¿Qué habría ocurrido si él hubiera sido uno de esos cretinos dedicados a coleccionar conquistas? Uno de esos tipos que se llevaban a una mujer a su casa y, tras acostarse con ella, no volvían a acordarse de su cara. Pete hizo una mueca. Aquella descripción podría habérsele aplicado a él en otra época. Pero Nora Pierce no era el tipo de mujer a la que un hombre amaba y después abandonaba. Ella era diferente. Especial. Había una vulnerabilidad tras su trémula sonrisa que le hacía desear protegerla más que aprovecharse de ella.
Quizá hubiera sido mejor dirigirse directamente a Ellie, reflexionó Pete. Al fin y al cabo, había acompañado a Nora al bar. Seguramente habría influido también en su conducta. Y si Ellie no hubiera querido colaborar, habría contado con el apoyo de Sam. Pete giró en su taburete y pidió un whisky. Cuando el camarero se lo sirvió, se lo bebió de un trago y pidió otro.
– Este es el final del juego, Prudence -musitó. -Y yo soy el último hombre con el que vas a jugar.
Pensó en cómo debería abordar el tema. Seguramente Nora se enfadaría por aquella interferencia. Probablemente, incluso lo echaría de su despacho. Esperaría que él se comportara como si nada hubiera ocurrido. Aquello formaba parte de su pequeño juego. Había esperado que en cualquier momento Nora desvelara su identidad, pero en vez de eso, había decidido seguir adelante con la farsa. Se había mostrado en ocasiones esquiva y coqueta y otras sexy e increíblemente seductora.
Ella no era Prudence Trueheart. Diablos, ni siquiera era Nora Pierce. Era una desconocida a la que encontraba infinitamente atractiva e intrigante. Y había representado su papel con gran entusiasmo. Se fijó en su chal, que colgaba todavía del respaldo del taburete y acarició la suave lana, recordando el tacto de su piel y el sabor de su boca.
No esperaba que el contacto con Nora lo afectara tan profundamente. Nada lo había preparado para su reacción cuando ella había posado las manos en sus muslos, a escasos centímetros de su visible erección. Durante unos segundos, habían vivido en un mundo de fantasía, en un lugar en el que la vida real no osaba entrometerse. En el que las caricias y el sonido de su voz habían alimentado de tal forma su deseo, que al final apenas había podido contener el fuego.
Cuando Nora se había apartado de él, casi había agradecido que le hubiera evitado cierta situación embarazosa. Habían alcanzado el límite y, si querían seguir la aventura, debían adentrarse en un territorio más íntimo. Y aunque Pete no quería que la noche terminara, sabía que tenía que hacerlo.
Agitó suavemente su segundo whisky y fijó la mirada en el líquido ambarino buscando respuestas. Pero la bebida no podía dominar el deseo que todavía atormentaba su cuerpo. Lo único que hacía el alcohol era suavizar ligeramente sus aristas. Haría falta mucho más que whisky para olvidar aquella noche, pensó.
¿Y qué diablos se suponía que tenía que hacer después de lo ocurrido? ¿Fingir que no había sucedido? Quizá cruzaran miradas de reconocimiento entre ellos, algún gesto que…
– ¿Estás listo?
Pete se quedó helado al oír su voz. Se volvió lentamente y descubrió a Nora tras él. Se aferraba con tal fuerza a su bolso que tenía los nudillos blancos y una tensa sonrisa curvaba sus labios pintados.
– ¿listo para qué?
Un intenso rubor cubrió las mejillas de Nora.
– Pensaba que querías que nos fuéramos.
Su tono era insistente, y, desde luego, no iba a ser él el que se pusiera a discutir con ella, por sorprendido que estuviera. Pete dejó el vaso en la barra y se levantó de un salto.
– Muy bien -dijo, intentando disimular su asombro. -Estoy listo. Vamos -la agarró delicadamente del brazo y se dirigió hacia la puerta, intentando averiguar si habría confundido sus intenciones. Era imposible que Nora pretendiera llevar aquella noche a la que sería su lógica conclusión. ¡Aquella era Prudence Trueheart, por el amor de Dios!
