Danielle Steel - Accidente

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Accidente: краткое содержание, описание и аннотация

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Corría una de esas tardes de sábado de abril tan perfectas, tan deliciosamente tibias, en las que una brisa de seda acaricia las mejillas y uno querría vivir para siempre al aire libre. El día había sido largo y soleado. Mientras al filo de las cinco cruzaba el puente Golden Gate en dirección del condado de Marín, Page contempló las aguas de la otra orilla y quedó maravillada. Miró de soslayo a su hijo, que iba sentado a su lado y cuyas facciones parecían una réplica de ella misma. Su rubio cabello se levantaba muy tieso allí donde lo había aplastado la gorra de béisbol, y tenía la cara cubierta de mugre.

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Había empezado a proyectar un nuevo mural para la escuela y se había comprometido a estudiar el salón de una amiga; pero ninguna de las dos cosas era apremiante.

Andy tomó una bola doble de Rocky Road en un cucurucho con azúcares, espolvoreada de virutas de chocolate, y ella una bola sencilla de yogur helado al aroma de café, una de esas engañosas especialidades dietéticas que te inducen a creer que no cometes un gran pecado.

Permanecieron un rato sentados en la terraza.

El helado de Andy, al derretirse, embadurnó su cara y manchó su uniforme.

Page no se enfadó, pues de todos modos había que lavarlo.

Contemplaron a los viandantes mientras gozaban de la calidez de los últimos rayos del crepúsculo.

Habían tenido un día espléndido, y Page sugirió que el domingo podían comer en el campo.

– Sería fantástico.

Andy puso cara de satisfacción cuando la punta de su nariz se hundió definitivamente en el Rocky Road, con un goteo que se extendió hasta la barbilla.

Page, al contemplarle, se sintió embargada de amor materno.

– Eres un tesoro, clo sabías? Ya sé que no debería decir estas tonterías, pero creo que eres un fuera de serie, Andrew Clarke…

y además un buen jugador de béisbol.

¿Cómo he podido tener tanta suerte? El niño volvió a sonreír, con una sonrisa aún más ancha, y el helado se desparramó por todas partes, incluida la nariz de Page al estamparle un beso.

– Eres un chico encantador.

– Tú tampoco estás mal.

– Andrew desapareció de nuevo en su cucurucho, y al cabo de un momento alzó la vista hacia su madre -.

Mamá? ¿Sí? Page había consumido casi todo el yogur, pero el Rocky Road parecía dispuesto a rezumar y ensuciarlo todo hasta el día del juicio.

En manos de un niño pequeño, los helados siempre se crecen.

– ¿Tendré alguna vez otro hermanito? Page se sorprendió.

No era ésta la clase de pregunta que solían hacer los chicos.

Allyson sí se lo había planteado en varias ocasiones.

Pero, con treinta y nueve años, ella no lo veía probable.

No porque se sintiera demasiado mayor, en vista de las edades a que actualmente se conciben los hijos, sino por que sabía que nunca convencería a Brad de tener el tercero.

él siempre insistía en que la época de procrear ya había pasado.

– No lo creo, cariño.

¿Por qué? ¿Estaba preocupado o era tan sólo curiosidad? Page no pudo por menos que preguntárselo.

– La madre de Tommy Silberberg tuvo gemelos la semana pasada.

Los vi el otro día cuando fui a su casa.

Son muy bonitos, y también idénticos -explicó el niño, aún impresionado-.

Pesan tres kilos y medio cada uno, mucho más que yo a su edad.

– Desde luego que sí.

– Andy, con su precoz venida al mundo, apenas había pesado la mitad-.

Esos pequeños deben de ser monísimos, pero dudo de que nosotros tengamos gemelos, ni siquiera un niño más.

Al decir estas palabras, Page se sintió invadida de una peculiar tristeza.

Siempre había convenido con Brad, por lealtad hacia él, en que dos hijos eran el número ideal, pero había momentos en los que renacía su anhelo de tener otro bebé.

– Podrías hablar de ello con papá -bromeó.

– ¿De los gemelos? -inquirió Andy, intrigado.

– De la posibilidad de tener un hermanito.

– Sería divertido, fabuloso…

Aunque creo que también causan problemas.

En casa de Tommy todo estaba patas arriba.

