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Mary Balogh: Una Aventura Secreta

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Mary Balogh Una Aventura Secreta

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Por fin la oveja negra de los Huxtable está a punto de encontrar una compañera a la altura de las circunstancias… una mujer con una reputación aún más escandalosa. Su nombre es Hannah Reid. Nacida plebeya, se convirtió en la duquesa de Dunbarton desde que a los diecinueve años se casó con el anciano duque al que, según los rumores, le fue constantemente infiel. Y ahora que su marido ha muerto, Hannah, más femenina y bella que nunca a sus treinta años, ha obtenido la libertad que tanto deseaba y sabe muy bien lo primero que va a hacer con ella: buscarse un amante; no cualquier amante, sino el más peligroso y atractivo de toda la alta sociedad londinense, Constantine Huxtable. Siendo un hijo ilegítimo, Constantine no ha podido acceder al título de conde, así que nunca se ha negado ningún placer que pudiera manchar su reputación. Se dice de él que lleva una vida de asueto y placer carnal en su villa del campo y que siempre elige como amantes a las viudas más recientes. Con lo que Hannah parece entrar dentro de sus expectativas. Pero una vez que estos dos apasionados y escandalosos personajes cruzan sus vidas, se dan cuenta de que no es tan fácil liberar las llamas del deseo… sin salir chamuscado, y que ambos guardan secretos que, cuando sean revelados, nadie será capaz de decidir quién de los dos se enamorará primero, quién domará a quién y quien saldrá ganador de este juego de corazones.

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– Señor Huxtable, es usted muy galante -dijo-, pero esperamos visita y debemos volver a casa sin demora.

De modo que el cochero se vio obligado a coger las riendas a toda prisa, y el lacayo corrió a abrir la portezuela mientras el señor Huxtable aceptaba la negativa con una reverencia antes de ayudarlas a subir al vehículo.

Hannah se despidió con un elegante gesto de la cabeza cuando el carruaje se puso en marcha.

– ¿Hannah? -dijo Barbara.

– Nunca hay que parecer ansiosa -adujo su amiga.

– Pero prácticamente le has suplicado que nos invitara a un té -señaló ella.

– Me he limitado a comentar que estaba muerta de sed -precisó Hannah-. Cosa que era cierta.

– ¿Esperamos visita? -quiso saber Barbara.

– No, que yo sepa -reconoció Hannah-, pero alguien podría aparecer de improviso.

En otras palabras, había mentido. Barbara reprobaba las mentiras. Sin embargo, guardó silencio. Hannah estaba inmersa en un juego, que ella también reprobaba, pero su amiga era una mujer adulta. Estaba en su derecho de elegir el camino que quería seguir en la vida.

El segundo embuste fue pronunciado unos días después, la noche del baile de los Merriwether. Barbara no quería asistir. Era un baile de la aristocracia y lo más elegante que ella conocía eran las fiestas en los salones de reunión del pueblo.

– Tonterías -dijo Hannah cuando le comentó su inquietud-. Babs, enséñame los pies.

Barbara se levantó las faldas a la altura de los tobillos y Hannah contempló ceñuda sus pies.

– Tal como sospechaba-dijo-. Tienes dos. Uno derecho y otro izquierdo. Perfectos para bailar. Habría permitido que te quedaras en casa si solo tuvieras uno, pobrecilla mía. Aunque hay personas que son unas negadas para bailar aun teniendo dos, normalmente suele pasarles a los hombres. Vendrás al baile conmigo. Y no me lo discutas. No hay más que hablar. Dime que sí.

Barbara, por supuesto, fue al baile y llegó a la conclusión de que si no tenía cuidado, acabarían saliéndosele los ojos de las órbitas. Nunca había imaginado que existía semejante esplendor. Las cartas que pensaba escribir al día siguiente serían larguísimas.

Tan pronto como pusieron un pie en el salón de baile, la multitud las rodeó. O más bien rodeó a Hannah y a Barbara con ella. La transformación que sufría su amiga cuando estaba en público le resultaba sorprendente y en parte graciosa. Porque ni siquiera se parecía físicamente a la persona que ella había conocido durante toda la vida. Parecía una… bueno, una duquesa.

El señor Huxtable también estaba en el salón de baile. A su lado se encontraban los dos caballeros con los que estuvo cabalgando en el parque y dos damas. No obstante, se separó pronto de ellos para circular entre los invitados y charlar con diferentes grupos.

Y Hannah, según se percató, puso especial cuidado en colocarse de forma que siempre quedara bien a la vista del caballero. Cada vez que sus miradas se cruzaban, Hannah se abanicaba muy despacio con su abanico de plumas blancas y en un par de ocasiones se las ingenió para parecer desolada. Como si se sintiera desamparada entre la multitud y necesitara que la rescatasen.

