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Jennifer Greene: Orgullo y seducción

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Jennifer Greene Orgullo y seducción

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Era muy peligroso seducir a alguien como él y luego tratar de olvidarlo Lo único que Rebecca Fortune deseaba era tener un bebé, y si para ello tenía que acabar en la cama con el duro investigador Gabriel Devereax, pues se tragaría su orgullo e intentaría seducirlo. Sabía que Gabriel no tardaría en alejarse de su vida, con lo que su secreto estaría a salvo… Pero fue entonces cuando una soltera empedernida como Rebecca se dio cuenta de que lo que sentía por él había superado todas sus previsiones. ¿Sentiría lo mismo alguna vez el padre de su futuro hijo… especialmente cuando descubriera la mentira?

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Y su propia respuesta al contacto con aquella piel blanca y cremosa le ponía todavía más furioso.

Que un hombre se excitara estando entre los muslos de una mujer era natural, una reacción completamente biológica. Y, por lo menos un día al año, un hombre tenía derecho a comportarse de forma irracional durante un par de minutos.

Pero también estaba furioso con Rebecca por aquella reacción.

Cuando retrocedió, Rebecca interpretó que ya había terminado y se inclinó precipitadamente hacia delante.

– Si te apartas del mostrador, eres mujer muerta -la informó Gabe-. Tengo que ponerte una venda.

– Pero si solo es un chichón, no tiene sentido tomarse tantas molestias.

– Si no te cubrimos esa herida, te dejará cicatriz.

– Mi hermano está en la cárcel acusado de asesinato, ¿a quién puede importarle una estúpida cicatriz? Ya hemos perdido demasiado tiempo con esto.

– Un minuto más y habré terminado.

Volvió a colocarse entre sus muslos. Tenía que hacerlo. No confiaba en que Rebecca no saliera volando del mostrador y comenzara a hacer de detective. Había encontrado los restos de una venda en un viejo botiquín. Se acercó hacia ella y volvió a prestarle atención otra vez, tan tieso como la lanza de un guerrero.

Debería haberse imaginado que un hombre no podía ganar siempre. Gabe ignoró su pequeño problema. Y deseó poder ignorar a Rebecca.

En ese momento estaba relativamente limpia. Legalmente, se suponía que no se podía tocar nada de la mansión. Eso significaba que los cajones y los armarios estaban todavía repletos. Gabe no había tenido ningún problema en encontrar una toalla, una esponja, un botiquín de primeros auxilios y algo de ropa. También había visto una botella de whisky encima de la despensa. Y Gabe estaba pensando en bajarla.

– ¿Ya has terminado? -preguntó Rebecca, esperanzada.

– Sí, ya he terminado.

– Gabe… gracias. Te agradezco tu ayuda.

– No me ha costado nada -pero la verdad era que estaba empapado en sudor.

Rebecca no era una mujer vanidosa o mimada, eso tenía que admitirlo Gabe, y, con toda probabilidad, podría haber sido ambas cosas, dada la enorme riqueza e influencia de la familia Fortune. No era culpa suya el no haber salido nunca de aquel entorno tan protegido. Su pasado solo servía para profundizar su problema. Era una idealista irremediable, pero sin ninguna experiencia práctica. Rebecca jamás se había visto obligada a enfrentarse a los aspectos más realistas de la vida. Creía en el amor, en los caballeros andantes, en el honor y, por lo que Gabe había visto hasta entonces, no tenía la menor idea de que fuera de su hogar había seres que podían llegar a hacerle mucho daño.

Y peor aún, se consideraba a sí misma una especie de detective por el simple hecho de escribir novelas de misterio. Las complicaciones que podía causar intentando ayudarlo eran suficientes para causarle a Gabe una úlcera.

Y Rebecca también.

Rebecca bajó del mostrador y los ojos de Gabe aterrizaron en su sujetador de encaje. No había habido forma de convencerla de que se quitara la ropa empapada hasta que Gabe había encontrado algo que ponerle. Al final, el detective había encontrado un jersey de pico en el piso de arriba que suponía había pertenecido a Mónica Malone.

Pero el escote le quedaba tan grande a Rebecca que parecía una huerfanita jugando a disfrazarse. Los vaqueros por fin estaban secos y suficientemente flexibles como para cubrir las largas piernas de Rebecca y su casi inexistente trasero. Como no era capaz de sentarse sin retorcerse, Gabe sospechaba que se había dado un buen golpe en el trasero, pero estaba condenadamente seguro de que jamás lo admitiría. Había mucho más orgullo que sentido común en aquellos delicados ojos verdes, y también en el resto de su aspecto.