Había un terrible desorden de camas, capazos y balancines.

iQué horror! Su abuela, que ha ido a ayudarles, guisó la cena y se le quemó.

El padre gritó como un energúmeno.

– Pues no parece muy divertido.

– Page sonrió, imaginando el caos que debió de generar la llegada de gemelos en un hogar donde la organización no era ya su mayor virtud, y había además dos hijos mayores-.

De todas maneras, es normal que al principio sea un poco difícil, hasta que te acostumbras.

– ¿Tuvisteis tanto lío cuando yo nací? Andy terminó por fin su helado.

Se enjugó la boca con la bocamanga y las manos en los pantalones del uniforme de béisbol, ante la mirada sonriente de Page.

– No, pero ahora mismo tú tampoco eres un modelo de orden.

Es hora de volver a casa y quitarte toda esa suciedad.

Montaron de nuevo en la camioneta y se dirigieron al dulce hogar, charlando de temas diversos, pero las preguntas de Andy acerca del hermanito continuaban vivas en la mente de Page.

Por unos instantes sintió la familiar punzada de la melancolía.

Quizás eran sólo los efectos de aquel día tan benigno y lleno de sol, o de estar en plena primavera, pero de pronto deseó tener otro hijo, intensificar sus salidas románticas con Brad y pasar más tiempo a su lado, recuperar aquellas tardes de asueto en las que, tumbados ambos en el lecho, no había compromisos que cumplir ni nada que hacer excepto amarse.

Aunque su vida actual le satisfacía, había momentos en los que le habría gustado atrasar las manecillas del reloj.

Su existencia estaba regida por transportes escolares, ayudas en los deberes y asociaciones de padres.

Brad y ella sólo coincidían de pasada, o al final de una jornada agotadora.

No obstante, el amor y el deseo subsistían, pero sin tiempo para gozarlos.

Era justamente tiempo lo que siempre les había faltado.

Unos minutos más tarde aparcaron en el sendero del jardín.

Page distinguió el coche de Brad mientras esperaba que Andy recogiese su equipo.

Miró a su hijo con orgullo.

– Lo he pasado estupendamente -dijo, bañada por la calidez del sol poniente y con el corazón rebosante de todo lo que su hijo le inspiraba.

Había vivido uno de esos días especiales en los que uno descubre cuán afortunado es y da las gracias por cada segundo, cada privilegiado segundo.

– Yo también.

Gracias por venir, mamá.

Andy sabía que hoy su madre podría haberse ahorrado el viaje, pero le hizo mucha ilusión que aun así fuese a verlo jugar: Era una madre dedicada, y el niño lo sabía.

Claro que él también era un buen chico y se lo merecía.

– No hay de qué, señor Clarke.

Corre, ve a contarle a tu padre esa famosa jugada del outfield.

iHoy has hecho historia! Andy soltó una risotada y entró raudamente en la casa, mientras Page apartaba del camino la bicicleta que Allyson había dejado allí tirada.

Su monopatín estaba apoyado contra la pared del garaje y la raqueta de tenis×yacía en una silla junto a la puerta lateral de la casa, con un juego de pelotas que había nntomado prestado" de su padre.

Era evidente que había tenido un día muy movido.

Cuando Page entró en la casa, Allyson estaba hablando por el teléfono de la cocina, vestida aún de tenista, con su larga melena rubia recogida en una trenza y de espaldas a ella.

La chica colgó y se volvió hacia su madre.

Era muy guapa, y algunas veces Page todavía se estremecía al mirarla.

Su físico llamaba realmente la atención, y era bastante madura.

Poseía el cuerpo de una mujer y la vitalidad de una quinceañera en perpetuo movimiento, en acción, inmersa en mil proyectos.

Siempre tenía algo que decir, que explicar, que preguntar o que hacer, siempre había un lugar donde debía acudir sin pérdida de tiempo, o al que llegaba dos horas tarde…

iSu presencia era irnprescindible! Tal era en aquel instante la expresión de su rostro, y Page se apresuró a cambiar de frecuencia tras el remanso de paz que suponía para ella estar con Andy.

Allyson era más intensa, más parecida a Brad con su constante inquietud, su ritmo infatigable, maquinando de antemano el siguiente paso, adónde quería ir o qué era lo más importante.

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