Виктория Холт - CASTILLA PARA ISABEL

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Fernando, el aventurero, el hombre de acción, se consideraba el varón que triunfa de todos los obstáculos y a quien la mujer, más débil, debe siempre someterse.

Aunque no con absoluta claridad, Isabel lo percibía. Su matri-

monio debía ser perfecto, pensaba; la armonía no debía interrumpirse, ni en el Consejo ni en la alcoba.

Por eso se mostró dócil, ávida de aprender, sinceramente ansiosa de agradarle. Era verdad que en el dormitorio de ambos, Fernando debía ser el amo; debía ser él quien la llevara, paso a paso, por las diversas sendas del placer sensual.

Con frecuencia, Fernando se había dicho que, por más que Isabel fuera la futura reina de Castilla, era también una mujer. No se le había ocurrido que, aunque fuera mujer, no olvidaría jamás que era la futura reina de Castilla.

LA MUERTE DE ENRIQUE

Enrique recibió la primera noticia del matrimonio mediante un mensajero de Isabel.

Al leer la carta de su media hermana, se estremeció.

-Pero si esto es exactamente lo que queríamos evitar -gimió-. Ahora, tendremos en contra de nosotros a Aragón. Oh, ¡que hombre desafortunado soy? Ojalá no hubiera nacido para ser rey de Castilla.

Temeroso de la tormenta que con ello provocaría dudaba en mostrar a Villena la carta de Isabel.

Mientras se entregaba a la ensoñación la carta se le escapó de las manos. Pensando en Blanca deseó no haberse separado de ella. Qué terribles debían de haber sido sus últimos días en Or-tes. ¿Habría sospechado ¡os planes que se urdían para asesinarla?

-Si ella se hubiera quedado en Castilla viviría aún -murmuró para sí-. ¿Y estaría yo en peor situación? No tendría a mi hija, pero... ¿es mía? En toda la corte siguen llamándola la Beltraneja. ¡Pobre pequeña, qué pruebas le esperan!

Enrique inclinó la cabeza. Era un triste destino haber nacido, como ella, para convertirse en centro de las querellas por un trono. Y además estaba lo de Alfonso...

Si no se hubiera deshecho de Blanca, si hubiera tratado de llevar otra clase de vida, habría sido más feliz. Ahora no lo rodeaban más que escándalos y conflictos...

Juana, su reina, lo había abandonado para irse a vivir, escandalosamente, en Madrid. Las historias referentes a sus aventuras eran interminables; había tenido muchos amantes y de esas uniones habían nacido varios hijos ilegítimos.

Jamás había habido un hombre que tan fervientemente deseara la paz, ni tampoco uno a quien de manera tan constante la paz se le hubiera negado.

Imposible dejar de dar la noticia a Villena; si él se demoraba en hacerlo, el marqués la sabría de alguna otra fuente.

Pidió a un paje que hiciera venir a su presencia a Villena y cuando el marqués acudió, el rey con un gesto de impotencia, le entregó la carta de Isabel.

La furia tiñó de púrpura el rostro de Villena.

-¡Entonces el matrimonio se ha realizado! -gritó el marqués.

-Es lo que ella dice.

-Pero, ¡es una monstruosidad! ¡Fernando en Castilla! Bien sé lo que podemos esperar de ese hombre. Nadie hay más ambicioso que él en toda España.

-No creo que Isabel intentara usurpar el trono -señaló débilmente Enrique.

-¡Isabel! ¿Cree Vuestra Alteza que algo pesará ella en los asuntos de estado? Se verá empujada a la revuelta. Madre de Dios, de un lado ese marido joven y ambicioso, y del otro mi tío Carrillo, siempre dispuesto al combate... Ese matrimonio debería haber sido evitado a toda costa.

-Hasta el momento no han causado mucho daño.

Con un gesto hosco Villena apartó su mirada del rey.

-Hay una cosa que debemos hacer -afirmó-. La princesa Juana tiene ya casi nueve años. Encontraremos para ella un novio adecuado y la proclamaremos la verdadera heredera de Castilla -Villena empezó a reírse-. Entonces tal vez nuestro galante joven advenedizo de Aragón empiece a preguntarse si, a fin de cuentas, ha hecho un matrimonio tan brillante.

-Pero son muchos los que apoyan a Isabel. Cuenta con el firme respaldo de Valladolid y de muchas otras ciudades.