Posiblemente, pensó Barbara, hubiera un buen número de mujeres en la estancia deseando sentirse tan desamparadas y desvalidas como su amiga… El poder que Hannah ostentaba sobre los hombres era asombroso, sobre todo porque no parecía esforzarse en absoluto para que así fuera. Claro que ya atraía las miradas de los hombres cuando apenas era una niña. Era una de las pocas criaturas realmente hermosas que bendecían el mundo con su presencia.

El señor Huxtable acabó por complacer su silenciosa súplica y atravesó la distancia que los separaba.

Saludó primero a Barbara con una reverencia y después hizo lo propio con Hannah.

– Duquesa -dijo-, ¿sería tan amable de concederme el primer baile de la noche?

Hannah volvió a parecer desolada.

– Me temo que no puedo hacerlo -contestó-. Ya se lo he prometido a otro.

«¿¡Cómo!?», exclamó Barbara para sus adentros, parpadeando. Su amiga le había explicado de camino al baile que nunca le concedía ningún baile a un hombre con antelación. Solo lo hacía con el duque, antes de que dejara de bailar. Y desde que habían llegado a casa de los Merriwether, Barbara no había visto que le concediera un baile a ningún caballero. Sin embargo, lo peor estaba por llegar.

– ¿El segundo, entonces? -Insistió el señor Huxtable-. ¿O el tercero?

– Lo siento mucho, señor Huxtable -contestó Hannah con voz pesarosa-. Los tengo todos comprometidos. Quizá en otra ocasión.

El caballero se despidió con una reverencia y se alejó.

– ¿Hannah? -dijo Barbara.

– Bailaré todas las piezas -le aseguró su amiga-. Nunca hay que parecer ansiosa, Babs.

Y en ese momento volvió su séquito, compitiendo por llamar su atención.

«Qué embustes más descarados y raros», pensó Barbara. ¿Se podía atraer a un hombre llamando su atención para luego desdeñarlo? ¿Así se lograba que un desconocido se convirtiera en un amante?

Esperaba que no. Porque estaba convencida de que Hannah cometería un error garrafal si se enredaba con un amante. Y el señor Huxtable, aunque parecía el perfecto caballero, también parecía muy peligroso. El tipo de hombre que se cansaba pronto de que jugaran con él.

Ojalá acabara por darle la espalda a Hannah cuando llegase el momento.

Y en ese instante sus pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de un caballero que se mostró interesado en conocerla. En cuanto Hannah los presentó, el caballero le hizo una reverencia sin soltarle la mano y la invitó a bailar la pieza inaugural.

Estuvo tentada de echarse un vistazo a los pies para comprobar que, efectivamente, seguía teniendo dos. De repente, se le secó la boca, el corazón comenzó a latirle con mucha fuerza y deseó estar con Simón.

– Gracias -contestó con una sonrisa serena mientras colocaba la palma de la mano en el brazo que el caballero le ofrecía. No recordaba su nombre.

Entretanto, Hannah hacía alarde del atributo más importante que había adquirido a lo largo de los últimos once años: la paciencia. Nunca debía mostrarse ansiosa. Por nada. Mucho menos cuando estaba empeñada en conseguir algo. Y estaba empeñada en conseguir a Constantine Huxtable. Había descubierto que era más atractivo de lo que lo recordaba, y estaba segura de que sería un amante satisfactorio. Posiblemente el término «satisfactorio» se quedara corto, de hecho.

Y también sabía que él no creía desearla como amante. Ese hecho le quedó muy claro durante el encuentro en Hyde Park. Se había limitado a mirarla con expresión glacial desde la posición ventajosa que le ofrecía su montura y ella había llegado a la conclusión de que la despreciaba. Como muchos otros, por supuesto, que ni siquiera la conocían. Aunque, para ser justos, la culpa era solo suya. Sin embargo, la seguían. Y no podían apartar los ojos de ella.

El duque la había enseñado no solo a hacerse notar, sino también a ser irresistible.

«Nadie admira la timidez ni el recato, amor mío», le dijo en una ocasión al comienzo de su matrimonio, cuando Hannah poseía un exceso de ambas cualidades. «Amor mío» era su forma de referirse a ella. Nunca la había llamado «Hannah». De la misma forma que ella siempre lo había llamado «duque».

Había aprendido a no mostrarse tímida en ninguna situación. A no ser recatada en ninguna circunstancia. A ser paciente.

Tres noches después del baile, Hannah y Barbara se encontraban en un concierto privado en casa de los Heaton. Estaban con el resto de los invitados que habían llegado temprano en una antesala oval, disfrutando de una copa de vino mientras aguardaban el momento de ocupar sus asientos en la sala de música. Como siempre, las rodeaba un séquito de admiradores y amigos de Hannah. Dos de ellos rivalizaban por el honor de ocupar un asiento a su lado durante la velada. Podría haberles recordado que en realidad había dos lugares que ocupar junto a ella, pero tal vez el argumento no satisficiera a ninguno de los dos.

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