– Salgo a hacer unos recados -le dijo a Stevie al cabo de unos minutos.
Se había puesto un suéter blanco de cachemira sobre los hombros y llevaba un bolso de cocodrilo beis de Hermès. Le gustaba la ropa sencilla pero buena, sobre todo si era francesa. A sus cincuenta años, Carole tenía algo que te recordaba a Grace Kelly a los veinte. Poseía la misma elegancia aristocrática, aunque Carole parecía más cálida. Carole no tenía nada de austero y, habida cuenta de quién era y de la fama de que había disfrutado durante toda su vida adulta, era sorprendentemente humilde. Como a todo el mundo, a Stevie le encantaba ese aspecto de ella. Carole no se lo tenía nada creído.
– ¿Quieres que haga algo por ti? -se ofreció Stevie.
– Sí, escribe el libro mientras estoy fuera. Mañana se lo enviaré a mi agente.
Carole había contactado con una agente literaria, pero no tenía nada que enviarle.
– Hecho -le respondió Stevie con una sonrisa-. Me quedaré al cargo del fuerte. Tú vete a Rodeo Drive.
– No pienso ir a Rodeo -dijo Carole en tono remilgado-. Quiero mirar unas sillas nuevas. Creo que el comedor necesita un lavado de cara. Ahora que lo pienso, yo también necesitaría unos arreglillos, pero soy demasiado miedica para hacérmelos. No quiero despertar por la mañana y parecer otra persona. He tardado cincuenta años en acostumbrarme a la cara que tengo. No me gustaría quedarme sin ella.
– No necesitas un lifting -dijo Stevie con la intención de tranquilizarla.
– Gracias, pero he visto en el espejo los estragos del tiempo.
– Yo tengo más arrugas que tú -dijo Stevie.
Era cierto. Tenía una fina piel irlandesa que, muy a su pesar, no envejecía tan bien como la de su jefa.
Cinco minutos más tarde, Carole se fue en su ranchera. Llevaba seis años conduciendo el mismo coche. A diferencia de otras estrellas de Hollywood, no sentía la necesidad de que la viesen en un Rolls o un Bentley. Tenía bastante con la ranchera. Las únicas joyas que llevaba eran un par de pendientes de diamantes y, cuando Sean estaba vivo, su sencillo anillo de casada, que por fin se había quitado ese verano. Consideraba innecesaria cualquier otra cosa, y los productores pedían joyas prestadas para ella cuando tenía que hacer la promoción de una película. En su vida privada la joya más exótica que llevaba Carole era un sencillo reloj de oro. Lo más deslumbrante de Carole era ella misma.
Volvió dos horas más tarde y encontró a Stevie comiendo un bocadillo en la cocina. Había un pequeño despacho en el que trabajaba y su principal queja era que estaba muy cerca de la nevera, que visitaba con demasiada frecuencia. Hacía ejercicio en el gimnasio cada noche para compensar lo que comía en el trabajo.
– ¿Ya has acabado el libro? -preguntó Carole al entrar, mucho más animada que cuando se marchó.
– Casi. Voy por el último capítulo. Dame media hora más y estaré lista. ¿Qué tal las sillas?
– No pegaban con la mesa. El tamaño no era el apropiado, a menos que compre una mesa nueva.
Carole no paraba de buscar nuevos proyectos, pero ambas sabían que tenía que volver a trabajar o escribir el libro. La indolencia no era propia de ella. Después de trabajar sin parar durante toda la vida, y ahora que Sean había desaparecido, Carole necesitaba ocupaciones.
– He decidido seguir tu consejo -añadió, sentándose con gesto solemne ante la mesa de la cocina, frente a Stevie.
– ¿Qué consejo?
Stevie ya no recordaba qué había dicho.
– Lo de hacer un viaje. Necesito marcharme de aquí. Me llevaré el ordenador. Tal vez sentada en una habitación de hotel pueda empezar de nuevo con el libro. Ni siquiera me gusta lo que tengo hasta ahora.
– A mí sí. Los dos primeros capítulos están muy bien. Solo tienes que seguir avanzando a partir de eso y continuar adelante. Es como escalar una montaña. No mires hacia abajo ni te pares hasta llegar a la cima.
