Barbara Dunlop - Divorcio roto

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Un ex marido no debía intentar seducir a su ex mujer…
El millonario Daniel Elliott seguía haciendo que su ex mujer, Amanda, siguiera sintiendo la atracción que había desatado sus pasiones y los había obligado a casarse en el pasado, cuando ella se había quedado embarazada. Habían acabado por separarse después de las constantes intervenciones de la poderosa familia de Daniel, pero entre ellos seguía habiendo mucho deseo… tanto, que después de un encuentro casual acabaron en la cama. ¿Podrían mantener tan frágil unión en contra de los deseos de la rica dinastía Elliott?

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– Ven a cenar conmigo -dijo, impulsivamente. Al ver su expresión comprendió que era un error táctico. Demasiado directo, casi sonaba como una cita.

– Daniel…

– Con Cullen y Misty -añadió rápidamente. Era el jefe, así que podía ordenarle a su hijo que se uniera a ellos. Si eso no funcionaba, se lo pediría a Misty. Había oído decir que Amanda y ella se llevaban a las mil maravillas.

– ¿Has visto a Misty? -preguntó Amanda.

– No, pero hoy he visto a Cullen.

– ¿Va bien el embarazo?

– Todo va bien -Daniel no había preguntado. Pero suponía que Cullen le habría informado si algo fuera mal.

Amanda levantó un bolígrafo y golpeó un espacio vacío que había entre dos carpetas y su agenda.

– Dime, ¿qué puedo hacer por ti, Daniel?

– Ven a cenar con nosotros.

– Quiero decir ahora.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. Has venido hasta Midtown. ¿Qué quieres?

Daniel titubeó. No había planeado lanzarse de lleno allí mismo, en ese momento. Pero pensó que por lo menos podía preparar el terreno.

– Hace un rato estuve hablando con Taylor Hopkins.

– Deja que adivine, quiere mi consejo legal sobre un asunto delicado.

– Es abogado, Amanda.

– Sé que es abogado. Era un chiste.

– Ah, ya.

Amanda se puso de pie y Daniel la imitó con rapidez. Ella recogió un montón de carpetas.

– Relájate, Daniel. Sólo voy a guardar esto. ¿Te importa que organice un poco mientras hablamos?

Daniel paseó la mirada por las atiborradas estanterías y el escritorio rebosante de papeles.

– Claro que no. ¿Pero por qué la señorita Gótica no…?

– Julie -intervino Amanda.

– Bien. Julie. ¿Por qué no se ocupa Julie de tus archivos?

– Lo hace.

Daniel miró a su alrededor y se mordió la lengua.

– Está aprendiendo -aclaró Amanda, siguiendo su mirada.

– ¿Insinúas que antes era aún peor?

Tras una pequeña pausa, Amanda dejó el montón de carpetas en el alféizar que tenía a su espalda.

– ¿Has venido hasta aquí sólo para insultar a mi personal?

Desde donde estaba sentado, Daniel tuvo la impresión de que Amanda había bloqueado el aire acondicionado. En un húmedo día de agosto, en el centro de la ciudad.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?

– Dos, bueno, cerca de tres…

– ¿Semanas?

– Años.

– Ah.

– Déjate de «ah». Sólo porque Elliott Publication Holdings contrate a estudiantes de doctorado como personal administrativo…

– No estaba comparándote con EPH -Daniel decidió aprovechar la oportunidad, por pequeña que fuera. Ella arqueó una ceja-. Te comparaba con Regina & Hopkins.

– ¿Y quién ha ganado? -la ceja de ella se arqueó aún más.

– Amanda…

– En serio, Daniel. ¿Cómo quedo en comparación con una empresa fría, calculadora, inhumana y obsesionada por los beneficios como Regina & Hopkins?

Daniel parpadeó, preguntándose de dónde había llegado ese mazazo en el estómago.

– Ya me imaginaba -dijo ella. Levantó otro montón de carpetas y miró a su alrededor.

Él tuvo la impresión de que sólo estaba recolocando el desorden. Se planteó que tal vez estuviera nerviosa. Eso no era malo, podía darle ventaja.

– ¿Por qué siempre hablas de la eficacia y los beneficios como si fueran blasfemias?

Ella dejó las carpetas en una esquina libre que quedaba sobre el archivador.

– Porque «eficacia» como tú lo llamas, es una excusa para tratar a la gente como meros generadores de beneficios.

