Mary Balogh - Cásate Conmigo

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Cuando Elliott Wallace, el Vizconde Lyngate, llega a Throckbridge, la pequeña villa está alborotada por la llegada del baile del día de San Valentín. Las damas de la ciudad están ocupadas acicalándose para el baile y chismorreando acerca de la misteriosa llegada del vizconde, pero Elliot tiene asuntos más urgentes de qué ocuparse. Su regreso tiene como objeto ver a su pupilo, el conde de Merton, en tanto que la promesa que ha hecho de buscarse una esposa para Navidad tiene un gran peso en su mente.
Cuando Elliot conoce al reciente joven conde, Stephen Huxtable, y a sus tres hermanas, la desagradable Margaret, la alegre Katherine y la sencilla y viuda Vanessa, se queda absorto en la vida de la familia. Ante las quejas por parte del conde que alega que sus hermanas le vuelven loco con tantas exigencias, Elliot decide que le propondrá matrimonio a la hermana mayor.
Desesperada por rescatar a su hermana de un matrimonio sin amor, Vanessa Dew se ofrece en su lugar. Elliot acepta tan sorprendente proposición, al tiempo que se ocupa de su misión. Pero durante la noche de bodas suceden cosas de lo más extrañas: estos desconocidos sin nada en común parecen no ser capaces de quitarse las manos de encima. Ahora, mientras la intriga gira en torno a un secreto del pasado, que guarda una increíble relación con los Huxtable, Elliot y Vanessa descubren los gloriosos placeres del tálamo nupcial… y también, que cuando se trata de la dicha conyugal, el amor está muy presente.

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De ahí que Crispin, que siempre había anhelado convertirse en oficial del ejército, se hubiera ido a la guerra sin ella. De eso hacía ya cuatro años. Vanessa estaba segurísima de que entre ellos existía un compromiso privado, pero aparte de unos cuantos mensajes para ella intercalados en las cartas que le enviaba a su hermano, Crispin jamás se había puesto en contacto con Margaret. Ni había vuelto a casa. Podría decirse que no había tenido oportunidad de volver, a tenor de las continuas guerras que libraba el país, o que sería muy impropio que un caballero soltero se carteara con una dama soltera. No obstante, cuatro años de silencio era demasiado tiempo. Un hombre realmente enamorado habría encontrado el modo de mantener el contacto con su amada.

Crispin no lo había hecho.

Vanessa albergaba la firme sospecha de que su hermana sufría mucho por ello. Pero era un tema que jamás trataban, pese a lo unidas que estaban.

– ¿Qué te pondrás esta noche? -le preguntó Margaret al ver que no había contestado a su anterior pregunta.

Claro que ¿cómo se podía responder semejante cuestión? ¿Adónde se iba el tiempo?

– Mi suegra quiere que me ponga el vestido verde -respondió.

– ¿Y te lo vas a poner? -Margaret volvió a sentarse. Con las manos desocupadas, cosa rara en ella.

Vanessa se encogió de hombros y bajó la mirada hacia su vestido de lana gris. Aún no había sido capaz de abandonar el luto del todo.

– Tal vez parezca que le he olvidado -respondió.

– Sin embargo -replicó Margaret-, Hedley te compró el vestido verde porque pensó que ese color te favorecía especialmente -le recordó, como si le hiciera falta el recordatorio.

Se lo había comprado para la verbena estival, hacía ya un año y medio. Solo se lo había puesto una vez, para velarlo cuando él yacía enfermo en la cama mientras que la gente disfrutaba de la verbena en el jardín.

Murió dos días más tarde.

– Tal vez me lo ponga esta noche -dijo. O tal vez se pusiera el de color lavanda, que no le sentaba tan bien, pero con el que no abandonaría el luto del todo.

– Aquí llega Kate -anunció Margaret con la vista clavada en la ventana y una sonrisa en los labios-. Y viene con más prisas de lo habitual.

Vanessa volvió la cabeza y vio que su hermana pequeña las saludaba desde el jardín.

Al cabo de un momento entró en la salita como un torbellino, después de haberse despojado en el vestíbulo de la ropa de abrigo.

– ¿Qué tal han ido las clases hoy? -preguntó Margaret.

– ¡Horribles! -Contestó Katherine-. Hasta los niños se han contagiado de la emoción por el baile. Tom Hubbard se ha pasado por la escuela para pedirme la primera pieza, pero he tenido que decirle que no porque ya se la había concedido a Jeremy Stoppard. Así que bailaré la segunda con Tom.

– Volverá a pedirte matrimonio -le aseguró Vanessa.

– Supongo… -reconoció Katherine al tiempo que se dejaba caer en la silla más cercana a la puerta-. Como algún día le diga que sí, el pobre se morirá de la impresión.

– Al menos morirá feliz -apostilló Margaret.

Todas estallaron en carcajadas.

– Pero Tom tenía unas noticias sorprendentes -dijo Katherine-. ¡Hay un vizconde hospedado en la posada! ¿Os habéis enterado?

