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LaVyrle Spencer: Hacerse Querer

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LaVyrle Spencer Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente. Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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– ¿Anna? -susurró, y vio que sus párpados se movían como si estuviera soñando-. ¿Anna?

Ella abrió los ojos de golpe. En el instante en que se despertó, volvieron a adoptar la expresión de cautela que ya le era familiar a Karl. Lo miró fijo un momento tratando de recobrar sus sentidos. Karl descubrió en su expresión el instante mismo en que el recuerdo afloró y se dio cuenta de quién era ella y de quién era él.

Porque parecía tan joven, tan indefensa y tan cautelosa, le preguntó:

– ¿Sabías que tienes lagañas en los ojos?

Continuó mirándolo, sorprendida, muda. Pestañeó y sintió las lagañas raspando sus párpados; sabía que estaban allí porque había estando llorando esa noche antes de dormirse.

– Es hora de levantarse y lavarse los ojos. Después quiero hablar contigo -dijo Karl.

El muchacho se despertó al oír la voz de Karl, quien se incorporó y dijo:

– Hora de levantarse, muchacho. Deja que tu hermana se despabile.

Karl salió de la habitación.

– ¿Anna? -dijo James, con voz ronca y algo desorientado, también.

Ella se dio vuelta para mirarlo.

– Suenas como una rana esta mañana -bromeó. Pero él no sonreía.

– ¿Dijo lo que había decidido?

– No. Dijo que quiere hablarme. Eso es todo. Va a volver apenas nos dé tiempo para levantarnos.

– Apúrate, entonces, así estamos listos.

Pero aunque James salió corriendo de la habitación, Anna se demoró un momento, pues no se decidía a dejar la tibia protección de las pieles de búfalo, y se preguntaba qué planearía hacer Karl con ella y James.

Pensó en las curiosas palabras que él había usado para despertarla. Eran palabras tiernas, las que se usan con una criatura. Tal vez era un hombre de naturaleza amable, cuyo temperamento se había puesto a prueba ayer al escuchar las revelaciones que ellos le habían hecho. Quizá, si le dieran la oportunidad y el tiempo, Lindstrom sería menos temperamental y exigente; quizá volviera a ser amable como lo había sido hacía un momento. Pero cuando Anna pensó en despertarse en la misma cama que él, donde notaría algo más que las lagañas, se puso a temblar.

Se levantó, trató de alisar las arrugas de su vestido, se lavó la cara y se recogió el pelo. Un golpe a la puerta le indicó que Karl ya estaba de vuelta; Anna se arrodilló para acomodar las pieles de búfalo.

Por lo visto, él se había lavado la cara y se había peinado. Llevaba puesta su pequeña y extraña gorra. Se aproximó a ella, contemplando sus enormes ojos marrones, que tenían esa expresión de asombro cada vez que él estaba cerca.

– ¿Cómo dormiste, Anna?

– Bien… -Pero su voz se quebró, como la de James, y se aclaró la garganta antes de probar otra vez-. Bien. -Sus manos reposaban en las pieles como si se hubiera olvidado de lo que estaba haciendo.

Karl había hecho esa simple pregunta para hacerla sentir más cómoda, pero se dio cuenta de que estaba tensa y temerosa. Le destrozaba el corazón pensar que podría estar así a causa de él. Apoyó una rodilla sobre las pieles que ella estaba doblando.

– Anna, yo no dormí tan bien. Pasé mucho tiempo pensando. ¿Sabes qué descubrí mientras pensaba?

Anna meneó la cabeza, sin decir nada.

– Descubrí que sólo pensaba en mí y en lo que esperaba de una esposa. Con egoísmo, no pensé en lo que tú esperabas de mí. Todo el tiempo pienso en lo que Karl piensa de Anna; nunca en lo que Anna piensa de Karl. Pero eso no está bien, Anna. La de hoy debe ser una decisión que tomemos entre los dos, no yo solo.

Ella estudiaba el brazo dorado que sostenía la rodilla levantada, sabiendo que él estaba estudiando su cara mientras hablaba.

– Volvamos atrás, Anna, ¿sí? Después de convenir en casarnos, decidimos encontrarnos. Y cuando te conozco, todo lo que hago es enojarme contigo porque me mentiste, sin tener en cuenta la razón por la que mentiste. El padre Pierrot me hizo ver que debo comprender tu posición y darme cuenta de que debías salir de Boston, donde las cosas se estaban poniendo muy mal para ti y el muchacho.

