Danielle Steel - Destinos Errantes

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A los ojos de los demás, Audrey Driscoll es una solterona que parece estar destinada a pasar sus días cuidando de su abuelo y de su mimada hermana. Sin embargo, su espíritu aventurero y comprometido con una realidad desalentadora -son los años de la depresión en Estados Unidos- necesita huir de una sociedad que la oprime.
Escindida entre los dictados de su conciencia y los de su corazón Audrey decide ser dueña de su destino y realizar su sueño: emprenderá un viaje por Europa, donde conocerá a un alma gemela, Charles Parker-Scott. Juntos, iniciarán un periplo que les conducirá a la fascinante China, al norte de África y a la Alemania de preguerra.

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– Puede que madurara si tú fueras más amable con ella -dijo Audrey, sacudiendo la cabeza.

Harcourt se encogió de hombros y se apoyó en la cómoda, sin dejar de mirar a su cuñada. Se preguntó si le iba a contar a su mujer lo ocurrido, aunque, en realidad, le daba igual. Alguien se lo diría al fin porque había habido otras mujeres. Llevaba algún tiempo tonteando. Desde hacía muchos meses, estaba harto de Annie. No hablaba de otra cosa más que del niño. Incluso se había trasladado a otro dormitorio para estar más cerca de él. Quizás ahora las cosas cambiaran, pero él ya se había acostumbrado a la variedad. Sus pequeñas aventuras con las amigas de su mujer o las esposas de sus amigos daban un poco más de emoción a su vida. Miró a Audrey y decidió herirla en lo más vivo.

– ¿Sabes por qué Annie es tan infantil, Aud? Porque tú la criaste así. Siempre se lo diste todo hecho. Y lo sigues haciendo. Ni siquiera sabe sonarse la nariz sola. Siempre espera que alguien le haga las cosas. Quiere que la cuiden constantemente porque tú la mimaste durante toda la vida, y ahora espera que yo haga lo mismo y nadie puede estar a la altura de lo que tú hiciste. Ni siquiera eres humana. Eres una especie de máquina que gobierna casas, compra cortinajes y contrata sirvientes.

Eran unas palabras duras, pero, en cierto modo, verdaderas. Había mimado a Annabelle desde que sus padres murieron, y tal vez hizo demasiado por ella. Más de una vez había pensado en ello. Pero, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer? ¿Dejar que se abriera camino ella sola? No hubiera tenido valor para hacerlo, pobrecilla. A Audrey se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar los sollozos de Annabelle cuando sus padres murieron. Fue espantoso para las dos.

– Era muy pequeña cuando nuestra madre murió.

Audrey enderezó los hombros y trató de reprimir las lágrimas como si tuviera obligación de justificarse ante su cuñado. Pero, ¿y si él tuviera razón? ¿Y si hubiera estropeado a Annie para toda la vida? Harcourt la había llamado máquina. Una máquina de comprar cortinajes y contratar sirvientes. ¿Sería cierto? ¿No había en ella el menor rasgo humano? ¿Era así como la veía la gente? En su angustia, olvidó de golpe que él la había visto de muy distinta manera hacía unos momentos. Humana y deseable. La palabra máquina la había herido en lo más profundo de su ser.

– Hace más de catorce años que vuestra madre murió y tú se lo sigues haciendo todo. Fíjate… -Harcourt abarcó con un gesto de la mano los montones de mantas, botitas y jerseys-, lo sigues haciendo, Aud. Ella no hace nada ni para mí ni para sí misma y ni siquiera para el niño. Lo haces todo tú. Es como si me hubiera casado contigo -volvió a mirarla con lascivia y Audrey echó a andar rápidamente por el pasillo para que no volviera a acercársele. No quería forcejear con él y no quiso escucharle mientras bajaba corriendo la escalera que conducía al recibidor. Harcourt la miró desde arriba mientras ella abría la puerta-. Algún día te arrepentirás, Audrey. Algún día te cansarás de mimarla y de cuidar al abuelo y de llevar las casas de todo el mundo menos la tuya propia. Cuando ocurra, avísame. Te estaré esperando.

Audrey le contestó dando un portazo y corrió sin resuello hasta el automóvil; un sollozo estalló de golpe en su garganta cuando puso el vehículo en marcha para dirigirse al Camino Real.

