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Juliette Benzoni: La Alcoba De La Reina

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Juliette Benzoni La Alcoba De La Reina

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Francia, junio de 1626. Una niña de cuatro años vaga por el bosque: su nombre es Sylvie de Valaines y su familia ha sido asesinada. Un muchacho de diez años, François de Borbón-Vendôme, la encuentra y la lleva al castillo de Anet. Oculta tras un nuevo nombre y criada entre los Vendômes, Sylvie se convertirá en doncella de honor de la reina Ana de Austria y compartirá, sin quererlo, el mortal secreto del nacimiento del futuro Luis XIV.

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—¡Misericordia! —gimió François mientras depositaba su carga sobre las losas del patio de honor—. ¡Ya oigo silbar la correa!

Sin embargo, el castillo no se encontraba en su estado normal. Los guardias hablaban animadamente formando pequeños grupos y nadie le prestó atención. La agitación se centraba alrededor de una gran carroza de viaje, tan cubierta de barro y polvo que) era imposible adivinar qué blasón llevaba pintado en la portezuela. Los lacayos corrían en todas direcciones. Estaban desenganchando los caballos, y cuando el joven paró a alguien para preguntarle qué pasaba, el hombre apenas se tomó el tiempo para decirle:

—¡No lo sé de cierto! Monseñor el obispo de Nantes ha llegado aún no hace una hora, y todo el mundo está reunido en el salón de las Musas...

Sorprendido, François alzó las cejas. El obispo en cuestión, Philippe de Cospéan, era un viejo amigo de la familia, el consejero íntimo y más fiel de la duquesa, pero era la primera vez que su llegada ocasionaba aquel alboroto. François quiso entonces tomar de la mano a su pequeña acompañante para llevarla ante su madre, pero vio que lloraba de nuevo y que temblaba bajo su camisón empapado. Su mirada implorante hizo que volviera a tomarla en brazos:

—Vamos a reunimos con la familia. Veremos qué pasa —suspiró.

Nunca le había parecido tan grande el hermoso castillo reconstruido en el siglo anterior por Diana, la duquesa de Valentinois, ni tan imponente el salón de las Musas, con sus paneles pintados y dorados, sus marcos de mármol y su suntuoso mobiliario. Se encontraban allí muchas personas, pero la mirada de François se dirigió a su madre, sentada junto al obispo que, visiblemente cansado, le hablaba. Ella parecía agitada por una intensa emoción. Había huellas de lágrimas en su bello rostro, casi tan blanco como la enorme gorguera en «rueda de molino» que parecía ofrecer su cabeza sobre una bandeja de nata montada. Su hijo mayor se reclinaba con aire grave en su sillón y ella daba la mano a su hija, sentada a sus pies sobre un cojín de terciopelo. Alrededor de ellos, las damas y los oficiales de la casa ducal guardaban una inmovilidad llena de estupor, como si en lugar de seres vivos fueran personajes de un tapiz.

A pesar de la tensión reinante, la entrada de François no pasó inadvertida.

—¡Dios mío! Martigues —exclamó su hermano Louis de Mercoeur con tono irritado—, ¿de dónde venís en ese estado y con semejante compañía? ¿Qué nueva estupidez habéis cometido? ¿Quién es esa mendiga?

La indignación apagó, como una vela en una corriente de aire, la legítima inquietud del muchacho.

—No es una mendiga. La he encontrado en el bosque tal como la veis: descalza, con su muñeca y el camisón manchado de sangre. ¡Miradla mejor, a menos que vuestra soberbia y vuestro egoísmo os nublen la vista!

—¡Paz, hijos míos! —cortó Madame de Vendôme—. No es momento de peleas. François nos dirá dónde ha encontrado a esta niña...

El interpelado no tuvo tiempo de abrir la boca. Ya su hermana se había precipitado hacia él. Se arrodilló delante de la pequeña que su hermano había depositado en el suelo, y examinó la carita sucia y húmeda de lágrimas.

—¡Madre! —exclamó—. Alguna desgracia debe de haber ocurrido en La Ferrière. Esta niña es la más pequeña de los hijos de Madame de Valaines. Se llama Sylvie.

—¡Claro! —dijo François, al comprender—. Cuando le pregunté su nombre, sólo lo entendí a medias: vi... laine. No sabía qué hacer, ya que mi caballo, asustado por la tormenta, me había descabalgado...

—¡Y pensar que se tiene a sí mismo por un centauro! —comentó Mercoeur con una risita.

