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Lynne Graham: Duquesa por accidente

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Lynne Graham Duquesa por accidente

Duquesa por accidente: краткое содержание, описание и аннотация

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Seducida y luego desposada… pero sólo por el bien de su hijo… Leandro Carrera Márquez, duque de Sandoval, era tan aristocrático, orgulloso y arrogante como su propio título… y también guapo y arrebatador hasta lo imposible. ¿Cómo podía desear este banquero multimillonario a una pobre camarera como Molly? Sin embargo, así era. Leandro consiguió a Molly y la dejó embarazada por accidente. En el mundo tan tradicional de Leandro, sólo quedaba una opción posible: el matrimonio. Después de todo, ninguno de sus nobles antepasados se había casado por amor…

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Por ello, decidió utilizar uno de los muchos números de teléfono que le habían dado desde la muerte de Aloise. Salió a cenar con una hermosa divorciada rubia que se había mostrado muy dispuesta siempre que la había visto. Desgraciadamente, descubrió que su libido no se manifestaba adecuadamente frente a los atractivos de la rubia. Seguía deseando a Molly y le parecía que no le serviría ninguna otra mujer.

Decidió no preocuparse por ello. Había tenido a muchas mujeres en el pasado antes de casarse. Lo de sentar la cabeza había terminado para siempre. La vida era muy corta. El sexo era sólo sexo y él era un hombre joven y saludable. No había nada de malo en la búsqueda del placer. Además, tenía la excusa perfecta para buscar de nuevo a Molly: debía comprobar que no había habido consecuencias de la noche que habían pasado juntos.

Molly lanzó un gruñido de frustración cuando sacó sus creaciones del horno eléctrico. Se habían pegado varias piezas a la bandeja porque se había excedido con el esmalte. Al intentar retirarlas, las piezas se rompieron. Más roturas innecesarias. En los últimos días, había cometido una buena serie de caros errores mientras trabajaba.

Sus sentimientos seguían corroyéndola por dentro. Aún seguía enfadada consigo misma por haberse acostado con Leandro. Conocerlo y caer víctima de sus encantos la había obligado a aceptar que tenía más en común con su madre biológica, Cathy, de lo que le habría gustado. Su madre se había dejado llevar por sus impulsos con hombres a los que jamás se había tomado la molestia de conocer. Igual que ella.

La actitud de Leandro a la mañana después había sido la máxima humillación. Le había entregado su cuerpo a un hombre que quería una mujer mansa a la que encerrar en una jaula para tener con ella gratificación sexual siempre que quisiera. Ni la había respetado ni la había apreciado. ¿Acaso podía caer más bajo?

Estaba en la cocina haciendo café cuando sonó el timbre de la puerta. Tras limpiarse las manos sobre el mono que llevaba puesto, fue a abrir.

Al ver a Leandro en el umbral se quedó completamente atónita. Tampoco pudo hablar. Bañado por el sol de primavera y el maravilloso cabello negro alborotado por la brisa, su hermoso rostro presentaba un aspecto completamente arrebatador.

– ¿Puedo entrar? -le preguntó él. Molly estaba muy pálida. El shock que le había producido la repentina aparición de Leandro era palpable.

– ¿Por qué? ¿Qué es lo que quieres? -le espetó ella.

– Verte. ¿Qué otra cosa podría querer?

Molly lo dejó pasar tan sólo porque no quería discutir con él en la puerta de la calle. Leandro no tenía derecho alguno a acudir a su casa. Se sentía acosada y le resultaba imposible pensar. Cuando vio el imponente coche que había aparcado frente a su casa, se quedó boquiabierta.

– ¿Es tuya esa limusina?

– Sí -respondió él antes de dejarle a Molly en las manos la cubitera que llevaba-. Me pareció que podríamos tomarnos una copa juntos.

Sin saber qué decir, Molly observó la botella que había dentro de la cubitera. Vio que se trataba de un champán muy caro. El mejor. Bollinger Blanc de Noir.

– Es mediodía.

La miró profundamente a los ojos. Aquel cruce de miradas provocó en ella una extraña sensación en el estómago. Durante un terrible momento, le resultó imposible controlar su cuerpo y los recuerdos que tanto se había esforzado en suprimir de la memoria. Sin embargo, allí estaba él, en persona. De repente, lo único que ella pudo recordar fue el peso de Leandro sobre ella, el ardor con el que la poseyó y la salvaje excitación de aquel encuentro.

– Te invito a comer, querida.

