– No le has dicho que no iba a haber boda.
– No.
No había podido.
– No te creas que eso quiere decir que haya aceptado casarme contigo -añadió en un susurro.
– Por supuesto que no -dijo Murat poniéndose en pie, tomándola de los hombros y girándola hacia él.
Daphne no estaba acostumbrada a que aquel hombre mostrara sus emociones, así que se sorprendió al ver en sus ojos que entendía por lo que estaba pasando, lo que hizo que no protestara cuando Murat la tomó entre sus brazos y la apretó contra su pecho. De repente, Daphne se encontró con la cabeza apoyada en su hombro y la protección de su cuerpo alrededor.
– No me hagas esto -susurró-. Te odio.
– Sí, ya lo sé, pero ahora mismo no hay nadie más para consolarte -contestó Murat acariciándole el pelo-. Venga, cuéntamelo todo.
Daphne negó con la cabeza.
– Es por tu madre, ¿verdad? -murmuró Murat-. Te ha dicho que está muy contenta con lo de la boda. Tu familia siempre ha sido ambiciosa. Tener un yerno rey es mucho mejor que tener un yerno presidente.
– Así es -admitió Daphne abrazando a Murat de la cintura-. Es horrible. Mi madre es horrible. Me ha dicho que estaba muy orgullosa de mí. Es la primera vez en la vida que me dice algo así. Yo para ella siempre he sido una oveja negra.
El dolor de una década de indiferencia hizo presa en Daphne.
– ¿Sabías que nadie de mi familia fue a mi graduación cuando terminé la universidad? Todavía están enfadados conmigo por no haberme casado contigo y no les hace ninguna gracia que sea veterinaria. Es como si, por no haberme casado contigo, hubiera dejado de existir.
– Lo siento -murmuró Murat besándola en la frente.
– Sólo soy su hija cuando hago lo que ellos quieren. No quería que a Brittany le pasara lo mismo, quiero que ella sea feliz, que sea una mujer fuerte que pueda decidir por sí misma. Por eso, le he intentado inculcar desde pequeña que yo siempre la querré, haga lo que haga y se case con quien se case.
– Seguro que Brittany tiene muy claro que la adoras.
– Eso espero. Laurel me ha dicho que estaba muy disgustada.
– ¿Por qué? -contestó Murat chasqueando con la lengua-. ¿Por no casarse con un hombre que le dobla la edad y al que ni siquiera conoce? Seguro que la has educado mejor.
– ¿Cómo? -se sorprendió Daphne-. Yo no la he educado, no es mi hija.
– Como si lo fuera.
Daphne jamás le había hablado a nadie de ello, pero, para ella, en el fondo de su corazón, Brittany era como su hija y Murat lo había entendido inmediatamente.
– Date cuenta de que, por mi posición, sé lo que es que todo el mundo espere cosas de ti. A mí no me han permitido olvidarme de mis responsabilidades ni un solo día.
– Supongo que, sabiendo que algún día vas a ser rey, no te puedes permitir el lujo de cometer errores.
– Exacto. Por eso precisamente entiendo que hayas tenido que hacer lo que otros querían, incluso cuando eso significaba no hacer lo que tu corazón te dictaba.
– Yo nunca he accedido a sus presiones, siempre he hecho lo que he querido y ellos me han castigado por ello. No solamente mis padres sino también mis hermanas. Para todos ellos yo no existo.
Murat la miró a los ojos y Daphne se dio cuenta de que estaba encantada de estar entre sus brazos, lo que era una locura porque aquel hombre era su enemigo. Claro que, en aquellos momentos, no le parecía tan mala persona.
– Existes para mí -le dijo Murat.
Ojalá aquello fuera verdad, pero Daphne sabía que no lo era, así que, haciendo un esfuerzo, se apartó de él.
– No digas eso porque no es cierto.
– ¿Por qué dices eso? Te he elegido como mi esposa.
– Y me pregunto por qué. Yo creo que solamente lo haces porque eres un hombre testarudo que se quiere salir con la suya, pero tú nunca me has querido.