Rebecca tenía el rostro con forma de corazón, la piel demasiado blanca, los ojos demasiado oscuros, una boca peligrosamente suave y una nariz que se alzaba de forma impertinente. Gabe imaginaba que debía medir cerca del metro setenta. Una altura considerable, excepto cuando se acercaba él, pero le costaba resistir la tentación de tacharla de bajita cuando con la broma más inocente era capaz de despertar en ella una oleada de ira.

Su pelo era de color canela y en aquel momento caía sobre sus hombros convertido en una maraña de rizos. Evidentemente, no había tenido oportunidad de cepillárselo, pero Gabe había pasado suficiente tiempo con ella como para saber que siempre llevaba la melena como si acabara de levantarse de la cama después de una larga y apasionada noche. Puesto que era una Fortune, disponía sin duda de dinero suficiente para ir a un peluquero decente, de modo que, aparentemente, no le daba ninguna importancia a su pelo. De todas formas, incluso con el mejor corte de pelo, seguiría pareciéndole tan delgada, sexy y condenadamente vulnerable.

Gabe nunca se había sentido atraído por las mujeres vulnerables, de modo que no tenía idea de por qué aquella despertaba sus motores, pero no quería saberlo.

– Rebecca… -se pasó nuevamente la mano por la cara. Tal como debería haberse imaginado, en cuanto había puesto los pies en el suelo, Rebecca había salido corriendo hacia la puerta-. ¿Adónde vas?

– A cualquier parte. He pensado en recorrer primero el escenario del crimen. El asesinato fue en el salón, ¿verdad? Y después subiré al dormitorio de la señora Malone.

– Si pretendes ir al salón, será mejor que vayas hacia la derecha, en vez de a la izquierda. A no ser que encuentres algo interesante en la despensa. Y escucha, procura dejar todo tal y como te lo encuentres. Y no se te ocurra tocar una sola cosa sin decírmelo.

– Por favor, Gabe, he leído una docena de libros sobre procedimientos policiales. Si descubro algo remotamente parecido a una prueba, puedes estar seguro de que no se me ocurrirá destrozarla

– No sé por qué, pero no me tranquiliza en absoluto que hayas leído todos esos libros.

Para ser una mujer vulnerable, Rebecca tenía la más pecaminosa de las sonrisas.

– Lo sé, monada. Realmente, pareces incapaz de dejar de ser un tipo sobre protector. Especialmente con las mujeres. Dios, como padre serías terrible. Volverías locos a tus pobres hijos.

– No pienso ser padre, así que problema resuelto. Los hijos son lo último que me preocupa.

– Una diferencia más entre nosotros, cosa que no me sorprende. Si no fuera por el problema que ha surgido con mi hermano, los hijos serían ahora mismo una prioridad para mí. Deberías ver todo el material que he estado recopilando sobre bancos de semen.

– ¿Bancos de semen? Estás bromeando.

– Nunca bromeo con el tema de los hijos -pero volvió a sonreír-. Sin embargo, la única razón por la que he mencionado lo de los bancos de semen ha sido que no he podido resistirme. Imaginaba perfectamente la cara que ibas a poner, querido. Pero ahora mismo estamos perdiendo el tiempo. En la agenda de esta noche no hay espacio para los bebés.

No, pensó Gabe sombrío. Aparentemente, el asesinato estaba por encima de los bebés en la agenda de Rebecca. Y solo una mujer como ella era capaz de mezclar los bancos de semen con un homicidio.

Pues bien, él no pensaba seguirle la corriente. Tenía un trabajo que hacer y su salario no incluía mantener conversaciones sobre bebés con una pelirroja recalcitrante, aunque esta fuera pariente del jefe.

Gabe se dirigió al despacho, que ya había inspeccionado en otra de sus visitas a la mansión. El papel de las paredes tenía textura de seda, las cortinas eran de encaje y la silla del escritorio tenía un asiento de brocado. Era el despacho más cursi que Gabe había visto en su vida y dudaba que quedara allí una sola factura de Mónica Malone. Los policías y los abogados se habían llevado todos los recuerdos y documentos que había en cada armario, como Gabe ya sabía. Aun así, encendió la luz del despacho y comenzó a revisar los cajones.

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