El pelo era su mejor rasgo físico, decían muchos. Salvo quizá por sus ojos. O por su figura. O por sus dientes, que eran muy blancos y bonitos.
Así era como la alta sociedad veía a la duquesa de Dunbarton, su matrimonio con el anciano duque y su regreso a Londres convertida en una viuda rica que por fin era libre.
Pero nadie sabía nada, por supuesto. Nadie había compartido su matrimonio ni sabía si había funcionado o no. Nadie salvo el duque y ella, claro estaba. El duque se había recluido cada vez más en su casa, sobre todo durante sus últimos años de vida, y la duquesa contaba con una horda de conocidos, pero se ignoraba que tuviera amistades de verdad. Se había contentado con esconderse tras la fachada de lujo y misterio que proyectaba.
La alta sociedad, que jamás se había cansado de especular sobre ella durante los diez años de su matrimonio, volvió a hacerlo después del intervalo de un año. En realidad, se convirtió en el tema de conversación preferido en los salones y durante las cenas. La alta sociedad se preguntaba qué iba a hacer la duquesa con su vida una vez libre. Nadie había olvidado que cuando pescó al duque de Dunbarton y lo convenció de que por fin se casara, no era nadie. Nadie la conocía.
¿Qué haría a continuación?
Alguien más se preguntaba qué iba a hacer la duquesa con su futuro, pero ese alguien lo hizo en voz alta y se lo preguntó directamente a la única persona que podía satisfacer su curiosidad.
Barbara Leavensworth había sido amiga de la duquesa desde que eran niñas, porque ambas vivían en la misma localidad de Lincolnshire. Barbara era la hija del vicario y Hannah era la hija de un terrateniente medianamente acaudalado y de buena familia. Barbara todavía vivía en el mismo pueblo con sus padres, aunque hacía un año que habían dejado la vicaría después de que su padre se jubilara. Ella acababa de comprometerse con el nuevo vicario. Se casarían en agosto.
Las dos amigas de la infancia habían seguido manteniendo esa estrecha amistad, pese a la distancia. La duquesa nunca había vuelto a su hogar natal después de la boda, y aunque Barbara había recibido numerosas invitaciones para pasar largas temporadas con ella, no solía aceptarlas a menudo. Y las pocas veces que había aceptado, sus visitas habían sido mucho más cortas de lo que a Hannah le habría gustado. Barbara se sentía intimidada por el duque. De modo que habían continuado con su amistad por correspondencia. Se enviaban unas cartas larguísimas, al menos una vez a la semana, y fueron constantes durante once años.
En ese momento Barbara había aceptado una invitación para pasar una temporada en Londres con la duquesa. Hannah la había convencido asegurándole que adquirirían su ajuar en el único lugar de Inglaterra donde merecía la pena comprar. Cosa que a Barbara le parecía perfecta, tal como reconoció mientras leía la carta meneando la cabeza, siempre y cuando se tuviera tantísimo dinero como tenía su amiga, que no era precisamente su caso. Sin embargo, Hannah estaba sola y necesitaba su compañía, y a ella le apetecía pasar unas semanas visitando iglesias y museos a placer antes de establecerse en su nuevo hogar. El reverendo Newcombe, su prometido, la había animado a que aceptara, a que se lo pasara bien y a que le brindara su apoyo a su pobre amiga viuda. Y después, cuando por fin decidió ir, insistió en que aceptara una asombrosa cantidad de dinero con el que comprarse unos cuantos vestidos bonitos y tal vez un par de bonetes. Y sus padres, que eran de la opinión de que pasar un mes con Hannah (a quien siempre le habían profesado un enorme cariño) sería maravilloso para su hija antes de que comenzara una vida sería como la esposa del vicario, también le ofrecieron una generosa suma de dinero.
Barbara se sintió escandalosamente rica cuando llegó a Dunbarton House, después de un viaje durante el cual había tenido la impresión de que se le descoyuntaban todos los huesos del cuerpo.
Hannah la estaba esperando en el recibidor, donde se abrazaron entre chillidos y alegres exclamaciones durante unos minutos, hablando a la vez pero sin escucharse, y riéndose por la alegría de volver a estar juntas. La alta sociedad no habría reconocido a la duquesa de haberla visto, un error justificable dado el caso. Tenía las mejillas arreboladas, los ojos abiertos de par en par y brillantes, una sonrisa de oreja a oreja, y una voz aguda por la emoción y la alegría. El aura de misterio había desaparecido por completo.
