Tenía varios menús en mente y ya había revisado la mantelería.
Permaneció atareada la mayor parte de la mañana mientras Victoria y su padre visitaban la parte alta de la ciudad. Pasearon por la Quinta Avenida, y Edward saludó a varios conocidos que presentó a su hija. Cuando regresaron a casa, Olivia ya había organizado toda la fiesta.
Esa noche fueron al teatro Astor. Henderson parecía conocer a todos los presentes y, como era habitual, sus hijas causaron sensación. Lucían un vestido negro de terciopelo y una pluma de cuentas en el cabello, eran como dos modelos sacadas de una revista de París. A la mañana siguiente sus nombres aparecieron de nuevo en los ecos de sociedad, pero esta vez Edward lo aceptó con mayor tranquilidad, y las jóvenes no se mostraron tan emocionadas; tenían dos años más y estaban acostumbradas a llamar la atención.
– ¡Qué maravilla! -exclamó Victoria al comentar la obra que habían visto la noche anterior. Le había gustado tanto que apenas había notado la admiración que habían despertado.
– Mejor que ser arrestada -le susurró Olivia al oído mientras iba a buscar otra taza de café para su padre.
A última hora de la mañana fueron a la iglesia de St. Thomas, donde todos les saludaron, y regresaron en coche a casa dispuestos a pasar un domingo tranquilo. Al día siguiente Olivia tenía mucho trabajo que hacer: además de las tareas habituales, debía encargar todo lo necesario para la fiesta mientras su padre se reunía con sus abogados, que al fin y al cabo era la razón de su estancia en Nueva York. Esa tarde John Watson y Charles Dawson le acompañaron a casa. Al verles Olivia experimentó cierto temor ante la posibilidad de que Charles hiciera algún comentario sobre el incidente de la comisaría, pero no dijo nada. La saludó cortésmente con un movimiento de cabeza y se despidió de ella al marcharse.
En cambio Victoria afirmó que no le habría importado que hubiera dicho algo.
– Si se enterara de lo ocurrido, nuestro padre se pondría furioso y te enviaría de vuelta a Croton en el próximo tren -le advirtió su hermana.
– Tienes razón.
Victoria sonrió. Disfrutaba demasiado de su estancia en Nueva York para correr ese riesgo. Deseaba asistir a las reuniones de las sufragistas americanas, pero había pro- metido mantenerse alejada de las manifestaciones.
Esa noche fueron de nuevo al teatro y durante la semana asistieron a una cena en casa de unos amigos de su padre, donde Victoria se entretuvo escuchando las historias sobre un hombre llamado Tobias Whitticomb, quien gracias a ciertas operaciones especulativas dentro de la banca había amasado una gran fortuna, que luego multiplicó al casarse con una Astor. Se comentaba que era un hombre muy atractivo con cierta reputación entre las damas. En Nueva York todos hablaban de él por la relación que había mantenido no se sabía muy bien con quién. Edward Henderson sorprendió a todos diciendo que había hecho negocios con ese individuo, que le consideraba muy educado y agradable y que en todo momento había actuado con honradez.
A continuación todos comenzaron a discutir con Henderson y contaron anécdotas sobre Whitticomb, pero al final tuvieron que admitir que, a pesar de su reputación, las mejores familias le invitaban siempre a sus fiestas, aunque sólo por ser el marido de Evangeline Astor. La joven era un ángel por aguantar a Toby. Llevaban cinco años casados y tenían tres hijos.
Después de cenar, cuando regresaban a casa en el Cadillac, Olivia recordó que los Whitticomb estaban invitados a la fiesta de su padre.
– ¿De verdad es tan terrible como dicen? -preguntó con curiosidad.
Victoria no le prestó atención, pues estaba pensando en la conversación sobre política que había mantenido con una mujer.
Edward Henderson sonrió y se encogió de hombros.
