– Ven a cenar conmigo -dijo, impulsivamente. Al ver su expresión comprendió que era un error táctico. Demasiado directo, casi sonaba como una cita.
– Daniel…
– Con Cullen y Misty -añadió rápidamente. Era el jefe, así que podía ordenarle a su hijo que se uniera a ellos. Si eso no funcionaba, se lo pediría a Misty. Había oído decir que Amanda y ella se llevaban a las mil maravillas.
– ¿Has visto a Misty? -preguntó Amanda.
– No, pero hoy he visto a Cullen.
– ¿Va bien el embarazo?
– Todo va bien -Daniel no había preguntado. Pero suponía que Cullen le habría informado si algo fuera mal.
Amanda levantó un bolígrafo y golpeó un espacio vacío que había entre dos carpetas y su agenda.
– Dime, ¿qué puedo hacer por ti, Daniel?
– Ven a cenar con nosotros.
– Quiero decir ahora.
– ¿Ahora?
– Sí, ahora. Has venido hasta Midtown. ¿Qué quieres?
Daniel titubeó. No había planeado lanzarse de lleno allí mismo, en ese momento. Pero pensó que por lo menos podía preparar el terreno.
– Hace un rato estuve hablando con Taylor Hopkins.
– Deja que adivine, quiere mi consejo legal sobre un asunto delicado.
– Es abogado, Amanda.
– Sé que es abogado. Era un chiste.
– Ah, ya.
Amanda se puso de pie y Daniel la imitó con rapidez. Ella recogió un montón de carpetas.
– Relájate, Daniel. Sólo voy a guardar esto. ¿Te importa que organice un poco mientras hablamos?
Daniel paseó la mirada por las atiborradas estanterías y el escritorio rebosante de papeles.
– Claro que no. ¿Pero por qué la señorita Gótica no…?
– Julie -intervino Amanda.
– Bien. Julie. ¿Por qué no se ocupa Julie de tus archivos?
– Lo hace.
Daniel miró a su alrededor y se mordió la lengua.
– Está aprendiendo -aclaró Amanda, siguiendo su mirada.
– ¿Insinúas que antes era aún peor?
Tras una pequeña pausa, Amanda dejó el montón de carpetas en el alféizar que tenía a su espalda.
– ¿Has venido hasta aquí sólo para insultar a mi personal?
Desde donde estaba sentado, Daniel tuvo la impresión de que Amanda había bloqueado el aire acondicionado. En un húmedo día de agosto, en el centro de la ciudad.
– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?
– Dos, bueno, cerca de tres…
– ¿Semanas?
– Años.
– Ah.
– Déjate de «ah». Sólo porque Elliott Publication Holdings contrate a estudiantes de doctorado como personal administrativo…
– No estaba comparándote con EPH -Daniel decidió aprovechar la oportunidad, por pequeña que fuera. Ella arqueó una ceja-. Te comparaba con Regina & Hopkins.
– ¿Y quién ha ganado? -la ceja de ella se arqueó aún más.
– Amanda…
– En serio, Daniel. ¿Cómo quedo en comparación con una empresa fría, calculadora, inhumana y obsesionada por los beneficios como Regina & Hopkins?
Daniel parpadeó, preguntándose de dónde había llegado ese mazazo en el estómago.
– Ya me imaginaba -dijo ella. Levantó otro montón de carpetas y miró a su alrededor.
Él tuvo la impresión de que sólo estaba recolocando el desorden. Se planteó que tal vez estuviera nerviosa. Eso no era malo, podía darle ventaja.
– ¿Por qué siempre hablas de la eficacia y los beneficios como si fueran blasfemias?
Ella dejó las carpetas en una esquina libre que quedaba sobre el archivador.
– Porque «eficacia» como tú lo llamas, es una excusa para tratar a la gente como meros generadores de beneficios.
Daniel rebuscó en su cerebro un momento.
– La gente es generadora de beneficios. Se contrata gente buena, se le paga un salario justo y esa gente gana dinero para la empresa.
– ¿Y quién decide quién es la buena gente?
