De repente se abrió la puerta y apareció. Llevaba su maletín y una bolsa.
– Hola -dijo él, y le dedicó una sonrisa-. ¿Puedo sentarme?
– Claro -Rose se hizo a un lado en el escalón-. Sé mi invitado.
Marcus se sentó. Puso el maletín entre los dos y lo abrió.
– Yo también he traído comida. Espero que no se haya estropeado. Sopa de pescado y tortitas de maíz. Recuerdo que te gustaba.
– Ya lo creo. ¿Quieres compartir mis bocadillos?
– Ése es el plan. Si tú compartes mi comida.
No dijeron nada más. El silencio entre ambos era extraño, pero no tenso. Rose podía sentir una especie de calidez entre los dos, una especie de… ¿amor?
– Es una pena que no podamos quedarnos aquí para siempre -dijo ella suavemente-. En terreno neutral.
– En realidad, quiero hablarte de eso -Marcus dejó su plato en el suelo y esperó a que ella hiciera lo mismo-. No soy muy bueno en esto del… amor.
– Nosotros podríamos enseñarte. Harry y yo. Y Ruby y Darrell y Ted…
– Creo que ya lo habéis hecho -contestó él con suavidad.
Marcus sonreía, y en ese momento era un hombre que, después de haber visto muchas cosas, había vuelto a casa. Con ella. Rose le devolvió la sonrisa y de alguna manera supo que todo estaba bien. Que iba a funcionar.
– Te he traído un par de regalos -dijo Marcus.
– No quiero diamantes.
Pero él ya estaba sacando de la bolsa una cajita de terciopelo. Dentro había un sencillo anillo de plata trenzada, con tres diminutos zafiros. Brillaban a la luz del sol, y en sus profundidades estaba el color de los ojos de Rose. El color del mar.
– Es un anillo hecho especialmente para ti. Por quien eres y por lo que eres -Rose abrió la boca, pero Marcus la silenció poniéndole un dedo en los labios-. Y hay más.
Tomó de nuevo la bolsa y sacó de ella… ¿unas botas de goma? Pero no eran unas botas normales. Habían sido usadas como lienzo y en ellas lucía la obra de arte más sorprendente que Rose había visto en toda su vida. Había cuatro maravillosas obras de arte. Dos del número de Rose y otras dos del de Marcus.
– He tenido que remover cielo y tierra para que un amigo las hiciera. Podremos usarlas en el establo… juntos.
– ¿Durante dos semanas al año?
– Bueno, de eso también quiero hablarte. Sé que te encanta tu porche, y sé que no dejarás que los chicos duerman en tu lado pero, ¿podrías echarle un vistazo a esto? -sacó de su maletín un juego de planos y los extendió frente a ellos.
– ¿Planos? -preguntó ella.
– Sí. Mira, aquí está tu porche. Aunque en los planos se ha convertido en el dormitorio principal, aún sigue siendo un porche.
– Marcus… Te dije que no quería una mansión.
– Déjalo ya, Rose. Hay mucha diferencia entre tu porche y lo que el resto del mundo llama una mansión. Y creo que no pasaría nada si le añadiéramos alguna extravagancia. Como… una ducha caliente. Tu porche permanecería casi intacto. La cocina también, porque sé que te encanta, y a mí también. Sólo habría que reformarla un poco. Añadiríamos un gran comedor, para cuando los chicos vengan a casa, un lugar donde puedan recibir a sus amigos. Y una habitación para cada uno. Y dos baños. Sé que te parece mucho, pero sigue sin parecerse a una mansión.
– Marcus…
– Y esto de aquí es el despacho -dijo él con cierta ansiedad-. He pensado que ya que Ruby está allí, podría usar tu casa como base, delegando la mayor parte de las responsabilidades en gente de aquí. Ruby y yo podríamos trabajar con el teléfono, el fax e Internet. Probablemente necesitaría venir a Nueva York… un par de veces al año. Y te prometo no viajar en primera clase. ¿Qué opinas?
– ¿Viajarías en clase turista por mí?
– Haría cualquier cosa por ti.
– Marcus, yo me quedaría en tu apartamento de mármol negro si tú estuvieras allí.
– ¿De verdad?
– De verdad.
– ¿Te pondrás mi anillo?
Rose miró la cajita de terciopelo. Sacó el anillo y se lo puso.
– Oh, Marcus. Es precioso. Yo también debería haberte traído algo.
– Tú eres suficiente.
– ¿Te pondrás las botas de goma por mí? -preguntó Rose con voz temblorosa.
Marcus se quitó rápidamente los zapatos y se puso las botas.
– Solamente veo un problema en todo esto -dijo él-. Estoy un poco preocupado por este cuento de hadas en el que nos hemos metido. Mis pies ya se han transformado. Si me besas, ¿me convertiré en una rana?
– Vamos a comprobarlo -susurró ella-. Y vamos a comprobarlo bien. Y si te conviertes en una rana… prometo seguir queriéndote. Soy tuya para siempre.
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