– Hay que tener cuidado con hombres como Tobias Whitticomb. Es joven, guapo, y las mujeres le encuentran muy atractivo, pero hay que decir que la mayoría de sus conquistas son damas casadas que ya deberían saber cómo comportarse. No creo que se dedique a seducir jovencitas; de lo contrario no le habría invitado.
– ¿De quién habláis? -preguntó Victoria.
– Al parecer nuestro padre ha invitado a la fiesta al libertino al que nuestra anfitriona de esta noche criticaba.
– ¿Acaso asesina a mujeres y niños? -inquirió Victoria con sorna.
– Más bien lo contrario. Dicen que es encantador y que las mujeres se arrojan a sus pies esperando que les dé un poco de su amor.
– ¡Qué horror! -Victoria no disimuló su desaprobación. Olivia y su padre rieron-. ¿Por qué lo habéis invitado entonces?
– Tiene una esposa encantadora.
– ¿También se arrojan los hombres a sus pies? Porque si es así, vamos a tener un problema con todo el mundo por el suelo.
Cuando unos minutos más tarde llegaron a casa, ya habían olvidado a Tobias Whitticomb.
A pesar de haber invitado a Whitticomb, de dudosa reputación, la familia esperaba la fiesta con ilusión. Casi todos los invitados habían confirmado su asistencia. Finalmente serían cuarenta y seis, que se distribuirían en cuatro mesas redondas en el comedor, y después bailarían en el salón. También habían montado una carpa en el jardín.
Durante dos días Olivia se dedicó a revisar las flores, la mantelería y la vajilla, catar la comida y vigilar la instalación de la carpa. Los preparativos parecían no tener fin. La señora Peabody la ayudó todo cuanto pudo pero, como de costumbre, era imposible encontrar a Victoria cuando se la necesitaba. En las últimas semanas había hecho nuevos amigos, la mayoría intelectuales, un par de escritores y varios artistas que vivían en lugares extraños y con los que compartía muchas ideas políticas. En cambio Olivia apenas había entablado amistades, pues estaba demasiado ocupada con la casa y su padre.
Victoria siempre insistía en que tenía que salir más, y Olivia le prometió que así lo haría tras la fiesta. Entonces dispondría de todo el día para hacer lo que quisiera. Para empezar, al día siguiente asistirían a una cena en casa de los Astor y le complacía pensar que otra persona actuaría de anfitriona. Pero ésta era la primera vez que celebraba una fiesta en Nueva York, era su gran momento. Cuando ella y su hermana bajaron por la escalera, temblaban de emoción. Lucían ambas un vestido de satén verde oscuro que había confeccionado su sastre de Croton, con un polisón y una corta cola detrás y unos corpiños escotados con cuentas de azabache. Las dos llevaban el cabello recogido y el largo collar de perlas que les había regalado su padre por su dieciocho cumpleaños, a juego con unos pendientes de diamantes. Ya en el salón, Olivia echó un último vistazo para comprobar que todo estaba en orden. La orquesta había empezado a tocar, los candelabros estaban encendidos y había flores en todos los rincones. Las hermanas estaban deslumbrantes mientras esperaban la llegada de los invitados junto a su apuesto padre, que dio un paso atrás para observarlas con detenimiento. Era imposible no maravillarse ante semejante belleza. De hecho, los invitados quedaron prendados de su hermosura y las miraron con incredulidad.
Edward las presentó a cada uno de los invitados, pero la mayoría no sabía distinguir quién era Victoria y quién Olivia, y Charles Dawson ni siquiera lo intentó. Al llegar dedicó a ambas una afectuosa sonrisa mientras las estudia- ba con interés. Sólo al conversar con ellas empezó a intuir quién era la más alocada y, con voz tenue, se atrevió a bromear con ella.
– Estamos muy lejos de la comisaría -comentó.
Victoria le miró con expresión desafiante y sonrió.
– Usted y Olivia no tendrían que haber intervenido. Me sentí muy decepcionada porque no me arrestaron.
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