El muchacho iba a replicar en tono áspero cuando apareció Monsieur de Raguenel, que venía de cumplir algún encargo de la duquesa. Al ver a la niña, palideció y corrió hacia ella para tomarla entre sus brazos.

—¡Sylvie! ¡Dios mío!... Pero ¿cómo ha llegado aquí, y en este estado?

Parecía tan trastornado que Madame de Vendôme dejó que François contara de nuevo su historia.

—Entonces, la cogí en brazos y la traje aquí —concluyó.

—Y habéis hecho muy bien —aprobó su madre—. ¡Bien, vamos a lo más urgente! Madame de Bure —se volvió hacia la gobernanta de Elisabeth—, llevaos a esta pobre pequeña que parece haber sido víctima de una gran desgracia. Ocupaos de que la bañen, la alimenten y la acuesten. Cuando sepamos con certeza qué ha ocurrido, decidiremos qué hacer con ella.

La interpelada se acercó a Sylvie para tomarla de la mano, pero ella se aferró obstinadamente a la mano de François, decidida a no dejarlo: en el momento en que tenía aquella pesadilla tan horrible, Dios le había enviado un ángel, y ella quería conservarlo a su lado. De manera que soltó un aullido cuando intentaron separarla de él. Fue necesario que él prometiese ir a verla cuando estuviera acostada, para conseguir que callara.

—Muy bien —suspiró la duquesa—. ¡Monsieur de Raguenel!

El escudero no pareció escucharla. Tenía los ojos fijos en la puerta por la que acababa de desaparecer Sylvie. Pero contestó a la segunda llamada.

—¿Conocéis bien a los Valaines?

—Sí, señora duquesa. La baronesa me ha hecho el honor de considerarme su amigo desde la muerte de su esposo. Estoy muy preocupado.

—Lo imagino. Tomad una decena de hombres armados y marchad a La Ferrière. Volveréis a informarme tan pronto os sea posible. En cuanto a vos, François, iréis a cambiaros de ropa más tarde. Acaba de ocurrir una gran desgracia, y debéis ser informado de ella. —Sin más explicaciones, se dirigió de nuevo al obispo—: No puedo comprender cómo mi cuñado, el Gran Prior de Malta, ha podido dejarse engañar hasta el punto de ir a buscar a mi esposo a Bretaña para llevarlo a Blois. Y para empezar, ¿por qué a Blois?

—El rey quiere recuperar Bretaña, porque le inquieta la agitación que existe en la región. En cuanto al Gran Prior Alexandre, creyó de buena fe que Su Majestad únicamente deseaba informarse de la situación por boca del duque César.

—¡Qué duplicidad! ¿Quién habría creído al rey capaz de algo así? En verdad, este asunto huele al cardenal a una legua de distancia. Nos odia.

—El cardenal no está en Blois, sino en Limours. Y el rey no hizo otra cosa que jugar con las palabras. Cuando llegó Monsieur de Vendôme, exclamó: «Hermano mío, estaba impaciente por veros.» Y esa misma noche hizo que Monsieur du Hallier y Monsieur de Mauny los detuviesen a los dos. Todo se hizo a escondidas. Los prisioneros fueron llevados al castillo de Amboise navegando por el Loira. En cuanto a mí, he venido a avisaros con la horrible impresión de haber tenido toda la razón cuando aconsejé al duque César que no debía salir de su fortaleza de Blavet [4] [4] Hoy Port-Louis, en Morbihan, Bretaña. salvo para cruzar el mar. Pero el Gran Prior insistió, ignorante sin duda de que el rey estaba ya enterado de determinados asuntos. Pensaba ingenuamente que nuestro monarca estaba finalmente dispuesto a escuchar a sus hermanos antes que a un ministro del que había desconfiado durante tanto tiempo.

—¿Y mi esposo lo creyó? ¿Y fue a meterse en la boca del lobo en lugar de obtener todo el beneficio posible de su posición en Bretaña y de su título de Gran Almirante?

—Es lo que traté de hacerle ver, pero no quiso escucharme. Como le ocurre al Gran Prior, creo que vuestro marido en el fondo es bastante ingenuo. Creía...

—¿Que el cardenal renunciaría a despojarle de su gobierno, que olvidaría la desconfianza que le inspiran los hijos de Gabrielle d'Estrées? ¡El cardenal jamás olvida nada! —exclamó con voz colérica—. Entiendo muy poco de política, amigo mío, pero hace meses que temía una catástrofe de esta naturaleza...

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