Dylan no terminó la frase al ver la expresión de desafío de ella.
Era Meggie Flanagan, pensó Dylan, casi avergonzado por haberse sentido atraído por ella. Después de todo, era la hermana pequeña de uno de sus antiguos amigos y había una regla entre ellos que decía que nunca podías jugar con la hermana pequeña de un amigo. Pero Meggie ya no era la niña flacucha con un corrector en los dientes y gafas de cristales gruesos. Y él llevaba bastante tiempo sin ver a Tommy.
– Podría denunciarte por violar las normas.
– Adelante -contestó ella. Luego, después de soltar una maldición, se dio la vuelta y se metió en el interior de la tienda-. Conociéndote, no me extrañaría.
¿Conociéndolo?, pensó Dylan.
– Meggie Flanagan -dijo en voz alta. La recordaba como una chica tímida y nerviosa, pero esa mujer no parecía nada tímida. Tampoco era ya aquella muchacha flaca… y lisa como una tabla.
Él había pasado muchas horas en casa de Tommy Flanagan. Después del colegio, solían ir allí a escuchar música o a jugar con el ordenador. Y ella siempre los observaba en silencio a través de sus gafas de cristales gruesos. Dylan, cuando se hizo mayor, pasó prácticamente a vivir en casa de Tommy. Pero ya no eran los juegos los que le hacían ir allí. La madre de Tommy era una mujer alegre y cariñosa que lo invitaba a cenar con frecuencia. Algo que Dylan aceptaba gustosamente.
Meggie siempre se sentaba frente a él y, cada vez que miraba hacia ella, la sorprendía observándolo. Lo miraba fijamente, igual que siempre que se encontraban a la entrada del colegio. Ella tenía dos años menos que él y, aunque nunca fueron a la misma clase, solía verla en el comedor o por la entrada. Los chicos solían meterse con ella y Tommy tenía que salir en su ayuda continuamente. Poco después, él empezó también a defenderla, ya que era la hermana de su mejor amigo.
En ese momento, la observó ir de un lado para otro, muy nerviosa, frotándose los brazos. Debían de habérsele quedado helados con aquel viento frío de noviembre. Entonces volvió a sentir ganas de protegerla, pero no como en el pasado. En esos momentos, aquella sensación le llegó mezclada con una intensa e innegable atracción. Sentía la necesidad de tocarla de nuevo. Así que se quitó la chaqueta y fue hacia ella.
– Toma, vas a resfriarte.
Dylan, sin esperar a que ella asintiera, le puso la chaqueta por los hombros y dejó que sus manos se retrasaran unos instantes. El estremecimiento que le subió por los brazos al tocarla no le pasó inadvertido. Ella dejó de caminar y le dio las gracias de mala gana.
– ¿Qué querías decir con eso de que voy a arruinarte de nuevo la vida? -preguntó, apoyándose contra la pared de ladrillo del edificio.
Ella frunció el ceño.
– Nada, da igual.
Dylan sonrió en un intento de animarla.
– Me cuesta reconocerte, Meggie. Lo único que coincide con el recuerdo que guardo de ti es el nombre. Nunca nos conocimos de verdad, ¿no te parece?
Una extraña expresión asomó en la cara de ella. Dylan se quedó pensativo. Parecía haberla herido con sus palabras. Pero, ¿por qué?
Pero justo en ese momento el altavoz del camión de bomberos anunció otra alarma y el equipo se reunió para escuchar atentamente. Era en una fábrica.
– Tengo que irme -dijo Dylan, haciéndole una seña a Meggie y estrechándole la mano-. Es mejor que entres. Y siento lo de la cafetera.
Ella abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró.
– Gracias -fue su única respuesta.
Dylan fue hacia el camión sin poderle quitar los ojos de encima a Meggie. Por un momento, le pareció la niña de antaño. Allí sola, insegura de sí misma y con las manos entrelazadas en el regazo.
– Saluda de mi parte a Tommy cuando lo veas.
– Lo haré-dijo ella, también mirándolo fijamente.
El camión arrancó y Ken Carmichael tocó el claxon.
– A lo mejor nos vemos pronto -añadió Dylan.
