Danielle Steel - Destinos Errantes

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A los ojos de los demás, Audrey Driscoll es una solterona que parece estar destinada a pasar sus días cuidando de su abuelo y de su mimada hermana. Sin embargo, su espíritu aventurero y comprometido con una realidad desalentadora -son los años de la depresión en Estados Unidos- necesita huir de una sociedad que la oprime.
Escindida entre los dictados de su conciencia y los de su corazón Audrey decide ser dueña de su destino y realizar su sueño: emprenderá un viaje por Europa, donde conocerá a un alma gemela, Charles Parker-Scott. Juntos, iniciarán un periplo que les conducirá a la fascinante China, al norte de África y a la Alemania de preguerra.

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– Harcourt dice que el interés por la política resulta vulgar en una mujer.

Annabelle sacudió sus rizos dorados y miró con expresión desafiante a su hermana, mientras Edward Driscoll la contemplaba fascinado. Era una criatura sorprendentemente bonita, muy parecida a su madre. En cambio, Audrey era como su padre. Si éste no hubiera…, pero de nada servía pensar en eso ahora… Aquellos malditos lugares dejados de la mano de Dios. Había estado en todas partes, desde Samoa a Manchuria, ¿y de qué le había servido al final?

– Además -añadió Annabelle-, no me parece correcto que habléis de política a la hora del desayuno. Es malo para la digestión.

Edward Driscoll se quedó mudo de asombro y Audrey tuvo que apartar el rostro para disimular una sonrisa. Luego, volvió de nuevo la cabeza y miró a su abuelo a los ojos. Éste la acarició con la mirada en un silencioso gesto de cariño.

– Os veré a las dos a la hora de cenar. Y también a Harcourt -dijo Edward Driscoll, dando media vuelta para dirigirse a la biblioteca mientras Audrey contemplaba su espalda.

Estaba un poquito más encorvado que hacía un año, pero apenas se notaba. Era un hombre fuerte y orgulloso y Audrey estaba en deuda con él. Tendría que pagarle con el resto de su vida o tal vez con su propia persona durante los años que él viviera. La necesitaba para llevar la casa. Audrey miró a su hermana menor, pensando que a ésta le quedaban aún muchas cosas por aprender. Sin embargo, Annabelle se negó en redondo a que su hermana la enseñara a gobernar una casa, alegando que Harcourt sólo quería que se dedicara a ponerse guapa y pasarlo bien; él ya se encargaría de todo lo demás. En opinión de Harcourt, era «vulgar» que una mujer asumiera demasiadas responsabilidades, decía Annie, sin percatarse de los dardos que arrojaba contra su hermana. Audrey se limitaba a mirarla con expresión divertida, pensando que los puntos de vista de Harcourt sobre la «vulgaridad» le importaban un pimiento.

– No olvides que hoy tienes que ir a probarte el traje de novia -le recordó Audrey a Annabelle, abandonando el salón en compañía de su hermana en el preciso momento en que la puerta de la biblioteca se cerraba de golpe.

Audrey sabía que su abuelo se había encerrado allí para fumarse un cigarro y descansar un rato antes de que el chófer le llevara al Pacific Union Club. Permanecería sentado con la mirada perdida en la distancia, soñando en los viejos tiempos, leyendo cartas de amigos y preparando mentalmente las respuestas que escribiría aquella misma tarde. Poco más le quedaba por hacer, a diferencia de Audrey que tenía que ayudar a su hermana y organizar una boda de quinientos invitados.

– Hoy no me apetece ir al centro, Aud. Ayer tarde hizo mucho calor y aún me duele la cabeza.

– Lástima. Tómate una aspirina antes de salir de casa. Faltan sólo tres semanas para la boda. ¿Viste los regalos que se recibieron ayer?

Audrey tomó firmemente del brazo a su hermana y la acompañó al salón frontal. La alargada mesa se llenaba de hora en hora de regalos de amigos suyos y de Harcourt.

– Oh, Dios mío -exclamó Annabelle en tono quejumbroso-. ¡Cuántas notas de agradecimiento tendré que escribir!

– ¡Y tú fíjate en los regalos tan preciosos que te han enviado! Alégrate y deja de quejarte.