Era un buen consejo.
– Tal vez, ya veremos. De todas formas, necesito despejarme -dijo con un suspiro-. Resérvame un vuelo a París para pasado mañana. No tengo nada que hacer aquí y aún faltan tres semanas y media para el día de Acción de Gracias. Más vale que me marche antes de que vengan los chicos a celebrarlo. Es el momento perfecto.
Había estado pensándolo de camino a casa y se había decidido. Ya se sentía mejor.
Stevie se abstuvo de hacer comentarios. Estaba convencida de que a Carole le vendría bien marcharse, sobre todo tratándose de un lugar que le encantaba.
– Creo que estoy preparada para volver -dijo Carole con voz suave y mirada pensativa-. Puedes reservarme una habitación en el Ritz. A Sean no le gustaba, pero a mí me encanta.
– ¿Cuánto tiempo quieres quedarte?
– No lo sé. Mejor que reserves la habitación para dos semanas. He decidido utilizar París como base. La verdad es que quiero ir a Praga, y tampoco he estado nunca en Budapest. Quiero pasear un poco y ver cómo me siento cuando esté allí. Soy libre como el viento, así que más vale que lo aproveche. Tal vez me inspire si veo algo nuevo. Si quiero volver a casa antes puedo hacerlo. Además, de regreso me detendré un par de días en Londres para ver a Chloe. Si falta poco para el día de Acción de Gracias, puede que mi hija quiera volver conmigo en el avión. Podría ser divertido. Anthony también viene a pasar el día de Acción de Gracias, por lo que no hace falta que pare en Nueva York a la vuelta.
Siempre trataba de ver a sus hijos cuando iba a alguna parte, si había tiempo. Sin embargo, aquel viaje era para ella.
Stevie le sonrió mientras anotaba los detalles.
– Será divertido ir a París. No he estado allí desde que cerraste la casa. Han pasado catorce años.
Entonces Carole pareció un poco violenta. No se había expresado con claridad.
– Vas a pensar que soy una borde. Me encanta que viajemos juntas, pero quiero hacer este viaje sola. No sé por qué, pero creo que necesito entrar en mi propia mente. Si te llevo, me pasaría el tiempo hablando contigo en vez de profundizar en mí misma. Busco algo y ni siquiera sé con certeza qué es. Yo misma, creo.
Tenía la profunda convicción de que las respuestas a su futuro y al libro estaban enterradas en el pasado. Quería volver para desenterrar todo lo que dejó atrás y trató de olvidar hacía tiempo.
Stevie pareció sorprenderse, pero sonrió.
– Me parece perfecto. Lo único que pasa es que me preocupo por ti cuando viajas sola.
Carole no lo hacía a menudo y a Stevie no le gustaba demasiado la idea.
– Yo también me preocupo -confesó Carole-. Además, soy tremendamente perezosa. Me tienes mimada. Detesto tratar con los conserjes y pedir mi propio té, pero puede que me vaya bien. Por otra parte, ¿hasta qué punto puede ser dura la vida en el Ritz?
– ¿Y si vas a la Europa del Este? ¿Quieres que alguien te acompañe allí? Podría contratar a alguien en París, a través del departamento de seguridad del Ritz.
A lo largo de los años había recibido amenazas, aunque ninguna reciente. La gente la reconocía en casi todos los países, pero, incluso en el caso de que no la reconociesen, era una mujer hermosa que viajaba sola. ¿Y si caía enferma? Carole siempre sacaba a la madre que había dentro de Stevie. A esta le encantaba cuidar de ella y protegerla de la vida real. Era su trabajo y su misión en la vida.
– No necesito seguridad. No me pasará nada. Además, aunque me reconozcan, ¿qué más da? Como decía Katherine Hepburn, mantendré la cabeza gacha y evitaré el contacto visual.
Era sorprendente lo bien que funcionaba esa estrategia. Cuando Carole no establecía contacto visual con la gente en la calle, la reconocían mucho menos. Era un viejo truco de Hollywood, aunque no siempre funcionaba.
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