El aire era frío y húmedo cuando salieron a la calle. Llegaba la niebla desde la bahía, suavizando las luces que los rodeaban. Algunos peatones paseaban por el parque, rodeados del aroma de los olivos y las melodías de los músicos callejeros.
En la distancia, se oía el traqueteo del tranvía. Permanecieron en la acera en silencio, hasta que Nora lo miró nerviosa y preguntó:
– ¿Tienes., coche?
– ¿Tú no tienes? -le preguntó a su vez Pete.
– No, he venido con mi amiga.
Pete se echó a reír. Aquel lugar estaba a menos de veinte minutos del muelle y aparcar allí era prácticamente imposible, de modo que había dejado el coche en su casa.
– Vaya, pues yo he venido andando -musitó. -Vivo justo al sur de Russian Hill. Si tú vives más cerca, podemos ir a tu casa.
Nora negó con la cabeza.
– Iremos a tu casa -respondió con énfasis. -Después, puedo volver a mi casa en taxi.
Así que aquel era el plan. Quería dejar caer la bomba en su propio territorio. Maldita fuera. Pete quería poner fin a aquel absurdo en ese mismo instante. Quería pedir una explicación. Pero decidió esperar pacientemente al momento más oportuno. Le pasó el chal por los hombros y le tomó la mano.
– Mi casa está demasiado lejos para ir andando. Iremos en el tranvía.
Hyde Street, la calle en la que se encontraban, estaba situada a varias manzanas del barrio de Pete, Macondray Lane, así que esperaron a que pasara el siguiente tranvía y se colocaron en la parte trasera.
Nora se aferró a la barra y Pete se colocó tras ella, con los brazos alrededor de su cintura. Sentía el trasero de Nora contra su regazo, frotándose contra él de tal manera que estuvo a punto de empezar a gemir. Luchó contra el deseo que crecía en sus entrañas, contra el intenso calor y la frenética necesidad de tocarla.
Para cuando llegaron a su destino, apenas podía apartar las manos de ella.
El tranvía se detuvo en la esquina de Hyde y Green. Pete la ayudó a bajar, agarrándola por la cintura. Nora se deslizó a lo largo de su cuerpo y, por un instante, Pete se permitió abandonarse a la tentadora sensación de sus caderas presionando las suyas. A continuación, la condujo delicadamente hacia la sombra de una tapia y le tomó el rostro entre las manos. Le dio un beso largo y profundo, rebosante de deseo. Aquella noche no iba a terminar bien. Habría palabras de enfado y sucias acusaciones, pero de momento, quería saborear cada uno de los momentos que iba a pasar a su lado.
Pete la sintió estremecerse, se separó de ella y la miró a los ojos.
– ¿Estás bien?
Nora asintió en silencio.
– Solo tengo un poco de frío.
Pete se quitó inmediatamente la chaqueta y la cubrió con ella. Nora le dirigió una dulce sonrisa y Pete, agarrando las solapas de la chaqueta, la acercó nuevamente a él y besó sus labios. Dios, ¿por qué no podían ser dos perfectos desconocidos?, se preguntó. Todo habría sido mucho menos complicado. Podrían haber ido a su casa, habrían hecho apasionadamente el amor y habrían intercambiado sus números de teléfono al final de la noche.
Apoyando la mano en la espalda de Nora, Pete comenzó a caminar hacia su casa, deseando que pudieran continuar paseando durante toda la noche, para prolongar todo lo posible aquella hermosa farsa. Quería pasar más tiempo con Nora Pierce, necesitaba tiempo para averiguar lo que estaba ocurriendo entre ellos. Por lo que hasta entonces sabía de ella, no debería desear a Nora en absoluto. Era exactamente el tipo de mujer que siempre había procurado evitar. Pero cuanto más estaba con ella, más fácil le resultaba verla bajo una luz diferente.
Tras un corto y silencioso paseo, llegaron a su casa. Nora vaciló en los escalones del edificio y Pete esperó, pensando que quizá entonces revelara su identidad… y rezando para que no lo hiciera. Metió la llave en la cerradura, giró el picaporte y se apartó para que pasara Nora. Se detuvo justo en el marco de la puerta y, por un instante, Pete pensó que iba a dar media vuelta y a salir corriendo.
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