– Te recuerdo que hace diez años te pedí que te casaras conmigo.
– ¿Y qué? Si me hubieras querido de verdad, no me habrías dejado marchar, pero no te importó que me fuera. Me fui y nunca viniste a buscarme para preguntarme por qué.
Murat dejó a Daphne y volvió a su despacho. A pesar de que tenía una reunión concertada, le dijo a su secretaria que no quería que lo molestaran y cerró la puerta.
La estancia era grande y abierta, como correspondía al príncipe heredero de una nación tan rica. La zona de conversación consistía en tres sofás colocados junto a grandes ventanales y la mesa de conferencias tenía espacio para dieciséis personas.
Murat pasó de largo ante los muebles y fue directamente al balcón que daba a un jardín privado.
El aire olía a primavera, pero Murat lo ignoró, así como a los pájaros que cantaban; se quedó mirando el horizonte y recordó el pasado.
Así que Daphne no sabía por qué no había ido tras ella cuando lo había abandonado. ¿Por qué iba a salir corriendo detrás de una mujer? Aunque se le hubiera ocurrido hacerlo, lo que no había ocurrido, no hubiera podido.
Si Daphne hubiera querido seguir manteniendo contacto con él, tendría que haberle pedido perdón de rodillas por haberle hecho lo que le había hecho.
Daphne debería saberlo pues procedía de una familia que estaba acostumbrada al poder y que sabía cómo funcionaba. Murat sabía que su familia estaba encantada con la boda y lo había sorprendido sobremanera que Daphne se opusiera a sus deseos.
Murat se giró y recordó lo que había sucedido aquel día. Su padre fue la persona que le dijo que Daphne se había ido. Inmediatamente, el rey le dijo que iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para que volviera, pero Murat se había negado porque no estaba dispuesto a ir tras ella por medio mundo.
Si Daphne quería irse, que se fuera.
Sólo era una mujer.
Sería muy fácil sustituirla.
Ahora, con el paso del tiempo, admitía que Daphne era diferente a cualquier otra mujer. Por eso, jamás había podido sustituirla. Por supuesto, había conocido a otras mujeres, había hecho el amor con ellas e incluso se había enamorado, pero nunca había querido casarse con ninguna.
Murat se preguntó qué tenía Daphne que la hacía tan diferente.
Era una mujer atractiva y sensual, pero Murat había conocido a mujeres mucho más bellas, así que no era porque fuera más guapa que ninguna. Aunque Daphne era una mujer muy inteligente, Murat había conocido a otras mujeres versadas en asuntos técnicos y científicos que lo habían dejado con la boca abierta. Daphne era divertida y encantadora, pero Murat había conocido a otras mujeres así.
¿Qué combinación de cualidades tenía aquella mujer que la convertía en la elegida?
Murat entró en su despacho y recordó lo que había sucedido cuando Daphne se había ido. No se había permitido sufrir, había prohibido a la gente que hablara de ella y había hecho como si Daphne jamás hubiera existido.
Y ahora había vuelto y se iba a casar con él.
Murat se sentó, abrió un cajón de su mesa y sacó una caja roja de la cual extrajo un diamante. Aquel anillo había sido un regalo de uno de sus antepasados al gran amor de su vida, una concubina a la que había sido fiel durante más de treinta años y con la que se había casado cuando su esposa de conveniencia, la reina, había muerto.
Según contaba la leyenda, aquel anillo era mágico.
Aquél había sido el anillo que Murat había elegido para Daphne diez años atrás.
Murat se dijo que aquello no eran más que tonterías, guardó el diamante de nuevo y llamó al joyero real para que aquella misma tarde le llevara varios anillos para escoger.
El anillo de compromiso de Daphne sería un anillo sin historia ni significado.
Y sin magia.
Daphne se pasó toda la mañana considerando sus opciones. Murat se había ido sin decirle nada, negándose a admitir que no se iban a casar y sin haber contestado a cómo era posible que su hermana y la prensa se hubieran enterado tan rápido de su compromiso.
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