Estudió las pecas en sus mejillas y vio asomar el tenue rubor rosado; sintió el latido de su corazón en partes insospechadas de su cuerpo. Deseó que ella levantara los ojos, pues era muy difícil leer sus sentimientos cuando ella evitaba mirarlo.

El corazón de Anna saltaba y rebotaba en su pecho ante este inesperado gesto de ternura y abnegación. Nunca había recibido consideraciones de esa índole. Deseaba encontrarse con la profundidad de sus ojos azules, pero si lo hubiera hecho, se habría puesto a llorar. Sólo podía mirar esa mano fuerte y tostada apoyada en la rodilla mientras seguía hablando.

– Anna, no es demasiado tarde para que te vuelvas atrás. No es demasiado tarde para que cualquiera de los dos cambie de idea. Pensé que, ahora que me conoces, quizá… quizá no desees casarte conmigo. Sabiendo lo joven que eres y cómo tuviste que pensar en alguna salida rápida para seguir viviendo, tú y el muchacho, comprendo que… tal vez pienses que cometiste un error, ahora que conoces a Karl Lindstrom. Creo que debo darte dos opciones, Anna. Primero, prometerte que si quieres regresar, el padre Pierrot y yo encontraremos la forma para que llegues bien a Boston. Sólo si estás muy segura de que no es eso lo que quieres, entonces debo darte la segunda opción: casarte conmigo.

Anna sintió las lágrimas quemar sus pestañas y a punto de estallar.

– Ya le dije… No tengo a nadie a quien recurrir; ningún lugar adonde ir.

Seguía sin mirarlo.

– El padre y yo pensaremos en algo, si es lo que quieres. Algún lugar aquí en Minnesota, donde puedas vivir.

– Su lugar me parece bueno -se animó a decir, algo asustada.

Sí, Anna le temía; lo supo por el temblor en su voz.

– ¿Estás segura?

Asintió, mirando las pieles.

– En ese caso, una chica tiene derecho a decir que ha recibido una verdadera proposición de matrimonio y que ha tomado parte en la decisión, después de haber conocido al novio y no antes.

Ahora sí lo miró. Dirigió los ojos a su cara, tan cerca de la suya. La intensa mirada de Karl no se había apartado de la suya; sólo había estado esperando que ella lo mirara. Esos ojos eran puro azul y miraban con sinceridad. Se preguntó cuántas muchachas lo habrían mirado y habrían sentido lo que ella sentía en ese momento. Hubiera deseado seguir con los dedos la curva de esas cejas tan bien formadas, por encima de las oscuras pestañas. Sin embargo, frenó la tonta compulsión de hacer un gesto tan inesperado, aprisionando en su puño una parte de la piel de búfalo.

– Onnuh… -empezó a decir, y durante ese largo titubeo, antes de que siguiera, Anna habría querido decirle: “Sí, sí. Soy Onnuh ahora, dímelo de nuevo así”. Y como si él hubiera estado escuchando su pensamiento, dijo-: Onnuh, si no soy lo que esperabas, lo comprenderé. Pero si crees que podríamos olvidar este pobre comienzo, te prometo que seré bueno para ti, Onnuh. Me quedaré contigo y con el muchacho.

Una mano enorme hizo deslizar la gorra por el pelo rubio en un gesto de cortesía que la conmovió hasta las fibras más íntimas del corazón. Extendió la otra mano y la tomó del codo. El calor de su piel, la mirada de necesidad que leyó en sus ojos, el suave contacto de su mano, todo eso hizo que Anna se sintiera aturdida, mareada.

– Onnuh Reardon, ¿te casarás conmigo?

Sintió como si se hubiera despertado en medio de un sueño fantástico para encontrar a este gigante rubio y hermoso arrodillado ante ella, acariciándole el brazo con su pulgar y mirándola con una intensa expresión de esperanza y promesa en su cara bronceada. Los labios de Anna se abrieron y dejaron escapar un suspiro que reveló la mezcla de sentimientos que la invadía: alivio, temor y también una nueva sensación tan excitante, que le oprimió el pecho y humedeció las palmas de sus manos.

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