Raye Morgan - Un regalo en mi puerta

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Un canasto con un par de bebés era lo último que Brittany Lee esperaba encontrarse en su puerta, pero allí estaba y alguien debía cuidarlos. Y si la única ayuda con la que podía contar era con la de su apuesto vecino tendría que conformarse con eso…
Mitchell Caine era un soltero convencido, pero supuso que podría echarle una mano a su vecina en esas circunstancias. Lo extraño del caso fue que después de un largo fin de semana de pañales y biberones, Mitchell empezó a pensar que sería muy divertido que los dos pudieran cuidar juntos a sus propios bebés.

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– Me alegro de que esta situación te parezca tan divertida -dijo Mitch con tono glacial-. Adelante, sigue divirtiéndote. Pero este bebé está haciendo algo y no me imagino qué puede ser.

– Mira -Britt tocó la mejilla suave de la criatura y ésta movió la cabeza en tanto buscaba algo con la boca-. Tiene hambre.

– Hambre? -observó el canasto-. ¿Con qué la vamos a alimentar?

Britt levantó al otro bebé y lo apoyó en su hombro para darle unas palmaditas consoladoras.

– Janine ha dejado cuatro biberones con leche, pero casi se acabaron. Tendré que ir a la tienda…

– Lo haré yo -se ofreció de inmediato esperanzado-. Iré a comprar lo que quieras.

Ella lo miró con recelo.

– Soy consciente de que mi primera reacción ha sido salir de aquí lo antes posible, pero sé que éste es más problema mío que tuyo. Te agradezco la ayuda que me brindas.

– ¿De verdad? -estaba realmente sorprendida. Había pensado que Mitch era demasiado egoísta e insensible como para darse cuenta de la realidad.

– Sí -se puso de pie y dejó a la criatura en el canasto-. Iré a la tienda y volveré, lo juro.

Antes que nada buscó un teléfono público para marcar el número del centro nocturno.

– Por favor, comuníqueme con Chenille.

– Cariño ¿dónde estás? -contestó ella a los pocos segundos-. Estoy a punto de salir.

– Se me ha presentado un imprevisto, Chenille -le explicó con tristeza-. Si me fuera posible, estaría a tu lado.

– Ah -suspiró ella-. ¿Podrás venir para la segunda presentación? Quiero que pasemos juntos el resto de la noche. Prométeme que llegarás.

– Lo intentaré, Chenille, te aseguro que lo intentaré.

Gimió cuando colgó el teléfono. ¿Por qué habían tenido que aparecer precisamente esa noche esos bebés? No tuvo tiempo para lamentarse de su mala suerte. Debía comprar algunas cosas. Se volvió y sacó la lista que Britt le había dado.

Uno, leche preparada. Dos, pañales desechables, del tamaño más pequeño. Tres, un libro, cualquiera, con instrucciones para cuidar a los bebés.

Tenía consigo un biberón de modo que no fue difícil comprar la misma preparación. Tuvo más dificultad con los pañales. ¿Eran Donna y Danni recién nacidas? ¿Cómo podía saberlo? Terminó comprando cuatro tamaños diferentes, por las dudas. En cuanto al libro, no encontró ninguno relacionado con el cuidado de bebés. Miró a su alrededor, antes de ponerse en la fila y añadió una bolsa de patatas fritas, un aderezo para las mismas y una caja grande de galletas. Presentía que la noche iba a ser larga.

– ¡Vaya! -exclamó la mujer de la caja registradora al marcar los precios de los diferentes tamaños de pañales-. ¿Cuántos bebés tiene, señor?

– Demasiados -respondió sonriendo con tristeza-. Me están agotando.

Se oyeron murmullos de conmiseración en la tienda cuando él sacó el carrito. Se sintió como un tonto mientras subía la voluminosa compra en el ascensor. Cuando llegó a la puerta del apartamento de Britt se sentía como un mártir.

Pero cuando Britt le abrió la puerta para dejarlo pasar, su complacida autoconmiseración desapareció al instante. Ella estaba hecha un desastre.

La primera vez que la había visto presentaba un aspecto de dominio, estaba perfectamente peinada y controlaba sus emociones.

En ese momento veía a una mujer diferente. Tenía la mirada perdida, el pelo se le desprendía del moño y volaba en todas direcciones, estaba descalza y se había quitado la chaqueta. A la blusa que vestía parecía faltarle el botón superior y tenía una mancha oscura encima de un seno.

