LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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– ¿Por qué no los cercan? -inquirió James.

Anna pensó que los dos se habían vuelto locos, hablando de cerdos y bellotas en un momento como ése.

– En Minnesota construimos los cercos para que los animales queden afuera y no adentro. Los bosques son tan ricos en comida para el ganado, que dejamos que los animales anden por donde quieran. Lo que debemos cercar es nuestra huerta, para que los voraces cerdos no acaben con nuestra provisión de comida para el invierno. He visto a los cerdos arrancar un sembrado entero de nabos en poco tiempo y comérselo todo. ¡Oh, a los cerdos les encantan los nabos! Si una familia pierde la cosecha de nabos, eso implicaría hambre durante el invierno.

Karl relajó algo su postura. Anna y su hermano lo percibieron antes de que él dijera:

– Ya está todo en orden. Pueden quedarse tranquilos.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó James.

– Por las ardillas. ¿Las ven?

Anna miró pero no vio ninguna ardilla.

– ¿Dónde? -inquirió, entrecerrando los ojos.

– Allí. -Siguiendo el dedo oscuro de Karl, por fin pudo ver una cola peluda saltando ágilmente entre los robles-. Las ardillas se esconden en sus nidos cuando los pumas están cerca. Cuando las vean escabullirse libremente entre los robles, la amenaza ya pasó. Sin embargo, sigue sosteniendo el arma por un rato, pero ahora apóyala sobre tus piernas, muchacho. Te portaste muy bien.

A James no le cabía el orgullo en el pecho. La excitación provocada por el peligro le era totalmente ajena. Nunca había sentido nada parecido. Sostener el rifle como un hombre, que Karl confiara en él para hacerlo, sentir que si se aproximara el peligro él defendería a los tres: todo esto despertaba en el joven su sentido de madurez.

– De este modo, has aprendido tu primera lección sobre el bosque -observó Karl.

– Sí, señor -replicó James, sin aliento.

– Dime lo que has aprendido.

– Que hay que ser cauteloso entre los pinos porque los pumas se amparan allí para ocultar su olor; que los robles son un muy buen refugio para los pumas; que se debe observar a las ardillas y estar con el rifle alerta hasta que aparezcan de nuevo. -James reservó lo mejor para el final-. Y que conversar un rato en voz alta ayuda a mantener alejado al puma.

Anna estaba anonadada. James había aprendido la lección sin necesidad de palabras; sólo había observado la conducta de Karl. Nunca se había dado cuenta de que su hermano fuera tan perspicaz.

Como si hubiera estado leyendo su mente, Karl expresó su alabanza:

– Eres ingenioso, muchacho. ¿Tu hermana es tan lista como tú? -Le echó una rápida mirada a Anna.

La joven levantó la cabeza hacia él, con aire provocativo, y luego miró como buscando más ardillas mientras decía:

– Es lo suficientemente lista como para saber que tendrá la ingrata tarea de reunir a los cerdos cuando se alejen por el bosque, y que se verá obligada a comer un montón de nabos contra su voluntad.

Por primera vez, Karl se rió sin contenerse. Fue una risa sonora, de barítono, que agradó y sorprendió a Anna y provocó la risa de James. Había habido tanta tensión entre ellos, que fue un alivio oír esa risa expansiva.

– En ese caso -dijo Karl-, lo mejor sería ver si están maduros los frutos del lúpulo; así, cuando James y yo comamos nabos, su hermana podrá comer pan, ¿eh, James?

– ¡Sí, señor! -James asintió con vehemencia y luego los hizo reír una vez más al agregar-: ¿Para qué?

Karl explicó que el lúpulo se usaba para hacer la levadura. Todos los veranos recogía sus frutos en cantidad suficiente como para que le durara todo el año.

– Creo que son los más grandes del mundo. También creo que no están maduros, todavía es temprano, pero podremos comprobarlo cuando pasemos por allí; así sabré cuándo volver a recogerlos.

Karl detuvo la carreta en un lugar del camino que era similar a cualquier otro.

