Tanya se echó a reír.
– Te odio.
– Me encanta cuando dices eso -comentó Walt-. Quiere decir que te estoy convenciendo. El productor es inglés y quiere conocerte. Estará en San Francisco esta semana.
– Oh, por el amor de Dios, Walt. No sé por qué te hago caso.
– Porque tengo razón y tú lo sabes. Solo te llamo cuando hay algo realmente bueno, y esta película es buena de verdad. Lo intuyo. Le conocí en Nueva York hace unos días y es un buen tipo que hace un buen trabajo. Ha hecho unas películas excelentes y en Inglaterra tiene mucho prestigio.
– De acuerdo, me reuniré con él.
– Gracias. Y no olvides bajar el puente levadizo para cruzar el foso.
Tanya ahogó una carcajada.
Más tarde, recibió la llamada de Phillip Cornwall, el productor y director británico. Se mostró muy agradecido por permitirle que le contara la historia de la película. Walt ya le había advertido que había muy pocas posibilidades de que Tanya quisiera concederle un solo minuto de su tiempo.
Quedaron para tomar un café en el Starbucks de Mill Valley. Tanya llevaba el pelo largo y hacía seis meses que no se ponía ni pizca de maquillaje. Si bien era cierto que el tiempo que había pasado con Gordon le había proporcionado alegría y diversión, perderle le había sentado fatal. En los últimos años había sufrido demasiadas decepciones y había perdido a demasiados hombres, así que no tenía ningunas ganas de volver a intentarlo. Cuando la vio, Phillip captó de inmediato el sufrimiento de Tanya. En sus ojos podía adivinarse el dolor que ya había leído en sus libros.
Mientras Tanya tomaba un té y Phillip un capuchino, este le contó el argumento: quería arrancar la película con la muerte de una mujer durante un viaje y retroceder hasta el principio de la historia de la protagonista; explicar sus orígenes y cómo había contraído la enfermedad del sida como consecuencia de las prácticas bisexuales secretas de su marido. Era una historia narrativamente compleja pero con una temática simple. Tanya encontró interesante todo lo que Phillip le contó y le gustó su forma de narrarlo. Le pareció que tenía un acento encantador y le interesó que quisiera rodar en San Francisco. Apenas se fijó en el aspecto del director, pero le gustó su creatividad y la complejidad de sus planteamientos. Era joven y atractivo, pero no le interesó en absoluto como hombre. A su entender, sus pulsiones sexuales estaban dormidas o, simplemente, muertas.
– ¿Por qué yo? -preguntó en voz baja mientras sorbía el té.
Tanya se había informado de que Phillip tenía cuarenta y un años, había rodado media docena de películas y había ganado varios premios. Le gustaba su forma directa de hablar y que no hubiera intentado ablandarla ni conquistarla. Tenía claro que era poco probable que Tanya aceptase el proyecto y quería convencerla con los méritos de la historia y no camelándola. Eso le gustó, sobre todo porque le parecía que ya estaba por encima de los halagos. Además, Phillip parecía muy interesado en su opinión y en su consejo.
– He visto la película por la que ganaste el Oscar. En cuanto la vi, supe que quería trabajar contigo. Es increíble.
Una película con un mensaje potente, como la que él quería rodar.
– Gracias. ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Tanya queriendo saber sus planes.
– Yo vuelvo a Inglaterra -dijo él sonriendo.
Tanya se dio cuenta de que parecía cansado. Era como si fuera dos personas en una: joven y viejo a la vez, sabio pero con capacidad todavía para sonreír. En cierto modo, se parecían bastante. Ninguno de los dos era todavía mayor, pero ambos parecían haber sufrido en la vida y estar cansados.
– Espero reunir el dinero necesario, recoger a mis hijos y venir a vivir aquí un año entero para rodar la película, si tengo suerte. Me consideraría muy afortunado si aceptaras escribir el guión.
Era el único halago que se había permitido y Tanya sonrió. Phillip tenía unos ojos de un marrón profundo y cálido que parecían haber visto muchas cosas, algunas de ellas difíciles.