– ¿En la posada del pueblo? -Preguntó Margaret-. No, no he oído nada. ¿A qué ha venido?

– Tom no lo sabía -respondió Katherine-. Pero imagino que será el tema de conversación principal esta noche. El vizconde, no Tom.

– ¡Madre mía! -Exclamó Vanessa-. ¡Un vizconde en Throckbridge! Tal vez las cosas cambien. Me pregunto qué opinará cuando oiga la música y todo el jaleo del baile encima de su habitación a medianoche. Espero que no nos exija detener la fiesta.

Katherine, sin embargo, acababa de reparar en su vestido y se puso en pie de un brinco con un grito.

– ¡Meg! -exclamó-. ¿Lo has arreglado tú? ¡Es precioso! Seré la envidia de todo el mundo. ¡No deberías haberlo hecho! La cinta debe de haberte costado un ojo de la cara. Pero me alegro mucho de que te hayas molestado. ¡Gracias, gracias, gracias! -Atravesó la salita a la carrera para abrazar a Margaret, que sonrió de oreja a oreja.

– Vi la cinta y me gustó -adujo-. No podía salir de la tienda sin comprar unos cuantos metros.

– ¿Estás intentando que me crea que fue una compra impulsiva? -Preguntó Katherine-. ¡Qué tontería, Meg! Fuiste a la tienda con la intención de buscar una cinta o una tira bordada para hacerme algo bonito. Que ya nos conocemos.

La expresión de Margaret se tornó avergonzada.

– Aquí llega Stephen -dijo Vanessa-. Y con más prisas que las que traía Kate.

Su hermano la vio por la ventana y le sonrió mientras la saludaba con la mano. Llevaba su antiguo traje de montar y unas botas que estaban pidiendo a gritos un buen cepillado. Sir Humphrey Dew le permitía montar sus caballos siempre que quisiera; una invitación que su hermano había aceptado de buena gana, pero solo a cambio de trabajar en los establos.

– ¡Caray! -Exclamó al irrumpir en la salita al cabo de un momento, apestando a caballo-. ¿Habéis oído las noticias?

– Stephen… -Margaret parecía muy disgustada-. ¿Lo que llevas en las botas es estiércol?

El olor respondía por sí solo a la pregunta.

– ¡Vaya por Dios! -Stephen se miró las botas-. Creía que las había limpiado bien. Lo haré ahora mismo. ¿Habéis oído que hay un vizconde hospedado en la posada?

– Acabo de darles la noticia -terció Katherine.

– Sir Humphrey ha ido a darle la bienvenida -les informó Stephen.

– ¡Vaya! -exclamó Vanessa con una mueca.

– Pues sí -repuso Stephen-. Él se enterará de lo que le ha traído por aquí. Es raro, ¿verdad?

– Supongo que el pobre hombre solo está de paso -aventuró Margaret.

– De pobre nada -la corrigió su hermano-. Además, ¿cómo va a estar de paso por Throckbridge? ¿De dónde viene y adonde va? Y ¿por qué?

– Tal vez mi suegro lo averigüe -respondió Vanessa-. O tal vez no. En todo caso, nuestras vidas continuarán con independencia de que nuestra curiosidad quede satisfecha o no.

– A lo mejor ha oído lo del baile de San Valentín… -dijo Katherine, que se llevó las manos al pecho y dio una vuelta mientras pestañeaba de forma exagerada-, ¡y viene en busca de novia!

– ¡Por Dios! -Exclamó Stephen-. Kate, ¿el día de San Valentín te tiene tonta o qué? -Soltó una carcajada y tuvo que agacharse para esquivar el cojín que le tiró la aludida.

La puerta de la salita se abrió y entró la señora Thrush, que llevaba la mejor camisa de Stephen en un brazo.

– Acabo de plancharla, señorito -le dijo. Stephen le dio las gracias mientras cogía la prenda-. Llévela ahora mismo a su dormitorio y déjela sobre la cama con cuidado. No quiero volver a verla arrugada antes de que se la ponga.

– No, señora -aseguró él, guiñándole un ojo-. Quiero decir, sí, señora. No sabía que le hiciera falta un planchado.

– No me extraña. -La señora Thrush chasqueó la lengua-. Pero supongo que si todas las jovencitas van a caer rendidas a sus pies esta noche, porque eso es lo que va a suceder, lo mejor es que lleve una camisa recién planchada. Y que se quite esas botas. ¡Uf! Tendrá que limpiar el suelo de rodillas y con el cepillo como no se las quite ahora mismo y las deje fuera antes de subir.

– La siguiente tarea de mi lista era la plancha -dijo Margaret-. Gracias, señora Thrush. Me parece que ya va siendo hora de que todos empecemos a arreglarnos para el baile. Nessie, en tu caso será mejor que te vayas antes de que lady Dew ordene que salgan en tu busca. Stephen, hazme el favor de sacar ahora mismo esas botas tan asquerosas de la salita. Señora Thrush, por favor, prepárese un té y ponga un rato los pies en alto. Lleva trajinando todo el día.

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