Mary Balogh - Cásate Conmigo

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Cuando Elliott Wallace, el Vizconde Lyngate, llega a Throckbridge, la pequeña villa está alborotada por la llegada del baile del día de San Valentín. Las damas de la ciudad están ocupadas acicalándose para el baile y chismorreando acerca de la misteriosa llegada del vizconde, pero Elliot tiene asuntos más urgentes de qué ocuparse. Su regreso tiene como objeto ver a su pupilo, el conde de Merton, en tanto que la promesa que ha hecho de buscarse una esposa para Navidad tiene un gran peso en su mente.
Cuando Elliot conoce al reciente joven conde, Stephen Huxtable, y a sus tres hermanas, la desagradable Margaret, la alegre Katherine y la sencilla y viuda Vanessa, se queda absorto en la vida de la familia. Ante las quejas por parte del conde que alega que sus hermanas le vuelven loco con tantas exigencias, Elliot decide que le propondrá matrimonio a la hermana mayor.
Desesperada por rescatar a su hermana de un matrimonio sin amor, Vanessa Dew se ofrece en su lugar. Elliot acepta tan sorprendente proposición, al tiempo que se ocupa de su misión. Pero durante la noche de bodas suceden cosas de lo más extrañas: estos desconocidos sin nada en común parecen no ser capaces de quitarse las manos de encima. Ahora, mientras la intriga gira en torno a un secreto del pasado, que guarda una increíble relación con los Huxtable, Elliot y Vanessa descubren los gloriosos placeres del tálamo nupcial… y también, que cuando se trata de la dicha conyugal, el amor está muy presente.

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– ¡Oh! -exclamó.

«Demasiado amistosa.» ¿Eso quería decir que tenía amantes? Una razón de peso para que las damas más estrictas, como la vizcondesa viuda, se olvidaran de enviarle invitaciones.

¿Era consciente Elliott de su reputación? Claro que debía de serlo. ¿Por eso se había enfadado? Al fin y al cabo, ese baile se celebraba en honor a su hermana pequeña, que solo tenía dieciocho años.

– Pues entonces has sido un poco malo al convencerla de que te acompañara, Constantine. Tal vez deberías disculparte con mi suegra.

– Tal vez debería hacerlo -convino él con expresión risueña.

– Pero no lo harás -concluyó. -Pero no lo haré.

Ladeó la cabeza y lo miró fijamente. Constantine seguía sonriendo, aunque con ese gesto un tanto desdeñoso del que ya se había percatado en otras ocasiones. Y también con un brillo acerado en los ojos, si bien de eso no se había dado cuenta antes. Sospechaba que Constantine Huxtable era un hombre muy complejo al que no conocía en absoluto y al que nunca llegaría a conocer. Sin embargo, era su primo y nunca había sido desagradable ni con sus hermanos ni con ella.

– ¿Por qué os odiáis tanto Elliott y tú? -le preguntó con la esperanza de que Constantine sí se lo dijera.

– No lo odio -contestó él-. Pero resulta que lo ofendí en vida de Jon. Yo solía animar a mi hermano a gastarle bromas, sin darme cuenta de que Elliott se lo tomaría todo muy en serio. Antes de que mi tío muriera y le dejara tantas responsabilidades, tu esposo tenía sentido del humor. Solía ser el instigador de un sinfín de travesuras. Pero en algún punto del camino perdió la habilidad de reírse de sí mismo… y de cualquier otra cosa, ya que estamos. Tal vez tú lo ayudes a recuperar su sentido del humor. No lo odio.

Su respuesta parecía muy razonable. Sin embargo, mientras lo observaba ocupar su puesto en la fila de los caballeros una vez que ella se colocó en la de las damas, fue incapaz de desprenderse de la sensación de que debía de haber algo más. Elliott era un hombre taciturno, quisquilloso y malhumorado. Ella misma lo había acusado de no tener sentido del humor. Pero era imposible que odiara a Constantine con tanta intensidad solo porque hubiera animado a Jonathan a gastarle bromas y a dejarlo en ridículo.

En ese momento comenzó la música y se dejó llevar por la alegría indescriptible de bailar en un evento de la alta sociedad. Miró a su alrededor y sonrió a los invitados, recreándose con los arreglos florales y respirando su aroma.

Sus ojos se encontraron con los de Elliott, que encabezaba la fila de caballeros, y tuvo la sensación de que la miraba con la intensidad de… En fin, no del amor. Pero sí de algo… ¿De afecto tal vez? Le lanzó una sonrisa deslumbrante.

Ah, sí, pensó, las cosas parecían ir bien en su matrimonio.

Era feliz.

Elliott estaba tan furioso que le sorprendía no haber perdido el control.

Su primer impulso fue el de pedirle a Anna que se fuera… y que se llevara a Con. De exigírselo más bien. De hacer que los echasen. De echarlos él mismo.