-Y nosotros tenemos a Albuquerque; tenemos a los Mendoza. Y no dudo de que muchos otros se plegarán a nuestra causa. ¡Pluguiera a Dios que vuestra reina no estuviera dando tales escándalos en Madrid! Con eso se da cierto viso de verdad a la calumnia de que la princesa Juana no es vuestra hija.

-Mi querido Villena, ¿vos creéis que lo es?

El rostro de Villena se empurpuró un poco más.

-Creo que la princesa Juana es la verdadera heredera de las coronas de Castilla y de León -replicó-; y, por Dios y todos sus santos, ¡que la desgracia caiga sobre todo aquel que así no lo

crea!

Enrique suspiró.

¿Por qué será tan fatigosa la gente?, se preguntaba. ¿Por qué es tan belicoso Villena? ¿Por qué tenía Isabel que contraer ese matrimonio que les traía tantas complicaciones a todos?

-¿Es que jamás tendremos paz? -preguntó con irritación.

-Sí -respondió Villena, desdeñoso-; cuando Isabel y su ambicioso Fernando aprendan que no deben interponerse en el paso de la auténtica heredera de Castilla.

-No creo que jamás lo aprendan -señaló con displicencia Enrique, pero Villena no lo escuchaba.

Estaba ya urdiendo nuevos planes.

En Dueñas, la corte era desusadamente pequeña. El dinero era tan escaso que con frecuencia se hacía difícil mantener al reducido grupo de sus integrantes, pero pese a ello jamás se había sentido tan feliz.

Estaba profundamente enamorada de Fernando y encontraba en él al más apasionado y bondadoso de los maridos, encantado a su vez de que la inteligencia de su mujer estuviera a la altura de sus encantos físicos y de que tuviera tan profundo conocimiento de los asuntos políticos.

Tal vez esos meses fueron para los dos tan preciosos porque ambos sabían que no eran más que transitorios. No siempre habrían de vivir en tal pobreza. Había de llegar el día en que dejarían su humilde alojamiento para residir en alguno de los castillos, rodeados por toda la pompa y las ceremonias que eran características de los soberanos de Castilla y de León.

Fernando estaba ansioso de ver llegar ese día y, en cierto modo, Isabel también. Perderían entonces, tal vez, las deliciosas intimidades de la vida que ahora llevaban, pero por más placer que encontrara en ella, Isabel no debía olvidar que ella y Fernando no se habían unido para deleitarse en placeres sensuales, sino para hacer de España un país poderoso, para unir a todos los españoles y llevarlos a la religión verdadera, para liberar al país de la anarquía y restaurar la ley y el orden, y para rescatar de la dominación de los infieles hasta el último palmo de suelo español.

Pocos meses después de su matrimonio descubrió Isabel, con gran alegría, que se encontraba encinta.

Al saber la noticia, Fernando la abrazó, encantado.

-Vaya, Isabel mía -exclamó-, ¡sois realmente dueña de todas las virtudes! No sólo sois bella y de gran inteligencia, sino también fecunda. Es más de lo que me habría atrevido a esperar. ¡Y se os ve satisfecha, amor mío!

Y por cierto que Isabel lo estaba. Sabía que de ella nacerían grandes gobernantes, porque tal era su destino.

En el monasterio de Loyola, no lejos de Segovia, habíanse reunido el rey, el marqués de Villena, el duque de Albu-querque y varios miembros de la influyente familia Mendoza, amén de otros nobles de alcurnia, con los embajadores franceses.

Entre los presentes estaba también alguien a quien no se veía con frecuencia en tales reuniones: tratábase de Juana, reina de Castilla, que había venido desde Madrid para desempeñar un papel muy especial en la asamblea.

Sentado entre Villena y la reina, Enrique se dirigió a los reunidos.

-Amigos míos -comenzó-, estamos aquí reunidos con un motivo especial y os ruego que me prestéis atención y me brindéis vuestro apoyo. Nos hallamos en mitad de un conflicto que en cualquier momento podría llevarnos a la guerra civil. Tal como hizo antes que ella su hermano Alfonso, mi medio hermana, Isabel, se ha erigido en heredera de Castilla y de León. No es mi intención olvidar que un día yo mismo la designé heredera del trono. Eso fue en el tratado de Toros de Guisando, por el cual ella accedía a no casarse sin mi aprobación. Isabel no ha cumplido su palabra y yo declaro, por tanto, nulo y vacío el tratado de Toros de Guisando, y proclamo que mi hermana Isabel ya no es heredera de los tronos de Castilla y de León.

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