– No quiero escribir más guiones -confesó Tanya con sinceridad.
No le explicó por qué y él no se lo preguntó. Respetaba sus límites tanto como respetaba su profesionalidad. Para él, Tanya era como un icono y consideraba que tenía un talento extraordinario. No le molestaba que se mostrase distante y fría con él. La aceptaba tal como era.
– Eso me ha dicho tu agente. Tenía la esperanza de convencerte.
– No creo que puedas -dijo ella con sinceridad, a pesar de que la historia le había encantado.
– También me dijo eso.
Aunque después de hablar con Walt, Phillip prácticamente había perdido la esperanza de que Tanya escribiera el guión, consideraba que había merecido la pena intentarlo.
– ¿Por qué vas a traerte a los niños contigo? ¿No sería más fácil que los dejaras en Inglaterra mientras tú haces la película?
No era más que un detalle sin importancia, pero Tanya sentía curiosidad y se había atrevido a preguntar. Él, menos audaz, la miraba con aquellos ojos marrones que acentuaban la palidez de su rostro enmarcado por oscuros cabellos; unos ojos que buscaban respuesta a mil preguntas que no osaba formular.
Phillip respondió con simplicidad, sin dar demasiados detalles.
– Mis hijos tienen que estar conmigo. Mi mujer murió hace dos años mientras montaba a caballo. Los caballos eran su pasión y ella era muy testaruda. Saltando un seto, se cayó y se rompió el cuello. A pesar de que llevaba la equitación en la sangre, era un terreno muy accidentado. Así que no tengo con quién dejar a los niños, por lo que vendrán conmigo.
Lo contaba con pragmatismo, sin compadecerse de sí mismo. Tanya se sintió más conmovida de lo que quiso aparentar.
– Además -añadió Phillip-, si estoy solo me siento muy desgraciado. Desde que murió su madre, nunca me he separado de ellos. Esta es la primera vez y solo he hecho un viaje corto para poder conocerte.
Era difícil que Tanya no se sintiera halagada y conmovida a la vez. Las palabras de Phillip explicaban lo que Tanya había leído en sus ojos y en su rostro. En ellos había dolor y valor, una combinación que le gustaba. Como le gustaba lo que le había contado sobre sus hijos. Todo en Phillip era auténtico, sin rastro de Hollywood.
– ¿Cuántos años tienen? -preguntó con interés.
– Siete y nueve, una niña y un niño. Se llaman Isabelle y Rupert.
– Muy británicos -dijo ella recibiendo una sonrisa por respuesta.
– Necesito alquilar una casa. Si conoces algún sitio realmente barato…
– Quizá -dijo ella echando una mirada a su reloj.
Aquella tarde llegaban sus hijos a casa, pero había quedado con suficiente tiempo de antelación para no tener que ir con prisas. Phillip era un hombre con una pesada carga, pero no parecía lamentarse por lo ocurrido. Estaba intentando salir adelante, mantener a sus hijos junto a él y seguir trabajando. Había que reconocerle el mérito.
Tanya vaciló y después, sin saber muy bien por qué o quizá por lástima, decidió lanzarse.
– Puedes quedarte en mi casa hasta que encuentres un sitio. Tengo una casa cómoda y grande, y mis hijos están en la universidad. Llegan esta noche pero normalmente solo están en Navidad y en verano, así que podrías instalarte una temporada. Aquí hay colegios muy buenos.
– Gracias -respondió Phillip que, conmovido por la oferta, no podía articular palabra-. Son buenos niños y están acostumbrados a viajar conmigo, así que se portan bastante bien -añadió después.
Era la frase que todos los padres decían de sus hijos, pero Tanya pensó que, probablemente, siendo británicos, sería cierto. Además, hasta que encontrasen un apartamento de alquiler, darían un poco de vida a su casa. Aunque no quisiera escribir el guión, quería ayudarle. Tendría que buscarse otro guionista pero podía instalarse con sus hijos en su casa hasta que se situara.
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