Susan Mallery - Alguien Como Tú

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Jill Strathern había dejado el pueblo por la gran ciudad y jamás había mirado atrás… hasta que regresó años después para dirigir un pequeño bufete de abogados. Fue entonces cuando descubrió que su amor de la infancia, Mac Kendrick, ex policía de Los Angeles, también había regresado al tranquilo pueblo de Los Lobos. Aunque Mac la había rechazado en el instituto, Jill no podía negar la atracción que seguía sintiendo por él. Jill y Mac iban a enfrentarse a emociones suficientes para tener satisfecho a cualquier habitante de Los Angeles… Capos de la Mafia, trabajadores sociales, ex novios rabiosos y una niña de ocho años, todo ello podría complicar hasta el más sencillo romance…

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– Bien. Ya pueden ir derribándola.

Jill tomó su cuaderno de notas y se sentó.

– ¿Qué tipo de valla es? -le preguntó.

– De piedra. De un metro de grosor, aproximadamente.

Ella levantó la cabeza sobresaltada y lo miró fijamente.

– Está bromeando.

– No. No estoy diciendo que no sea un bonito muro. Funciona, pero está en un sitio que no es el suyo.

¿Un muro de piedra? Ella se había imaginado una valla de alambre, o de madera.

– ¿Por qué no les detuvo cuando comenzaron a levantarlo? Construir un muro como ése tuvo que costarles semanas.

– No estaba allí. Además, yo no tengo por qué recorrer el perímetro de mi propiedad en misión de vigilancia.

– Cierto -pero un muro de piedra. Aquello debía de haberles costado una fortuna-. ¿Ha hablado con sus vecinos sobre esto?

Él apretó los labios.

– Son jóvenes, y escuchan música rock. No tienen cerebro, y no creo que consiga nada hablando con ellos. Probablemente, toman drogas.

Ella lanzó al cielo una plegaria silenciosa de agradecimiento por el hecho de que el señor Harrison no fuera su vecino de al lado.

– ¿Cuándo se levantó ese muro?

– Que yo sepa, en mil ochocientos noventa y ocho.

El bolígrafo se le deslizó de entre los dedos y aterrizó en el suelo de madera. Jill no podía asimilar aquella información.

– De eso hace más de cien años.

– Sé contar, señorita. ¿Qué importa cuándo se construyera? Es un robo, simple y llanamente. Quiero que se desplace ese muro.

Era posible que Jill no supiera de legislación de propiedades inmuebles, pero en la vida había algunas verdades universales, y una de ellas era que un muro levantado hacía cien años nadie lo iba a mover de pronto.

– ¿Y por qué quiere encargarse de esto ahora? -le preguntó ella.

– No quiero dejar las cosas enredadas cuando yo falte. Y no se moleste en decirme que no le importará a nadie. Dixon ya lo intentó con ese argumento.

Jill notó que comenzaba a dolerle la cabeza.

– Voy a estudiar el caso, señor Harrison. Quizá haya algún precedente legal para lo que usted quiere conseguir -dijo, aunque tenía serias dudas-. Lo llamaré la semana que viene.

– Se lo agradecería.

El señor Harrison se levantó y le estrechó la mano. Después se fue hacia la recepción. Como no cerró la puerta al salir, Jill oyó perfectamente lo que le decía a Tina.

– ¿De qué demonios estaba hablando? A mí me parece que está totalmente perdida.

Mac cruzó la calle desde el Tribunal hasta la comisaría. Entró a través de las puertas de cristal doble y saludó al ayudante de guardia. Intentó ir hacia su despacho sin establecer contacto visual con nadie, pero Wilma lo cazó en menos de dos segundos.

– Tienes mensajes -le dijo la administrativa, mientras le entregaba varios papeles-. No tienes por qué prestarles demasiada atención a los del final del montón, pero los tres primeros son importantes. ¿Qué tal te fue en el juicio?

– Bien.

Se las había arreglado para que metieran entre rejas a un mal tipo durante un par de años. Al menos, aquello era positivo. Miró los mensajes mientras continuaba andando.

– ¿Ha llamado el alcalde? -le preguntó, sabiendo que aquello no podía ser nada bueno.

– Sí.

Wilma tenía que dar dos pasos por cada uno que daba él. Era una mujer muy bajita, de pelo blanco, y según la leyenda, llevaba trabajando en la comisaría desde el principio de los tiempos. Era lista, y Mac se había alegrado desde el principio de tenerla como personal de la comisaría.