Audrey más parecía la madre de Annabelle que su hermana mayor. Llevaba catorce años prestándole toda su atención. Incluso se matriculó en un centro superior de la cercana localidad de Mills para no alejarse demasiado de ella. Por su parte, Annabelle no quiso seguir estudiando tras finalizar sus clases con la señorita Hamlin. Nadie esperaba que lo hiciera puesto que todo el mundo estaba de acuerdo que la inteligente era Audrey mientras que ella era la guapa.

– ¿De veras tengo que ir hoy? -preguntó Annabelle, mirando con expresión suplicante a su hermana.

Audrey la obligó a subir al piso de arriba para vestirse y, después, le hizo escribir media docena de notas de agradecí- miento mientras ella se vestía. Ya estaban listas cuando el chófer acudió a recogerlas a las die2 y media en el Packard azul oscuro que el abuelo reservaba para su uso. Era un hermoso día estival de la primera semana de julio con un cielo tan azul como el de las Hawai.

– ¿Te acuerdas todavía, Annie? -preguntó Audrey mientras el automóvil las llevaba al centro de la ciudad.

La preciosa rubia del vestido blanco de lino y la enorme pamela se limitó a sacudir la cabeza. Los recuerdos de su infancia se habían desvanecido, a diferencia de las fotografías de los álbumes de su padre. Eran el único elemento que conectaba a Audrey con el pasado, pero a Annabelle no le interesaban. Se le antojaban extraños y le daban incluso un poco de miedo. A Audrey, en cambio, le encantaban. Casi podía aspirar el perfume de aquellos lejanos lugares, contemplando las fotografías de las montañas de China y los ríos del Japón, y de las gentes enfundadas en quimonos, que empujaban unos carritos muy raros, pescaban en la orilla del río y la miraban a una como si estuvieran a punto de romper a hablar en su propio idioma. A veces, de niña, Audrey se quedaba dormida con los álbumes sobre las rodillas, soñando que estaba en uno de aquellos exóticos lugares; y ahora, cuando hacía alguna fotografía, aunque la escena no tuviera ningún interés especial, siempre captaba algo insólito y exótico.

– ¿Aud? -dijo Annabelle, mirando a su hermana mientras el automóvil se acercaba al establecimiento de J. Magrien. Audrey se sobresaltó y la miró sonriendo. Había dejado volar la imaginación, lo cual era insólito en ella. Se hallaba siempre tan ocupada y ahora tenía tantas cosas que hacer con motivo de la boda de Annie-. ¿En qué pensabas?

– No lo sé -contestó Audrey, apartando la mirada.

Pensaba en una fotografía de su padre en China, tomada hacía veinte años. Le tenía un especial cariño y en ella se veía a su padre, riéndose montado en un asnillo.

– Se te veía tan feliz -dijo Annabelle, mirándola con inocencia.

Audrey sonrió y apartó los ojos de la ventanilla para mirar a su hermana.

– Debía de pensar en ti…, en la boda…

Ambas hermanas descendieron del automóvil y algunos peatones se las quedaron mirando. No era frecuente ver un Packard en los tiempos que corrían. Casi todo el mundo los había tenido que vender. Annabelle entró en el establecimiento con expresión extasiada y Audrey la siguió con la mirada perdida, como si acabaran de arrancarla de un remoto lugar, de la fotografía en la que pensaba durante el trayecto en automóvil, y la hubieran dejado de golpe en aquel sitio tan mundano y complaciente. La sensación le pareció extraña y, en aquel momento, una sinfonía de perfumes franceses invadió su olfato, y los guantes, sombreros y blusas de seda parecieron danzar ante sus ojos, todos muy bonitos y todos carísimos. Audrey pensó de repente en lo absurdo e insensato que era todo… y en lo injusto. Había en la vida cosas mucho más importantes: personas que no se podían permitir el lujo de comer o de comprar ropas de abrigo para sus hijos en invierno; barrios de chabolas llenas de gentes sin hogar, y ella estaba allí con su hermana menor, comprando elegantes prendas y un traje de novia que costaba más que toda una carrera universitaria.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Annabelle, mirándola un instante en el probador donde se estaba poniendo el traje. Por un momento, le pareció que el rostro de Audrey adquiría un tinte verdoso, y así fue, en efecto. El contraste entre lo que veía y lo que pensaba casi le produjo un mareo.

– Estoy bien. Es que aquí hace mucho calor, eso es todo.

Dos dependientas corrieron por un vaso de agua y, mientras una abría el grifo y otra sostenía el vaso, comentaron en susurros lo que todo el mundo pensaba.

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