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Danielle Steel: Dulce y amargo

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Danielle Steel Dulce y amargo

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A la protagonista de esta cautivadora novela la vida parece irle muy bien: lleva diecisiete años casada, es madre de dos hijos encantadores y vive holgadamente. Sin embargo, para eso ha tenido que sacrificar su individualidad y su profesión de fotógrafa. Su marido no entiende su insatisfacción, y tampoco le interesa demasiado. Ella tendrá que afrontar su futuro tomando una valiente decisión, pero no estará sola en la encrucijada…

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– Sólo faltan tres semanas para que termine este curso – comentó Gail con alivio, y bebió un sorbo del humeante cappuccino -. Detesto los partidos de fútbol. Me encantaría tener niñas, al menos una. Cualquier día la vida definida por las camisetas y las botas de fútbol me volverá loca – acotó y sonrió pesarosa.

India sonrió a Gail, colocó el carrete y cerró la cámara. Estaba acostumbrada a las quejas de su amiga. Hacía nueve años que Gail se lamentaba de haber renunciado a su profesión de abogada.

– Te aseguro que también te hartarías del ballet. Es lo mismo, con otro uniforme y más presión – aseguró India a sabiendas de lo que decía.

Esa primavera, después de ocho años Jessica había dejado el ballet e India no sabía si alegrarse o preocuparse. Echaría de menos los festivales pero no añoraría los tres viajes semanales en coche. Jessica había cambiado el ballet por el tenis y ponía el mismo empeño; afortunadamente podía ir en bici y su madre no estaba obligada a coger el coche.

– Al menos las zapatillas de ballet son bonitas – repuso Gail mientras se levantaba.

Ambas mujeres caminaron lentamente alrededor del campo. India quería hacer más fotos desde otro ángulo para regalarlas al equipo y Gail la acompañó. Eran amigas desde que los Taylor se mudaron a Westport. El hijo mayor de Gail era como Jessica y tenía gemelos de la edad de Sam. Entre un embarazo y otro Gail había esperado cinco años pues su deseo era volver a trabajar. Se había dedicado a pleitos, pero después de alumbrar a los gemelos dejó de trabajar y tenía la sensación de que llevaba demasiado tiempo desconectada para plantearse regresar al bufete. En lo que a Gail se refería, su carrera había terminado; tenía cinco años más que India y aseguraba que, a los cuarenta y ocho, ya no le apetecía desgañitarse en los tribunales. Aseguraba que lo que de verdad añoraba eran las conversaciones inteligentes. Pese a las quejas, a veces Gail reconocía que era más fácil llevar esa vida y dejar que su marido librara diariamente la guerra en Wall Street. Su existencia también se definía por partidos de fútbol y traslados en coche. A diferencia de India, Gail estaba más dispuesta a reconocer que su vida la aburría. Por añadidura, tenía una leve y constante sensación de desasosiego.

– ¿Qué piensas hacer? – inquirió Gail en cuanto acabó el cappuccino -. ¿Cómo va la vida en el paraíso de las madres?

– Muy ajetreada, como de costumbre. – India tomó varias fotografías; una excelente de Sam y otras cuando el equipo rival marcó un gol -. Dentro de unas semanas, en cuanto acaben las clases, nos vamos a Cape Cod. Este año Doug no hace vacaciones hasta agosto.

Habitualmente Doug intentaba veranear antes.

– En julio viajamos a Europa – dijo Gail sin entusiasmo.

India la envidió fugazmente. Hacía años que intentaba convencer a Doug de que visitasen Europa, pero su marido prefería esperar a que los niños fueran mayores. India siempre le recordaba que, si esperaba demasiado, los hijos volarían del nido, asistirían a la universidad e irían a Europa por su cuenta. De momento no lo había convencido. A diferencia de India, a Doug no le interesaba viajar pues su época aventurera estaba más que cumplida.

– Suena muy prometedor – aseguró India y se volvió para mirar a su amiga.

Las mujeres formaban un contraste interesante. Gail era menuda y apasionada; tenía el pelo oscuro y corto y sus ojos castaños eran sumamente vivaces. India era alta, delgada, de facciones clásicas, ojos azules y larga coleta rubia que le colgaba a la espalda. Siempre decía que llevaba el pelo recogido porque no tenía tiempo de peinarse. Al caminar, ninguna aparentaba los cuarenta y tantos años que tenían.

