Виктория Холт - CASTILLA PARA ISABEL
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Es necesario que yo esté informado de cómo están las cosas en Castilla, se dijo el anciano rey.
La situación estaba erizada de peligros. ¿Podría ser que la joven pareja no lo advirtiera? Muchas grandes familias apoyaban las pretensiones de la Beltraneja, y respecto del problema de la sucesión, Castilla estaba dividida. Nada podía ser más alarmante. Y ahora Fernando ponía en peligro la amistad de uno de sus defensores más decididos y más poderosos.
En cuanto al propio Juan, poco respiro le dejaban sus problemas.
El duque de Lorena, a quien los catalanes habían elegido como gobernante, había muerto, y sus hijos eran demasiado pequeños para ocupar su lugar. Es decir que los catalanes no tenían quién los guiara y Juan veía en este hecho la posibilidad de zanjar las diferencias con ellos y restablecer el orden; pero los catalanes no cederían tan fácilmente. El resultado de su resistencia fue un riguroso bloqueo de Barcelona, que terminó por predisponerlos a la negociación.
Cuando Juan entró en la ciudad quedó aterrado ante los evidentes signos del hambre que allí reinaba; como estaba tan ansioso de sellar la paz como el propio pueblo de Barcelona, juró que sería respetada la constitución de Cataluña.
Terminada después de diez largos años la guerra civil, Juan sintió por fin como si hubiera podido apaciguar el espíritu de su hijo mayor.
La paz no se logró hasta fines del año 1472 y durante ese tiempo la situación en Castilla no dejó de darle motivos de ansiedad.
La hija de Isabel y de Fernando -la pequeña Isabel- tenía ya dos años; en la pequeña corte de Dueñas la pobreza era aguda y Juan estaba muy angustiado por la suerte de su hijo; aunque anhelaba tenerlo consigo, se daba cuenta de que era necesaria la presencia de Fernando en Castilla. Isabel tenía sus partidarios y Juan había oído decir que muchos de ellos habían desertado de la causa del rey y de la Beltraneja a la muerte del duque de Guiana, en mayo de ese mismo año. La situación era alarmante.
Entonces estallaron en Aragón nuevos conflictos.
Cuando Juan de Aragón le había pedido dinero prestado, Luis XI de Francia había tomado como garantía las regiones del Rosellón y la Cerdaña, cuyos habitantes se quejaban ahora
amargamente de sus amos extranjeros y habían enviado a Juan un emisario para decirle que, si los liberaba, volverían de muy buen grado a ser sus súbditos.
Juan se preparó inmediatamente para la campaña, en tanto que Luis, exasperado por lo que estaba sucediendo, enviaba un ejército contra Aragón.
El arzobispo de Toledo se presentó ante Fernando e Isabel.
Fernando apenas si podía disimular la irritación que provocaba en él el arzobispo.
El príncipe estaba preocupado y a causa de él lo estaba también Isabel. Por más que ella le recordara que su padre era militar de gran bravura y habilísimo estratega, y que no había motivos para temer por él, al pensar en la edad del anciano rey la inquietud de Fernando persistía. Los dos estaban hablando del nuevo giro que tomaban las cosas en Aragón cuando les fue anunciada la visita del arzobispo.
Carrillo estaba secretamente complacido consigo mismo. Estaba pensando seriamente si no sería mejor abandonar la causa de Isabel para volver a abrazar la de la Beltraneja. Tenía la sensación de que de parte del rey y de la princesa no habría que esperar intromisiones en el manejo de los asuntos de estado, a no ser, claro, las de su sobrino el marqués de Villena. Pero ellos dos se entendían; estaban cortados por el mismo patrón y llevaban la misma sangre en las venas; ninguno de los dos interferiría en el ámbito del otro. Y si no demoraba en cambiar de actitud, él Carrillo, podía ser enormemente útil para los partidarios del rey.
Sin embargo no estaba ansioso de volver a cambiar de partido, porque no tenía la conciencia flexible de su sobrino. Para él lo que tenía suprema importancia era su necesidad de llevar la batuta. Estaba dispuesto a defender una causa perdida siempre que fuera él quien tomara las decisiones. No podía soportar encontrarse en una posición subordinada, y en una posición así se sentía relegado desde la llegada de Fernando.
