Danielle Steel - Truhan

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¿Es posible que un playboy irresistible como Blake se convierta en un marido en el que poder confiar? Su ex esposa Maxine hace años que mantiene con él una cordial relación. Y bien sabe que el encantador padre de sus hijos puede ser cualquier cosa menos un esposo fiel.
Cuando Maxine, una reputada psiquiatra, parece haber encontrado un hombre a su medida, alguien que le dará todo lo que Blake le negó, un imprevisto la sacudirá como ese terremoto que ha derrumbado una de las mansiones de Blake y ha dejado en el país una estela de miseria y devastación.
Blake acude a ella para que le acompañe en un proyecto humanitario, y Maxine se pregunta si un hombre como él, de repente preocupado y solidario, realmente es capaz de cambiar.

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La lluvia azotaba las ventanas de la consulta de Maxine Williams en Nueva York, en la calle Setenta y nueve Este. En más de cincuenta años no se había registrado una cantidad de lluvia tan elevada en Nueva York en noviembre. Fuera hacía frío, viento y el ambiente era desapacible, pero no en la acogedora consulta donde Maxine pasaba de diez a doce horas al día. Las paredes estaban pintadas de un amarillo claro y mantecoso, y decoradas con pinturas abstractas en tonos pastel. La habitación era alegre y agradable; los sillones mullidos donde la doctora se sentaba a hablar con sus pacientes resultaban cómodos y acogedores, y estaban tapizados en un tono beis claro. La mesa, moderna, austera y funcional, estaba tan organizada que daba la sensación de poder utilizarse para una operación quirúrgica. En la consulta de Maxine todo era pulcro y meticuloso. Ella misma iba perfectamente arreglada y sin un cabello fuera de sitio. Maxine tenía todo su mundo bajo control. Felicia, su secretaria, era igual de eficiente y responsable; trabajaba para ella desde hacía nueve años. Maxine odiaba el caos, cualquier apariencia de desorden y el cambio. En ella y en su vida todo debía ser tranquilo, ordenado y fluido.

El diploma enmarcado en la pared decía que había asistido a la facultad de medicina de Harvard y se había graduado con honores. Era psiquiatra, una de las más reconocidas en traumas, tanto en niños como adolescentes; una de sus subespecialidades eran los adolescentes suicidas. Trabajaba con ellos y con sus familias, a menudo con resultados excelentes. Había escrito dos libros de divulgación sobre el efecto de los traumas en los niños pequeños y había recibido buenas críticas. La invitaban a menudo a otras ciudades y otros países para que asesorara a las víctimas de desastres naturales o tragedias provocadas por el hombre. Había formado parte del equipo asesor para los niños de Columbine después del tiroteo en la escuela; era autora de varios artículos sobre los efectos del 11-S y había asesorado a varias escuelas públicas de Nueva York. A los cuarenta y dos años, era toda una especialista en su campo y, como tal, era admirada y reconocida por sus colegas. Rechazaba más ofertas para dar conferencias de las que aceptaba. Entre sus pacientes, las colaboraciones con organismos locales, nacionales e internacionales, y su propia familia, sus días y su calendario estaban repletos.

Era siempre muy estricta cuando se trataba de pasar tiempo con sus hijos: Daphne, de trece años; Jack, de doce y Sam, que acababa de cumplir los seis. Como madre divorciada, se enfrentaba al mismo dilema que cualquier madre trabajadora: intentar compaginar sus responsabilidades familiares y su trabajo. No recibía prácticamente ninguna ayuda de su ex marido, que solía aparecer como un arco iris, apabullante y sin avisar, para desaparecer poco después. Todas las responsabilidades relacionadas con sus hijos recaían única y exclusivamente sobre ella.

Maxine miraba por la ventana pensando en ellos, mientras esperaba que llegara el siguiente paciente, cuando sonó el interfono de la mesa. Supuso que Felicia iba a anunciarle que su paciente, un chico de quince años, estaba a punto de entrar. En cambio, la secretaria dijo que su marido estaba al teléfono. Al oírlo, Maxine frunció el ceño.

– Mi ex marido -recordó. Hacía cinco años que Maxine y los niños estaban solos y, en su opinión, se las arreglaban muy bien.

– Perdona, siempre dice que es tu marido… olvido que… -Blake resultaba encantador y simpático, e incluso le preguntaba por sus novios y su perro. Era de esas personas que no podías evitar que te gustaran.

