Danielle Steel
Un Hotel En Hollywood
A mis maravillosos hijos,
Beatie, Trevor, Todd, Nick, Sam,
Victoria, Vanessa, Maxx, Zara,
por haber sufrido mis libros durante años,
haber celebrado conmigo los triunfos
y haberme dado su apoyo en los cambios vitales
y en los fracasos.
Yo solo soy un nudo más del tapiz
que forma nuestra familia.
Vosotros sois mi razón de vivir,
y juntos formamos un valioso conjunto,
que solo está completo por y gracias a vosotros.
Os quiero con todo mi corazón,
Mamá/D. S.
Y cuando acaba la película, comienza la vida
Era un hermoso y caluroso día de julio en el condado de Marin, al otro lado del puente Golden Gate de San Francisco. Tanya Harris trajinaba en la cocina mientras organizaba el día. Era una persona de una minuciosidad absoluta. Necesitaba que todo estuviera en su sitio, ordenado y bajo control. Amante de la planificación, eran contadas las ocasiones en las que se le acababa alguna cosa o se olvidaba de algo. Era feliz llevando una vida eficiente y previsible.
Tanya era una mujer menuda, ágil, estaba en buena forma, y aunque ya había cumplido los cuarenta y dos años, no los aparentaba. Peter, su esposo, tenía cuarenta y seis. Era abogado procesalista en un respetable bufete de abogados de San Francisco, pero no le importaba tener que desplazarse cada mañana desde Ross, al otro lado del río. Ross era una urbanización próspera, segura y muy recomendable. Se habían trasladado allí desde San Francisco dieciséis años atrás, principalmente por la excelente fama de sus colegios, los mejores de Marin, según mucha gente.
Tanya y Peter tenían tres hijos. Jason, de dieciocho años, se marcharía a la Universidad de Santa Bárbara a finales de agosto. El chico se moría de ganas, pero Tanya sabía que le echaría terriblemente de menos. Después venían las dos mellizas, Megan y Molly, que acababan de cumplir diecisiete años.
Tanya había disfrutado plenamente de cada uno de los últimos dieciocho años dedicándose por completo a su labor de madre. Para ella, habían sido unos años maravillosos. Nunca se le había hecho pesado ni aburrido. Las múltiples y tediosas idas y venidas en coche jamás le habían resultado insoportables. A diferencia de otras madres -que solían quejarse- Tanya adoraba estar con sus hijos, dejarles, recogerles, llevarles a Cub Scouts y a Brownies. Había sido la presidenta de la asociación de padres del colegio de los niños durante varios años. Se enorgullecía de hacer cosas por ellos; adoraba ver a Jason jugando en la liga infantil o en los partidos de baloncesto, o asistir a cualquier actividad que hicieran las mellizas. Jason había formado parte del equipo del instituto y su ilusión era ingresar en el equipo de baloncesto o de tenis en la Universidad de Santa Bárbara.
Sus dos hermanas pequeñas, Megan y Molly, a pesar de ser mellizas, eran tan diferentes como el día y la noche. Megan era menuda y rubia como su madre. Cuando tenía diez años, sus facultades como gimnasta parecían augurarle un futuro olímpico, pero abandonó la competición cuando se dio cuenta de que perjudicaba sus estudios. Molly era alta, delgada y tenía las piernas largas y el cabello castaño de Peter. Era el único miembro de la familia que nunca había participado en competiciones deportivas. Le gustaba la música, el arte, la fotografía y era voluble e independiente. Las mellizas, con diecisiete años cumplidos, iban a comenzar su último año escolar. Megan quería ir a la Universidad de Berkeley, como su madre, o quizá a la de Santa Bárbara. Molly estaba pensando en ir a alguna universidad del Este o tal vez a una escuela de California donde pudiera desarrollar su vena artística. Caso de quedarse en el Oeste, había considerado seriamente matricularse en la Universidad de California en Los Ángeles. Las mellizas estaban muy unidas pero también estaban convencidas de que no debían ir a la misma universidad. Habían ido siempre a la misma clase y al mismo colegio y, en aquel momento, ambas estaban preparadas para seguir cada una su camino. Sus padres consideraban que era una actitud beneficiosa y Peter animaba a Molly para que se decidiese a pedir plaza en alguna de las excelentes universidades de la Ivy League. Sus calificaciones eran más que suficientes y su padre creía que se desenvolvería bien en un ambiente académico de máxima exigencia. Así que Molly le estaba dando vueltas a la posibilidad de ir a Brown. Allí podría diseñar un programa de créditos de fotografía a su medida. Otra posibilidad era ir a la escuela de cine de la Universidad de California. Los tres hermanos Harris habían sido alumnos brillantes en el colegio.
Tanya estaba orgullosa de sus hijos, amaba a su marido, disfrutaba de su vida y, a lo largo de sus veinte años de matrimonio, había crecido como persona. Desde su boda con Peter, justo al acabar los estudios universitarios, los años habían volado como si fueran segundos. Cuando se casaron, él acababa de licenciarse en derecho por la Universidad de Stanford y ya había entrado en el despacho de abogados donde todavía seguía trabajando. Prácticamente todo en sus vidas había salido según lo previsto. No había habido grandes sobresaltos, sorpresas o desilusiones en su matrimonio. Tampoco traumas con ninguno de los tres chicos cuando entraron en la adolescencia. A Tanya y a Peter les gustaba pasar mucho tiempo con Jason, Megan y Molly. No había reproches y eran muy conscientes de lo afortunados que eran. Tanya colaboraba en una casa de acogida para personas sin techo una vez por semana en la ciudad y, siempre que podía y que sus horarios se lo permitían, llevaba a las chicas con ella. Ambas realizaban actividades extraescolares y colaboraban con la comunidad a través de la escuela. A Peter le gustaba tomarle el pelo a Tanya bromeando sobre lo aburridos que eran y lo previsibles que eran sus rutinas. Sin embargo, Tanya se sentía enormemente orgullosa de que así fuera. Su vida era cómoda y segura.
La infancia de Tanya no había sido ni tan perfecta ni tan plácida; por ello quería que todo estuviera en orden. Algunos podrían considerar su vida con Peter demasiado estéril y controlada, pero a Tanya le encantaba que así fuera y a él también. La infancia y la adolescencia de Peter habían sido muy similares a la vida que Tanya y él habían construido para sus hijos: un mundo aparentemente perfecto. Por el contrario, la infancia de Tanya había sido difícil, solitaria y, en ocasiones, aterradora. Su padre había sido alcohólico, y cuando ella tenía tres años él y su madre se divorciaron. Después del divorcio, Tanya vio a su padre en contadas ocasiones hasta que este murió cuando ella tenía catorce años. Su madre, secretaria en un bufete de abogados, trabajó muy duro para pagar la mejor educación para su hija. Tanya, sin hermanos e hija única de hijos únicos, solo tenía una familia: Peter, Jason y las mellizas. Eran el centro de su vida y apreciaba cada momento que pasaba con ellos. Incluso después de veinte años de matrimonio, siempre esperaba con impaciencia que Peter llegara a casa por la noche. Le encantaba contarle lo que había hecho durante el día, compartir con él las historias de los chicos y escuchar lo que él quisiera explicarle de su jornada. Seguía encontrando fascinantes sus casos y las anécdotas de los tribunales. Y también disfrutaba compartiendo con él lo que ella hacía. Peter siempre le daba entusiastas ánimos en todo.
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