– No, estoy cociendo… en el horno -replicó ella. Entonces, poseída por un repentino ataque de vanidad, dejó el cubo de hielo sobre el suelo y comenzó a quitarse el mono.

Leandro cerró la puerta. Ver aquella vivienda tan poco acogedora le había chocado profundamente.

– Así que es aquí donde vives -comentó, señalando el oscuro pasillo, que no era más que un modo de acceder a las habitaciones. Como la ajada fachada, los ajados muebles revelaban una pobreza que él jamás había conocido.

– ¿Cómo demonios has descubierto dónde vivo? -le preguntó Molly. Abrió la puerta de su dormitorio y entró, pero sólo porque se sentía atrapada en un espacio tan pequeño como el del pasillo con un hombre tan alto y corpulento como Leandro. El salón era el espacio privado de Jez y, además, siempre lo tenía lleno de piezas de motor, de revistas de motos y de latas de cerveza.

Leandro inmediatamente vio su personalidad en el brillante colorido de la habitación. Un loro de arcilla multicolor adornaba la pared junto a un biombo chino. La cama estaba cubierta con una colcha de seda de color azul brillante. Las tablas del suelo estaban pintadas de blanco. Un jarrón con forma de cebolla y un brillo iridiscente le llamó la atención.

– ¿Lo has hecho tú?

Ella sonrió. Al ver cómo se le iluminaba el rostro con aquel maravilloso gesto de alegría, Leandro estuvo a punto de tomarla entre sus brazos y besárselos. Respiró profundamente para controlar a su rebelde cuerpo y observó cómo ella se quitaba unas zapatillas planas para ponerse unos zapatos de tacón alto que sólo consiguieron acentuar la excentricidad de su atuendo. Su devoradora mirada volvió a centrarse en las estrellas que ella llevaba tatuadas en un tobillo. Iba ataviada con un vestido floreado ceñido a la cintura con un grueso cinturón y unos leggings que le llegaban a media pantorrilla. Aunque él jamás habría considerado que aquel atuendo fuera de su gusto, le pareció que ella tenía un aspecto muy sexy.

– Aún no me has dicho cómo has descubierto dónde vivo.

– Es cierto. Hice que te siguieran aquí aquella mañana…

– ¿Que hiciste qué?

– Ya te dije que no estaba dispuesto a perderte, gatita.

– ¿Y quién me siguió?

– Mi equipo de seguridad.

– ¿Tan rico eres? -susurró Molly. Estaba asombrada.

– Digamos que no pasaré hambre nunca. Cuando veo cómo vives, siento más deseos que nunca de cuidar de ti.

– Sólo los niños necesitan que se les cuide.

– O las mujeres muy hermosas -replicó él. Extendió las manos y las colocó encima de los hombros de Molly para atraerla hacia él.

– Yo no quería volver a verte. Creo que te lo dejé bastante claro.

Leandro la arrinconó contra la pared. Al sentir la mirada de aquellos ojos, del color del oro, Molly notó que le costaba respirar. La masculinidad de Leandro resultaba abrumadora. Los pezones se le irguieron bajo el vestido y sintió un erótico hormigueo en la entrepierna.

– Dios mío… Eres una pequeña mentirosa. Claro que querías volver a verme y, en estos momentos, estás ardiendo por mí.

– Veo que tienes una opinión muy buena sobre ti.

– ¿Y por qué no? ¿Acaso no me diste buenos motivos aquella noche? -murmuró él contra una de las sienes de Molly.

– No quiero hablar de eso…

– Supongo que suponías que nos iba a costar un poco hablar en el dormitorio, ¿verdad, querida?

Entonces, con un gruñido de impaciencia, Leandro la levantó y aplastó los suaves y rosados labios de Molly con devoradora urgencia. Mientras la rodeaba con sus brazos, ella hizo lo mismo con los suyos. Molly sintió que la respiración se le aceleraba en la garganta y que los latidos del corazón le resonaban en el pecho. Se había olvidado de lo bien que él sabía y de la excitación que podía provocar en ella sólo con introducirle la lengua entre los labios. Hizo ese gesto una y otra vez, incendiándola de deseo y remarcando así su dominación sexual.

A Molly jamás se le pasó por la cabeza negarse a lo que él le estaba ofreciendo. Aquellos embriagadores besos destruían sus defensas y devolvían traicioneramente la vida a su cuerpo. Deseaba más. Se dijo que, al cabo de un par de minutos, le diría que se apartara de ella, que se marchara. «Sólo un minuto más», se decía mientras él le moldeaba los pechos con hábiles manos.

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