– No te preocupes, a él también se le olvida -comentó Maxine secamente y sonrió al descolgar el teléfono.

Se preguntó dónde estaría en ese momento. Con Blake nunca se sabía. Hacía cuatro meses que no veía a sus hijos. En julio se los había llevado a ver a unos amigos en Grecia, aunque prestaba su barco a Maxine y a los niños en verano. Los chicos querían a su padre, pero también sabían que solo podían contar con su madre, porque él iba y venía como el viento. Maxine era muy consciente de que parecían tener una capacidad ilimitada para perdonar las rarezas de su padre. Lo mismo que había hecho ella durante diez años. Pero finalmente su falta de moderación y responsabilidad habían pesado más que su encanto.

– Hola, Blake -dijo, y se relajó en la silla. La distancia y la actitud profesional habituales en ella siempre se desvanecían cuando hablaba con él. A pesar del divorcio, eran buenos amigos y seguían muy unidos-. ¿Dónde estás?

– En Washington. Acabo de llegar de Miami. He estado en Saint-Bart un par de semanas.

En la cabeza de Maxine se materializó al instante una visión de la casa que tenían. Hacía siete años que no la veía. Fue una de las muchas propiedades a las que renunció gustosamente con el divorcio.

– ¿Vas a venir a Nueva York a ver a los niños? -No le gustaba decirle que era lo que debería hacer. Él lo sabía tan bien como ella, pero siempre parecía tener otra cosa que hacer. Al menos casi siempre. Por mucho que quisiera a sus hijos, y siempre los había querido, recibían poca atención, y ellos también lo sabían. Aun así todos lo adoraban y, a su manera, Maxine también. No parecía haber nadie en el planeta que no quisiera a Blake, o al menos a quien no cayera bien. Blake no tenía enemigos, solo amigos.

– Ojalá pudiera ir a verlos -dijo él en tono de disculpa-. Esta noche me marcho a Londres. Mañana tengo una reunión con un arquitecto. Estoy redecorando la casa. -Y entonces, como si fuera un niño travieso, añadió-: Acabo de comprarme una casa fantástica en Marrakech. Me voy allí la semana que viene. Es una preciosidad, un palacio en ruinas.

– Justo lo que necesitabas -dijo Maxine, meneando la cabeza. Blake era imposible. Compraba casas por todas partes. Las reformaba con arquitectos y diseñadores famosos, las convertía en lugares de interés turístico y entonces se compraba otra. A Blake le atraía más el proyecto que el resultado final.

Tenía una propiedad en Londres, una en Saint-Bart, otra en Aspen, la mitad superior de un palazzo en Venecia, un ático en Nueva York y, por lo visto, ahora una especie de palacio en Marrakech. Maxine no pudo evitar preguntarse qué iba a hacer con él. Pero hiciera lo que hiciese, sabía que el resultado sería tan asombroso como todo lo que tocaba. Tenía un gusto increíble e ideas atrevidas sobre diseño. Todas las casas de Blake eran exquisitas. También poseía uno de los veleros más grandes del mundo, aunque solo lo utilizara unas pocas semanas al año. Por otra parte, lo prestaba a sus amigos siempre que podía. El resto del tiempo lo pasaba viajando, en safaris en África o buscando obras de arte en Asia. Había estado dos veces en la Antártida y había vuelto con fotografías impresionantes de icebergs y pingüinos. Hacía tiempo que el universo de Maxine se le había quedado pequeño. Ella se sentía satisfecha con su vida previsible y bien organizada en Nueva York, a caballo entre su consulta y el confortable piso donde vivía con sus tres hijos, en Park Avenue con la Ochenta y cuatro Este. Cada noche volvía caminando a casa de la consulta, incluso en días como aquel. El paseo la reconfortaba después de todo lo que escuchaba durante el día y de los chicos trastornados que trataba. Otros psiquiatras le derivaban a menudo sus suicidas en potencia. Tratar casos difíciles era su forma de aportar algo al mundo y le encantaba su trabajo.

– ¿Y qué, Max? ¿A ti cómo te va? ¿Cómo están los niños? -preguntó Blake, relajado.

– Están muy bien. Jack vuelve a jugar al fútbol este año, y lo hace fenomenal -dijo Maxine orgullosa. Era como hablar a Blake de los hijos de otro. Parecía más un tío simpático que su padre. El problema era que también se había comportado así como marido: irresistible en todos los sentidos pero siempre ausente cuando había que hacer algo poco agradable.

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