– ¿Qué lugares visitaréis? – preguntó India.

– Italia y Francia. También pasaremos un par de días en Londres. No es precisamente una gran aventura ni un viaje de riesgo, pero con los niños es mejor así. Jeff quiere asistir al teatro en Londres. Hemos alquilado una casa en la Provenza, donde pasaremos dos semanas en julio. Iremos en coche a Italia y llevaremos a los niños a Venecia. – A India le pareció un viaje fantástico que nada tenía que ver con su tranquilo veraneo en Cape Cod -. Estaremos fuera seis semanas. No estoy segura de que Jeff y yo nos soportemos tanto tiempo, por no hablar de los chicos. Jeff pierde los estribos cuando pasa más de diez minutos con los gemelos.

Gail solía referirse a su marido de la misma manera que otros aludían a molestos compañeros de habitación, si bien India estaba convencida de que, por mucho que protestase, su amiga lo quería. Estaba segura de que era así pese a que las pruebas apuntaban en sentido contrario.

– Sé que lo pasaréis bien y veréis muchas cosas interesantes – apostilló India, aunque la idea de pasar períodos largos en el coche con los gemelos de nueve años y otro hijo de catorce tampoco la atraía.

– No conoceré a un apuesto italiano porque estaré todo el tiempo con los chicos y Jeff querrá que le haga de intérprete.

India rió y meneó la cabeza. Una de las peculiaridades de Gail consistía en hablar de otros hombres… y en ocasiones hacía algo más que hablar. Le había contado que en sus veintidós años de matrimonio con Jeff había vivido varias aventuras y la sorprendió al añadir que, a su manera, eso había mejorado la pareja. Era una clase de perfeccionamiento que a India jamás la había atraído y con el que no estaba de acuerdo. No obstante, sentía un gran afecto por Gail.

– Puede que Italia despierte algo de romanticismo en Jeff – dijo.

Se colgó la cámara del hombro y contempló a aquella mujer menuda e inquieta que había sido el terror de los tribunales. Era una situación fácil de imaginar. Gail Jones no aceptaba tonterías de nadie y, menos aún, de su marido. Era una amiga leal y, pese a sus quejas, una madre cariñosa.

– Creo que ni una transfusión de sangre de un gondolero veneciano despertaría el romanticismo en Jeff Jones. Por si esto fuera poco, los chicos nos acompañarán las veinticuatro horas del día. Antes de que lo olvide, ¿te has enterado de que los Lewison se han separado?

India asintió con la cabeza. No prestaba mucha atención a los cotilleos pues estaba demasiado ocupada con su vida, sus hijos y su esposo. Tenía un grupito de amigas por las que se preocupaba, pero las extravagancias de la vida de otros y curiosear no la atraían.

– Dan me invitó a comer. – India la miró de soslayo. Gail sonrió con complicidad -. No pongas esa cara. Sólo busca asesoramiento legal gratuito y un hombro en el que llorar.

– Déjate de historias. – Aunque no le interesaran los chismorreos locales, India sabía que a Gail le encantaba coquetear con los maridos de las demás -. Siempre le has caído bien.

– Y él a mí. Pero no pasa nada. Estoy aburrida y Dan se siente solo, furioso y desgraciado. Todo eso equivale a una comida, no necesariamente a una tórrida aventura amorosa. Te aseguro que no tiene nada de atractivo oírle quejarse de lo mucho que Rosalie le recriminaba no ocuparse de los niños y los domingos ver el fútbol por la tele. Dan no está preparado para otra cosa y todavía abriga la esperanza de la reconciliación. Es algo complicado, incluso para mí.

India observó a su amiga y la notó inquieta. Según la propia Gail, hacía años que Jeff no la excitaba. India lo sabía y no la sorprendía. Jeff no era un hombre excitante. De todos modos, nunca se le había ocurrido preguntar a Gail qué consideraba excitante.

– Gail, ¿qué quieres? ¿Para qué te tomas la molestia de comer con un hombre que no es tu marido? ¿En qué te beneficia?

Estaban casadas, llevaban una existencia ajetreada, tenían hijos que las necesitaban y obligaciones más que suficientes para no meterse en líos. India tenía la sensación de que Gail buscaba algo intangible y esquivo.

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