Hasta que reparó en la silenciosa presencia del ama de llaves, que aguardaba a cierta distancia, y dejó a Barbara en sus competentes manos. Se entretuvo paseando nerviosa de un lado para otro del salón mientras su amiga era conducida a su dormitorio para que se aseara, se cambiase de vestido, se peinara y empleara a su gusto la media hora que faltaba hasta que se sirviera el té.
Cuando bajó, volvía a ser la Barbara compuesta y serena de siempre. Su leal y estimada Barbara, a quien quería más que a nadie en el mundo, pensó Hannah con una sonrisa mientras atravesaba el salón para volver a abrazarla.
– Estoy contentísima de que hayas venido, Babs -dijo. Soltó una carcajada-. Por si no te ha quedado claro después de mi recibimiento.
– Bueno, me ha parecido ver cierto entusiasmo, sí -comentó Barbara, tras lo cual ambas se echaron a reír otra vez.
Hannah intentó recordar en ese momento cuándo fue la última vez que se rió, pero fue incapaz de acordarse de una sola ocasión. No importaba. Nadie se reía mientras guardaba luto. Podría tildarse de crueldad.
Charlaron sin cesar durante una hora, en esa ocasión prestándose atención la una a la otra, antes de que Barbara le preguntara aquello que le rondaba la mente desde la muerte del duque de Dunbarton, aunque había evitado el tema en las cartas.
– Hannah, ¿qué vas a hacer ahora? -Se inclinó hacia delante en su sillón-. Debes de sentirte terriblemente sola sin el duque. Os adorabais.
Barbara era de las pocas personas que había en Londres, o tal vez en toda Inglaterra, que creía de corazón algo tan sorprendente. Tal vez fuera la única incluso.
– Nos adorábamos, sí -reconoció ella con un suspiro. Extendió los dedos de una mano sobre el regazo y clavó la vista en los tres anillos que adornaban sus dedos, rematados por una exquisita manicura. Se pasó la palma de la mano por la delicada muselina blanca de su vestido-. Lo echo de menos. Me paso el día pensando en esas tonterías que siempre corría a compartir con él, y de repente me acuerdo de que ya no está aquí para escucharme.
– Sé que sufrió muchísimo por culpa de la gota -comentó Barbara con voz seria por la lástima- y que el corazón le dio muchos problemas y sustos durante los últimos años. Supongo que ha sido una bendición que haya tenido un final tan rápido después de todo.
A Hannah le hizo gracia el comentario, por inapropiada que fuese su reacción. Barbara ejercería a la perfección el papel de esposa del vicario si contaba con un buen repertorio de tópicos como el que acababa de soltar.
– Todos deberíamos contar con esa bendición cuando nos llegue el momento -replicó-. Pero supongo que su ataque al corazón fue provocado en parte por el enorme filete de ternera y las copas de clarete de las que disfrutó la noche anterior a su muerte. Ya le habían prohibido semejantes excesos diez años antes de que yo lo conociera, y siguieron recordándoselo al menos… hum… una vez al año durante nuestro matrimonio. Siempre decía que debería haber estado criando malvas cuando yo jugaba con mis muñecas. De vez en cuando se disculpaba por vivir tanto.
– ¡Hannah! -exclamó Barbara, medio escandalizada y con un deje de reproche. Era evidente que no sabía qué decir a modo de réplica.
– Al final conseguí que dejara de hacerlo -siguió Hannah-, después de componer una oda, malísima por cierto, titulada «Al duque que debería haber muerto». Cuando se la leí, se rió tanto que sufrió un ataque de tos y estuvo a punto de morir en aquel mismo momento. Se me ocurrió escribir otra para acompañarla, titulada «A la duquesa que debería ser viuda». Pero no conseguí encontrar una palabra que rimara con «viuda», salvo quizá «ayuda», referida a su gota. Pero me pareció que quedaba un poco cojo… -Al ver que Barbara reparaba en el chiste y se echaba a reír, esbozó una leve sonrisa.
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