Ahora, de pie ante Fernando e Isabel, expresó su honda preocupación en lo referente a los sucesos de Aragón.
Fernando se lo agradeció fríamente.
-Mi padre es un experto guerrero -expresó- y no albergo dudas respecto de su victoria.
-Sin embargo los franceses pueden disponer de poderosas fuerzas para ese conflicto -respondió el arzobispo.
Alarmada, Isabel miró a su marido, que se había sonrojado y empezaba a perder los estribos.
-Sugeriría -continuó el arzobispo- que en caso de que decidierais que es vuestro deber acudir en ayuda de vuestro padre, los castellanos os proporcionáramos hombres y armas -al decirlo, se volvió a Isabel-. Sé que Vuestra Alteza no opondría obstáculo alguno a que se ayudara así a vuestro suegro y que hablo investido de vuestra autoridad.
Para diversión del arzobispo, Fernando estaba desgarrado por sus emociones y era aún demasiado joven para ocultarlas. Le encantaba la perspectiva de ayudar a su padre, pero al mismo tiempo, irritábale que el arzobispo diera a entender que sólo por orden de Isabel podría él contar con hombres y armas.
Isabel hizo una profunda inspiración. Se sentía feliz en compañía de su marido y de su hijita de dos años, y la idea de que Fernando saliera a combatir la aterrorizaba. Rápidamente miró a su marido, que se había vuelto hacia ella para preguntarle:
-¿Podría yo soportar dejaros?
-Debéis cumplir vuestro deber, Fernando -respondió Isabel.
La idea de volver a Aragón, donde no lo tratarían como el consorte de la futura reina sino como heredero del trono, era tentadora. Además, Fernando amaba a su padre, que era demasiado anciano para intervenir en el combate.
El arzobispo les sonreía con aire bondadoso. Durante un tiempo, postergaría su decisión. Sacado Fernando del paso él se sentiría mucho mejor... y Fernando iría a Aragón.
-Sí -asintió lentamente el príncipe-, debo cumplir con mi deber.
Largo tiempo había pasado desde que Beatriz Fernández de Bobadilla viera a Isabel por última vez y muchas veces pensaba en ella y añoraba la antigua amistad.
Desde aquellos días en que fuera la más íntima de las da-
mas de honor de Isabel, la vida había cambiado para Beatriz. Se encontraba en una situación difícil, porque su marido era oficial de la casa del rey y la división en el país era nítida: de un lado los que apoyaban al rey, del otro los partidarios de Isabel.
Andrés de Cabrera había sido designado gobernador de la ciudad de Segovia y ocupaba allí el Alcázar, receptáculo de los tesoros del rey. Andrés se encontraba, pues, en una situación de gran responsabilidad, lo que hacía que para su mujer fuera muy difícil comunicarse con Isabel.
Beatriz se irritaba sobremanera ante este estado de cosas.
Sentía una gran devoción por su marido, pero también era grande su afecto por Isabel, y Beatriz no era mujer de medias tintas. Necesitaba ser no menos devota como amiga que como esposa.
Era frecuente que debatiera con su marido la situación del país, haciéndole ver que no podía haber prosperidad alguna en él mientras siguiera habiendo dos facciones en desacuerdo respecto de quién debía ser la heredera del trono: estarían siempre oscilando al borde de la guerra civil.
En una ocasión en que Andrés se dolía del comportamiento arrogante del marqués de Villena, Beatriz atrapó al vuelo la oportunidad que había estado esperando.
-Andrés -le dijo-, se me ocurre que si no fuera por Villena, el que actualmente es Gran Maestre de Santiago, se podría poner término a ese conflicto.
-Ah, querida mía -respondió Andrés, negando con la cabeza-, estarían aún las dos herederas. No será posible tener paz mientras estén divididas las opiniones respecto de si quien tiene derecho al título es la princesa Isabel o la princesa Juana.
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