– ¿Cómo sabes dónde detenerte? -preguntó Anna. Karl volvió a señalar.

– Por la incisión en la madera -contestó-. Debo comenzar a buscar detrás de los robles.

Un corte blanco y extenso apareció en el tronco del árbol, mostrándole a Karl el lugar, que era imperceptible desde la ruta.

Los condujo entre los arbustos, sosteniendo el arma en el hueco del brazo. Los llevó a la sombra perfumada, apartando cada tanto las ramas, volviéndose para observar cómo Anna se abría camino entre la espesura de los saúcos, con sus flores rosadas que pronto se convertirían en bayas al llegar el otoño.

La joven se agachó, hizo a un lado las ramas con el codo y, de repente, se encontró con la mirada de esos ojos azules que la estaban esperando.

– Con cuidado -dijo Karl.

De inmediato, Anna desvió la mirada, preguntándose cuándo había sido la última vez que la habían prevenido con esa simple frase, frase que iba más allá de las meras palabras.

– ¿Qué es esto? -preguntó, sumergida en sus pensamientos.

– Ramas de saúco.

– ¿Y para qué sirven?

– No para mucho -respondió, caminando al lado de ella-. En el otoño florece, pero la fruta es demasiado amarga para comer. ¿Por qué comer frutas amargas cuando se las puede obtener dulces?

– ¿Cuáles?

– Muchas -contestó-. Frutillas, frambuesas, moras, grosellas, fresas, uvas, arándanos. Los arándanos son mis preferidos. Nunca conocí una tierra con tantos frutos silvestres. Los arándanos aquí son grandes como ciruelas. Ah, y también hay ciruelas silvestres.

Llegaron donde estaba el lúpulo, enredaderas entrelazadas que trepaban sobre el saúco y caían en cascadas como hojas de parra. Aunque no había frutos visibles todavía, Karl parecía satisfecho.

– Habrá mucho lúpulo otra vez este verano. Tal vez mi Anna no tenga que comer nabos, después de todo.

Durante tanto tiempo había pensado en ella como en “mi Anna”, que las palabras se le habían escapado sin advertirlo.

Anna lo miró con un destello de sorpresa en los ojos y sintió que se le encendían las mejillas.

Karl concentró su atención en el lúpulo otra vez. Recogió una hoja larga y bien formada, y dijo:

– Aquí tienes, estúdiala bien. Si alguna vez encuentras otra igual, marca el lugar. Ahorraría tiempo, si no tuviéramos que venir aquí, tan lejos, por el lúpulo. Quizás encuentres algunas más cerca de nuestra casa.

“Nuestra casa”, pensó ella. Lo miró furtivamente y descubrió una mancha de color que subía del cuello abierto de su camisa. Miró el hueco de su garganta; de pronto, la nuez de Adán se agitó convulsivamente. Karl jugaba con la hoja, mirándola, haciendo girar el tallo entre sus dedos, como si hubiera olvidado que la había recogido. Ella extendió la palma y Karl se sacudió, como si se despertara. Con culpa, le puso la hoja en la mano. Anna demoró la mirada en la de él un momento más, y enseguida bajó los ojos y alisó la hoja.

Él estaba seducido por esa nariz pecosa. Parado allí, estudiando a su Anna mientras las sombras moteaban su frente, se imaginó su casa de adobe y el manojo de trébol en la cama, como bienvenida. Se puso tenso. “¿Por qué se me ocurrió semejante idea?”, pensó con angustia. En aquel momento le había parecido un gesto amable, pero ahora lo veía como algo tonto y equívoco.

– Creo que deberíamos irnos -dijo con suavidad, echando una breve mirada a James, que estaba explorando unos hongos grandes y amarillentos. Karl deseó, de pronto, que el muchacho no estuviera allí, para poder tocar la mejilla de Anna.

En ese momento, ella levantó los ojos. El corazón le latía con furia, y se puso a estudiar la hoja una vez más.

Karl se aclaró la garganta y le dijo a James:

– Toma tú también una hoja, muchacho. Será tu segunda lección.

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