– El alcalde ha llamado en nombre del comité del centenario del muelle. Quieren un permiso temporal para despachar cerveza en el túnel de lavado de coches.

Mac se quedó parado en mitad de la sala y la miró fijamente.

– ¿Qué? ¿Servir cerveza? Los niños del instituto harán ese trabajo.

– El alcalde dijo que la cerveza es para los clientes.

– ¿Quiere venderle cerveza a gente que tiene que subirse de nuevo a su coche y conducir por la ciudad? Es lo más estúpido, ridículo, arrogante…

– Le dije que no te gustaría la idea -le dijo Wilma-, pero no quiso escuchar.

– ¿Lo hace alguna vez?

– No.

– Estupendo. Lo llamaré y le diré que no voy a darle el permiso.

– No se va a poner muy contento.

– No me importa.

Ella sonrió.

– Esa es una de las cosas que más me gustan de ti -dijo, y le señaló los mensajes que él tenía en la mano-. También llamó un tal Hollis Bass. Me pareció que sólo quería causar problemas inútiles. No es pariente tuyo, ¿verdad?

Mac buscó entre las hojas hasta que encontró la que tenía el número de Hollis.

– No. No es un pariente. Es un trabajador social -justo lo que necesitaba-. ¿Qué más?

– Slick Sam ha salido justo hoy bajo fianza, y alguien tiene que decirle a la hija del juez que no se mezcle con tipos como él -Wilma arrugó la nariz-. Slick Sam es la prueba viviente de que nuestro sistema legal necesita una buena reforma. ¿Quieres que la llame yo y se lo cuente?

Mac miró el reloj de la pared. Eran las doce. Le había prometido a Emily que volvería a casa a la una. Tenía tiempo para pasarse por el despacho de Jill y advertirle sobre Slick Sam.

– Lo haré en persona -le dijo-. Después llamaré al alcalde y al trabajador social desde casa. Todo lo demás puede esperar, ¿no?

Wilma abrió un poco más sus ojos de color avellana.

– Me imaginé que conocías a Jill.

– Nos conocemos desde hace mucho.

– Puede que su padre viva en Florida, pero todavía está muy informado.

Mac sonrió.

– Voy a advertirle sobre un posible cliente difícil, no a seducirla.

– Todo comienza siempre con una conversación. Ten cuidado.

¿Con Jill? Dudaba que fuera necesario. Ella era guapísima, sexy y estaba libre, pero también era la hija de un hombre que prácticamente había sido como un padre para él. De ninguna manera estaba dispuesto a traicionar aquella relación teniendo una aventura con Jill.

– Puedes dejar de preocuparte por mí, Wilma. Lo tengo todo bajo control.

– Claro.

– Me he enterado de lo que ha ocurrido con Lyle -le dijo Rudy Casaccio, con su voz ronca y suave-. Puedo arreglarlo para que se ocupen de él.

Jill se estremeció, y después se cambió el auricular de oreja.

– Sé que no tenías intención de que sonara como ha sonado, y si la tenías, no quiero saberlo.

– Tú le has prestado un servicio excelente a nuestra organización, Jill. Sabríamos agradecértelo.

– Envíame una cesta de fruta en Navidad. Eso es más que suficiente. Y en cuanto a Lyle, yo misma me ocuparé de él.

– ¿Cómo?

– Todavía no lo he decidido, pero idearé algún plan -dijo, observando cómo la impresora expulsaba sus curriculum vitae-. Quizá ponga en práctica ese viejo refrán que dice que vivir bien es la mejor venganza.

– ¿Vas a quedarte en Los Lobos?

– No. En cuanto comience a trabajar para otro bufete, te avisaré.

– Bien. Mientras tanto, queremos que sigas llevando nuestros asuntos.

Verdadera legislación de grandes empresas, pensó Jill con nostalgia. Aquello era lo que realmente le gustaba.

– Tenéis que quedaros donde estáis, por el momento -dijo ella, suspirando-. No tengo los recursos para hacerme cargo de vuestras necesidades.

– ¿Estás segura?

– Sí, pero ha sido muy amable por tu parte el pedírmelo.

Rudy se rió.

– No hay mucha gente que me llame amable.

Ella se lo imaginaba. Rudy era un hombre de negocios muy duro, pero siempre se había portado bien con ella.

– ¿Estás segura de lo de Lyle? -le preguntó él-. Nunca me cayó bien.

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