– Amanda…
– ¿Quién lo decide, Daniel?
– El Departamento de Recursos Humanos -aventuró él, tras intentar dilucidar si era una pregunta trampa.
Amanda señaló la puerta del despacho y su tono se volvió más cortante.
– Julie es una buena persona.
– Te creo -asintió él, comprendiendo que debía dar marcha atrás. Sus discusiones se disparaban tan rápido que resultaba difícil mantener la conversación dentro del equilibrio.
– Puede que no sea la mejor mecanógrafa ni archivista del mundo. Y nunca llegaría a cruzar la puerta del Departamento de selección de EPH, pero es muy buena persona.
– Ya he dicho que te creo -repitió Daniel con tono conciliador, haciéndole un gesto para que volviera a sentarse. Amanda tomó aire y se sentó.
– Se merece una oportunidad.
– ¿Dónde la encontraste? -inquirió Daniel, sentándose también. Estaba seguro que no había sido a través de ninguna de las agencias de empleo de buena reputación.
– Es una antigua clienta.
– ¿Es una delincuente?
– Una acusada. Cielos, Daniel. Ser arrestado no implica ser culpable.
– ¿De qué la acusaron?
Amanda frunció los labios un segundo.
– Desfalco.
– ¿Desfalco? -Daniel la miró atónito.
– Ya me has oído.
Él se puso en pie y dio unos pasos por el pequeño despacho, intentando mantener la compostura.
– ¿Contrataste a una malversadora de fondos para que llevara tu oficina?
– He dicho que fue acusada.
– ¿Era inocente?
– Había circunstancias atenuantes…
– ¡Amanda!
– Esto no es asunto tuyo, Daniel -sus ojos se endurecieron.
Daniel apretó la mandíbula. Entendía que ella pudiera pensar eso. Habían vuelto a empezar con mal pie. Y era culpa de él. Debería haber orquestado la conversación con más cuidado. Se sentó y luego se inclinó hacia delante.
– Eres indulgente, Amanda. Siempre lo fuiste.
– Si consideras «indulgente» ver a las personas como si fueran algo más que esclavos, tienes razón.
Él apretó la mandíbula, resistiéndose a contestar.
– ¿Quieres criticar mi estilo de contratación de personal? -entrelazó los dedos y los estiró, como si se preparara para una pelea-. ¿Por qué no echamos un vistazo al tuyo?
– Mi personal es el mejor.
– ¿Sí? Háblame de tu personal.
– Mi secretaria, Nancy, es licenciada en gestión empresarial y experta en ofimática.
Amanda levantó el bolígrafo de nuevo y golpeó rítmicamente el escritorio.
– ¿Tiene hijos?
– No lo sé.
– ¿Está casada?
– No creo -contestó Daniel tras pensar un momento. A Nancy no le importaba tener que quedarse a trabajar hasta tarde. Si tuviera un marido y familia, seguramente le molestaría más.
– Voy a hacerte una encuesta, Daniel. Dime el nombre de la pareja de uno de tus empleados. De cualquiera.
– Misty.
– Eso es trampa.
– Has dicho de cualquiera -sonrió Daniel.
– ¿Sabes cuál es tu problema?
– ¿Qué soy más listo que tú?
Ella le tiró el bolígrafo. Él lo esquivó.
– No tienes alma.
Por alguna razón, esas palabras lo golpearon con fuerza inusitada.
– Supongo que eso es un problema -murmuró.
Ella hizo una mueca de arrepentimiento al ver su expresión, pero se recuperó de inmediato.
– Quiero decir que estás tan centrado en el negocio, la productividad y los beneficios, que olvidas que el mundo está lleno de gente. Tus empleados tienen sus propias vidas. No son sólo meras comparsas de la tuya.
– Sé que tienen sus propias vidas.
– En abstracto, sí. Pero no sabes nada de esas vidas.
– Sé cuanto necesito saber.
– ¿Sí? -preguntó ella con escepticismo.
– Sí.
– Comparemos, ¿vale? Pregúntame algo de Julie.
– ¿Julie?
Amanda puso los ojos en blanco, irritada.
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