Daniel rebuscó en su cerebro un momento.

– La gente es generadora de beneficios. Se contrata gente buena, se le paga un salario justo y esa gente gana dinero para la empresa.

– ¿Y quién decide quién es la buena gente?

– Amanda…

– ¿Quién lo decide, Daniel?

– El Departamento de Recursos Humanos -aventuró él, tras intentar dilucidar si era una pregunta trampa.

Amanda señaló la puerta del despacho y su tono se volvió más cortante.

– Julie es una buena persona.

– Te creo -asintió él, comprendiendo que debía dar marcha atrás. Sus discusiones se disparaban tan rápido que resultaba difícil mantener la conversación dentro del equilibrio.

– Puede que no sea la mejor mecanógrafa ni archivista del mundo. Y nunca llegaría a cruzar la puerta del Departamento de selección de EPH, pero es muy buena persona.

– Ya he dicho que te creo -repitió Daniel con tono conciliador, haciéndole un gesto para que volviera a sentarse. Amanda tomó aire y se sentó.

– Se merece una oportunidad.

– ¿Dónde la encontraste? -inquirió Daniel, sentándose también. Estaba seguro que no había sido a través de ninguna de las agencias de empleo de buena reputación.

– Es una antigua clienta.

– ¿Es una delincuente?

– Una acusada. Cielos, Daniel. Ser arrestado no implica ser culpable.

– ¿De qué la acusaron?

Amanda frunció los labios un segundo.

– Desfalco.

– ¿Desfalco? -Daniel la miró atónito.

– Ya me has oído.

Él se puso en pie y dio unos pasos por el pequeño despacho, intentando mantener la compostura.

– ¿Contrataste a una malversadora de fondos para que llevara tu oficina?

– He dicho que fue acusada.

– ¿Era inocente?

– Había circunstancias atenuantes…

– ¡Amanda!

– Esto no es asunto tuyo, Daniel -sus ojos se endurecieron.

Daniel apretó la mandíbula. Entendía que ella pudiera pensar eso. Habían vuelto a empezar con mal pie. Y era culpa de él. Debería haber orquestado la conversación con más cuidado. Se sentó y luego se inclinó hacia delante.

– Eres indulgente, Amanda. Siempre lo fuiste.

– Si consideras «indulgente» ver a las personas como si fueran algo más que esclavos, tienes razón.

Él apretó la mandíbula, resistiéndose a contestar.

– ¿Quieres criticar mi estilo de contratación de personal? -entrelazó los dedos y los estiró, como si se preparara para una pelea-. ¿Por qué no echamos un vistazo al tuyo?

– Mi personal es el mejor.

– ¿Sí? Háblame de tu personal.

– Mi secretaria, Nancy, es licenciada en gestión empresarial y experta en ofimática.

Amanda levantó el bolígrafo de nuevo y golpeó rítmicamente el escritorio.

– ¿Tiene hijos?

– No lo sé.

– ¿Está casada?

– No creo -contestó Daniel tras pensar un momento. A Nancy no le importaba tener que quedarse a trabajar hasta tarde. Si tuviera un marido y familia, seguramente le molestaría más.

– Voy a hacerte una encuesta, Daniel. Dime el nombre de la pareja de uno de tus empleados. De cualquiera.

– Misty.

– Eso es trampa.

– Has dicho de cualquiera -sonrió Daniel.

– ¿Sabes cuál es tu problema?

– ¿Qué soy más listo que tú?

Ella le tiró el bolígrafo. Él lo esquivó.

– No tienes alma.

Por alguna razón, esas palabras lo golpearon con fuerza inusitada.

– Supongo que eso es un problema -murmuró.

Ella hizo una mueca de arrepentimiento al ver su expresión, pero se recuperó de inmediato.

– Quiero decir que estás tan centrado en el negocio, la productividad y los beneficios, que olvidas que el mundo está lleno de gente. Tus empleados tienen sus propias vidas. No son sólo meras comparsas de la tuya.

– Sé que tienen sus propias vidas.

– En abstracto, sí. Pero no sabes nada de esas vidas.

– Sé cuanto necesito saber.

– ¿Sí? -preguntó ella con escepticismo.

– Sí.

– Comparemos, ¿vale? Pregúntame algo de Julie.

– ¿Julie?

Amanda puso los ojos en blanco, irritada.

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