Sin embargo, ¿cómo hacer algo así sin crear un sonoro escándalo? La pareja había programado muy bien su entrada: habían llegado tarde, pero no demasiado. Sabían que no harían una escena delante de tanta gente y en su propio hogar.

No obstante, un buen número de los presentes debía de estar al tanto de todo. ¡Incluida su madre!

Ningún caballero que se preciara de serlo invitaría a su amante, aunque hubiera dejado de serlo, a su propia casa. Sobre todo en presencia de su esposa, ¡por el amor de Dios!, de su madre y de sus hermanas.

Por supuesto Con también lo sabía… y la había llevado. Tenía tanta culpa como ella. Seguramente más. Era justo la clase de idea disparatada típica de su primo.

Intentó prestarle toda su atención a Cecily durante el primer baile. Su hermana tenía los ojos brillantes, estaba nerviosa y no dejaba de parlotear. Al fin y al cabo, esa era una de las noches más importantes de toda su vida. Una vez finalizada esa primera pieza, Cecily bailaría con una sucesión de buenos partidos, todos seleccionados con sumo cuidado por su madre. Uno de ellos sería su futuro esposo.

Sin embargo, le costaba mucho mantener la concentración. ¿Qué le estaría diciendo Con a Vanessa? No parecían estar hablando mucho. Su primo sonreía a su esposa, que sin lugar a dudas estaba resplandeciente… igual que en el baile de Throckbridge. Eso quería decir que no le había dicho nada que pudiera molestarla.

Anna no estaba bailando. Se encontraba junto a la pista de baile, con un grupo de personas, pero no participaba de la conversación. Se estaba abanicando con gesto lánguido y una media sonrisa mientras lo observaba bailar. Ni siquiera intentaba disimular lo que estaba haciendo.

Llevaba el vestido que él le había regalado el año anterior, y era tan atrevido que rayaba en la vulgaridad; en su momento le había dicho que ella era la única mujer con la figura adecuada para hacerle justicia. Anna siempre se lo había puesto en privado, solo para sus ojos, cuando cenaban juntos o pasaban la velada en su dormitorio.

Llegó a la conclusión de que debía evitar su compañía durante toda la noche y esperar que el asunto se zanjara de esa forma. Intentaría asegurarse de que Vanessa también la evitaba.

¡Por el amor de Dios! Menudo interés debían de haber suscitado entre los invitados, que sin duda se pasarían el resto de la noche observándolos con avidez, esperando y, en el caso de los malpensados, deseando que sucediera algo.

No obstante, evitar a Anna no iba a ser tarea fácil. En cuanto terminó su baile con Cecily, Con se acercó para reclamar la segunda pieza. Vanessa estaba con sus hermanos, presentándoselos a la señorita Flaxley, a lord Beatón y a sir Wesley Hidcote. Lord Trentam, el marido de Jessica, se inclinó hacia Vanessa para decirle algo al oído y ella le sonrió y le colocó la mano en el brazo. Al parecer, la había invitado a bailar la siguiente pieza.

En ese instante Anna apareció a su lado antes de que pudiera evitarla. Seguía abanicándose con gesto lánguido y aún esbozaba la media sonrisa. No le quedó más remedio que hacerle una reverencia y escuchar lo que tuviera que decirle.

– Elliott, supongo que estarás muy ofendido -dijo Anna con esa voz ronca y musical.

Sus palabras hicieron que enarcara las cejas.

– Creo que uno de mis escarpines te golpeó en el hombro -prosiguió ella-. Cuando te lo tiré, se me olvidó que eran los de tacón fino. ¿Te hice daño?

– Por supuesto que no -contestó.

– Tengo mucho temperamento -confesó Anna-. Pero tú lo sabías desde el principio. Lo mismo que sabes que se enfría tan rápido como se calienta. Deberías haber vuelto al rato. Te estaba esperando.

– ¿En serio? -preguntó. Tal vez se le hubiera olvidado que su temperamento se había enfriado incluso antes de que él se marchara.

– Por supuesto que sí.

– Estaba ocupado -repuso-. He estado ocupado desde entonces.

– ¿Ocupado? Pobre Elliott -dijo ella-. ¿Cumpliendo con tu deber? Debe de ser una tarea muy pesada.

El vizconde enarcó las cejas de nuevo.

– No creo que te reporte mucho placer -apostilló Anna con una de esas carcajadas roncas que siempre lo habían excitado.

– ¿Eso crees? -le preguntó.

– El placer y el deber nunca se han llevado bien, razón por la que el matrimonio entre nosotros nunca habría funcionado -afirmó ella-. Has sido muy listo al darte cuenta de eso antes que yo. ¿Cuándo irás a verme?

El había dado su relación por terminada. Aunque no se lo había dicho de forma explícita… tal vez. Se habían peleado en otras ocasiones y siempre habían acabado haciendo las paces.

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