– Menos mal que ya has vuelto -gimió-. No puedo hacerlo sola. Deprisa. Las dos gritan a todo volumen.

Los gritos procedentes de la alcoba confirmaron lo dicho por ella. Mitch titubeó, pero ella lo agarró de la manga y tiró de él.

– Míralas -gimió estrujándose las manos-. Las he llevado en brazos y consolado por turnos, pero nada me ha dado resultado.

Tenía razón. Las dos criaturas aullaban con los rostros enrojecidos y los cuerpecitos contorsionados por la rabia. Mitch nunca había visto algo parecido y se asustó.

– ¿Están… bien? -preguntó inclinándose hacia las pequeñas-. Parece que algo no marcha bien. A lo mejor están enfermas. Quizá deberíamos llevarlas a urgencias.

Ella lo negó con un movimiento de cabeza.

– No creo que sea nada. Seguro están enfadadas porque no las han dado de comer. ¿Dónde están los biberones?

– Aquí -dejó las bolsas en el suelo y sacó un grupo de cuatro botellas pequeñas-. ¿No debemos calentarlas o hacer algo con ellas?

– Lo haré yo. Usaré el microondas. Trata de calmarlas mientras termino.

– ¿Yo? -se volvió para mirar a las pequeñas y fue presa del pánico-. ¿Qué tengo que hacer?

– Levanta a una y mécela un rato, luego haces lo mismo con la otra. Es lo único que he hecho desde que te has ido -cansada se pasó la mano por la frente.

Al mirarla, Mitch sintió un ramalazo de simpatía. Britt parecía agotada, pero al mismo tiempo más accesible que cuando estaba perfectamente peinada. A pesar del ruido creciente que los rodeaba, Mitch le sonrió para animarla.

– Ve a calentar los biberones -le dijo-. Yo me encargaré de las cosas aquí.

– Bien -correspondió a su sonrisa con agradecimiento y el rostro pareció iluminársele. Levantó la bolsa con los biberones y se volvió-. No tardaré.

Mitch se ocupó de los bebés. No tenía otra opción. Las criaturas exigían atención.

Parecía que Donna estaba más inquieta y lloraba tanto que se ponía morada. Mientras los gritos le desgarraban los oídos, él se dio fuerzas para levantarla, pero se sintió como un hombre perseguido por un tigre. Donna se contorsionaba de tal manera que le resultaba difícil sostenerla.

– Oye -trató de apoyarla en su hombro, pero no tuvo suerte-. Cálmate, cariño -la niña le pateaba el pecho.

– Debes calmarte -con torpeza trató de darle unas palmaditas, pero comprendió que no servía.

Mitch sintió que la frente se le perlaba de sudor. Aquel era un trabajo difícil. De hecho, tenía la sensación de estar luchando contra aquella criatura. ¿Quién hubiera imaginado que algo tan pequeño podía ser tan fuerte y gritar a ese volumen? Deseó poder calmarla. Por primera vez en su vida le dio importancia a las habilidades de la comunicación. Deseó poder hablarle, averiguar qué le pasaba y darle una solución rápida para que dejara de llorar.

– Ya está -Brin le entregó un biberón y levantó a Danni-. Comprueba si está demasiado caliente -le demostró cómo debía hacerlo vertiendo un poco de leche preparada sobre el dorso de su muñeca.

– ¿Cómo sabes que se hace así? -preguntó.

– No sé -contestó mientras se sentaba al lado de Mitch-. Quizá lo haya visto en el cine o en la televisión -se acomodó y le acercó _ el biberón a la criatura-. Toma -murmuró-. Es hora de comer.

Mitch la observó y la imitó. En poco tiempo, los aullidos desaparecieron y se oyó un alegre sonido de satisfacción mientras las niñas comían.

Mitch levantó la mirada y se encontró con la de Britt. Los dos se echaron a reír.

– Sólo tenían hambre -comentó él-. Intentaré hacer lo mismo la próxima vez que tenga que prescindir de una comida. Gritaré hasta que alguien venga a alimentarme -suspiró mirando al bebé-. Pensándolo bien, debería estar gritando en este momento. ¿Qué hora es?

– Tarde -lo miró-. Podemos pedir que nos traigan una pizza.

– He comprado unas galletas, patatas fritas y una salsa de queso en la tienda -ojeó la habitación y se preguntó qué habría pasado con la bolsa porque sólo vio cajas y cajas de pañales.

– Como te he dicho, podríamos encargar una pizza -hizo una mueca y Mitch, ahogando la risa, se volvió para mirarla.

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