero se sentía acosada por el rostro atormentado de Franco, y no parecía haber escapatoria a la humillación que había provocado para sí misma.
Sabía que el cumpleaños de Nico estaba próximo, por lo que compró un libro para colorear y se lo envió por correo. Se preguntó si Franco la llamaría para darle las gracias, o al menos para decir algo que la ayudara a desterrar los últimos momentos que vivieron juntos. Pero fue Nico quien le escribió para agradecerle con educación el regalo. De Franco sólo obtuvo silencio. Intentó mostrarse sensata, a pesar del dolor que se había apoderado de su corazón.
Terminado el Giotto, comenzó a prepararse para el Veronese. Mientras ajustaba el lienzo, apareció María.
– Tienes visita.
– ¿Qué…?
– Un joven muy atractivo. Date prisa.
Joanne dejó el pincel y se quitó el mandil, tratando de que sus esperanzas no se desbocaran. Pero no pudo evitar que el corazón le latiera con frenesí al bajar las escaleras. Franco había ido a buscarla. De algún modo, todo saldría bien. Sonreía al abrir la puerta. Entonces se paró en seco.
La visita era Leo.
– Pasaba por Turín y esperaba que no te importara que viniera a verte -dijo con su atractiva sonrisa. Se recuperó y lo saludó con calidez-. ¿Te molesta que haya venido?
– Claro que no, Leo. Me alegro de verte.
Aceptó su invitación para cenar aquella noche, y se sorprendió al descubrir que disfrutaba de la velada. La sincera admiración que le profesaba Leo le devolvió parte de su perspectiva, y aunque el corazón aún anhelaba a Franco, comenzó a sentirse más preparada para soportar la situación. La llevó a casa a medianoche, hora que a María le pareció ridículamente temprana.
– Tendrías que haber disfrutado más -indicó, indignada.
– María, sólo es un amigo -rió Joanne-. Se marcha mañana de Turín.
– Regresará -declaró la otra-. He visto cómo te mira.
Leo volvió una semana más tarde, invitándola a salir de forma tan casual que a ella le pareció una tontería negarse. Pero cuando apareció dos días después comenzó a darse cuenta de que María había tenido razón. Había una calidez creciente en los ojos de Leo, y al final, durante una cena a la luz de las velas, dijo:
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