– ¡Tu chaqueta! -gritó ella de repente.
– Tenemos más en el camión.
Dylan se subió a la cabina y se sentó al lado del conductor. Mientras se alejaban del lugar, con la sirena encendida, Dylan se dio cuenta de que Artie y Jeff lo estaban mirando sonrientes.
– ¿Qué ha pasado con tu chaqueta? -le preguntó Artie-. ¿La perdiste en medio del incendio?
Dylan se encogió de hombros.
– Si fuéramos a apagar un fuego a la luna, tú te encontrarías allí a una mujer a la que seducir -añadió Jeff, que se inclinó hacia el conductor-. Oye, Kenny, tenemos que volver. Quinn se ha olvidado la chaqueta otra vez.
Carmichael soltó una carcajada.
– Este chico tiene la mala costumbre de perder siempre la chaqueta. Le diré al jefe que se la descuente del sueldo.
Dylan tomó una de las chaquetas que había de repuesto en la parte de atrás y se la puso. En esa ocasión no estaba seguro de querer recuperar su chaqueta. Meggie Flanagan no era como las otras mujeres con las que el plan le había salido bien. Por una razón: ella no lo había mirado con adoración. De hecho, parecía odiarlo. Además, tampoco era el tipo de mujer a la que pudiera seducir y luego marcharse. Era la hermana pequeña de alguien que había sido su mejor amigo.
Tomó aire y lo dejó salir lentamente. No. Pasaría mucho tiempo hasta que recuperara esa chaqueta.
Una capa fina de hollín cubría todas las superficies de la tienda. La fiesta Cuppa Joe estaba prevista para el día después de Acción de Gracias y Meggie estaba agobiada por todo lo que le quedaba por hacer. Tenía que dar unas lecciones a los ocho empleados que habían contratado y terminar la decoración. Había hablado por teléfono con la compañía de seguros y le habían prometido mandarle un equipo de limpieza y una nueva máquina. Pero no tenía tiempo a que llegara el equipo de limpieza. Las mesas y las sillas llegarían al día siguiente y, si querían abrir a tiempo, su socia, Lana Richards, y ella tendrían que limpiarlo y ordenarlo todo solas.
Lo peor del incendio del día anterior no había sido el humo. Lo peor había sido la destrucción de la cafetera.
– Tres meses -musitó-. Tardarán tres meses en traer otra máquina. Incluso me he ofrecido a pagarles más para que la enviaran antes, pero me han dicho que no es posible. Todas las cafeterías les han pedido la misma máquina.
– ¿Puedes dejar de hablar de la maldita cafetera? -le preguntó Lana, metiendo la bayeta en un cubo de agua caliente-. Compraremos dos cafeteras Espresso Master 4000, o cuatro Espresso Master 2000, o lo que tú prefieras. Pero, por favor, deja de hablar de cafeteras.
En realidad, se había obligado a pensar en las cafeteras para no ponerse a fantasear con el bombero que había ordenado que la destruyeran. ¿Cuántas veces en las últimas veinticuatro horas se había acordado de Dylan Quinn?
– Es nuestro negocio -dijo Meggie con suavidad-. No nos hemos pasado los últimos cinco años ahorrando todo el dinero que sacábamos de trabajos que odiábamos hacer, ni hemos pedido un préstamo al banco para que vengan los bomberos y se líen a hachazos con nuestra cafetera.
Cualquier mujer se sentiría fascinada con Dylan Quinn. Después de todo, no todos los días te encontrabas con un héroe de carne y hueso, alto y guapo, y con uniforme de bombero. Parecía hecho para ese trabajo. Era decidido, fuerte, infatigable y… Meggie soltó un suspiro profundo. Probablemente cada mujer tendría su Dylan Quinn particular. Un hombre que fuera su prototipo, su ideal.
¿Y si ella en la escuela no hubiera sido tan tímida y él tan guapo? ¿Y si ella se hubiera quitado el corrector dental un año antes? ¿Y si hubiera sido capaz de hablar con él sin dejar escapar risitas tontas? Un gemido escapó de sus labios. A pesar de que hacía mucho tiempo de todo aquello, no podía evitar sentir la misma vergüenza que entonces.
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