¿Y si Harcourt tuviera razón? ¿Y si toda su vida se redujera sólo a eso? Cuidar al abuelo y a Annabelle. Tenía veintiséis años, y carecía de vida propia, aunque la verdad es que esto no le importaba. ¡Se hallaba siempre tan ocupada! Volvió a experimentar una punzada de angustia al recordar las palabras de su cuñado. Siempre estaba ocupada, comprando cortinajes y contratando sirvientes… y doblando las mantitas infantiles de los demás. Carecía de vida propia. Y, últimamente, ni siquiera disponía de tiempo de cultivar su afición a la fotografía. Llevaba meses sin tocar la cámara, y sus sueños de aventuras y viajes seguían esperando. ¿Por qué? ¿A qué esperaba? ¿A que muriera el abuelo? ¿Y si viviera quince o veinte años más? Podía vivir hasta los cien años. Su tatarabuelo vivió hasta los ciento dos y sus bisabuelos hasta los noventa y tantos. Enton-ees, ¿qué? ¿Cuántos años tendría ella? Habría desperdiciado media vida y el pequeño Winston ya sería mayor. Por primera vez en toda su existencia, le pareció que la vida había pasado de largo y se sintió atenazada por un terror que estuvo a punto de estallar cuando, al llegar a casa, se encontró al abuelo, agitando el bastón mientras reprendía a dos criados y al mayordomo. Aquella tarde, el chófer había destrozado el automóvil al chocar con un tranvía que doblaba la esquina y el abuelo le despidió en el acto, ordenándole que bajara y poniéndose él mismo al volante. Lo había dejado aparcado fuera de cualquier manera y ahora miró a Audrey con el rostro arrebolado, agitando el bastón en su dirección.

– ¿Ya ti qué te pasa? ¡Ni siquiera me sabes contratar a un chófer como es debido!

Lo tenía a su servicio desde hacía siete años y siempre se había mostrado satisfecho de él hasta aquella tarde. Audrey los miró a todos con los ojos inundados de lágrimas y luego subió los peldaños de la escalera de dos en dos, recordando las palabras de Harcourt. Sólo servía para eso, sólo la querían para contratar y despedir criados y para llevar la casa. Sus sueños no eran más que una vaga quimera. Se tendió en la cama sollozando y se quedó asombrada cuando el abuelo llamó con los nudillos a la puerta al cabo de un rato. Jamás había visto a Audrey en aquel estado y tenía miedo. Algo debía de haberle ocurrido a su nieta, pero ésta no se lo podía contar. No tenía la menor intención de traicionar a Harcourt. Y, por otra parte, lo que más la preocupaba en aquel instante eran las cosas que acababa de aprender. Sabía que tenía que hacer algo. Y antes de que fuera demasiado tarde.

– ¿Audrey? Audrey, mi niña querida… -El abuelo entró cautelosamente en la estancia y ella se incorporó en la cama con los ojos llorosos y enrojecidos y el vestido azul marino torcido. Llevaba puestos todavía los bonitos zapatos azul marino y blanco-. ¿Qué te ocurre, cariño?

Audrey sacudió la cabeza en silencio sin dejar de llorar. ¿Cómo se lo iba a decir? ¿Cómo se iba a marchar? Sin embargo, sabía que tenía que hacerlo en seguida. Ya no podía esperar más. Ya era hora de que se alejara de las criadas y del mayordomo y de los huevos pasados por agua y de los rituales del desayuno y de Annabelle e incluso de su encantador sobrino. Tenía que alejarse de todos ellos, antes de que fuera demasiado tarde.

– Abuelo… -le miró a los ojos y trató de sacar fuerzas de flaqueza.

El anciano se sentó cuidadosamente en el borde de la cama, intuyendo que le iban a confiar alguna noticia inesperada. A lo mejor, Audrey se iba a casar, pensó, aunque no acertaba a imaginar con quién. Siempre estaba en casa con él, excepto en las contadas ocasiones en que salía a cenar con alguna de sus amigas de la escuela de la señorita Hamlin o se iba a cenar a casa de Harcourt y Annabelle, en Burlingame.

– Abuelo… -repitió Audrey, casi atragantándose. Se lanzó sin más, sabiendo que le iba a causar un profundo dolor. Pero el abuelo había sobrevivido a otras cosas; a la muerte de su hijo y, antes, a la de su mujer-. Me marcho, abuelo.

Al principio, el anciano no pareció entenderla. Después, la comprendió y habló con el mismo tono mesurado que utilizó con Roland hacía mucho tiempo y en aquella misma habitación.

– ¿Adonde?

– No lo sé todavía… Tengo que pensarlo. Pero sé que tengo que irme… A Europa… Sólo por unos meses…

Lo dijo en un susurro y, por un instante, el anciano cerró los ojos y pensó que las palabras de la muchacha lo iban a matar. No podía permitirlo, no podía. Había vivido demasiado y, al fin, todos hacían lo mismo. Le destrozaban a uno hasta que no podía resistirlo más. No era rentable querer a la gente tanto como él quería a su nieta, pero no podía evitar hacerlo. Emitiendo un gemido de dolor, extendió una mano y, cuando Audrey se arrojó en sus brazos, la estrechó con fuerza, pensando que ojalá pudiera retenerla a su lado para siempre. Sin embargo, Audrey deseaba con toda el alma alejarse de él.

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