Виктория Холт - CASTILLA PARA ISABEL
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-Apenas si podía esperar a veros, señora -repitió-. Y sois exactamente como yo os imaginaba. Jamás tendréis razón alguna para lamentar que me hayan designado para vuestro servicio. Cuando nos hayamos casado, os ruego que no establezcáis diferencia y me permitáis seguir a vuestro servicio.
-¿Cuando nos hayamos casado? -interrogó Isabel.
-Pues sí, casado. Así como vos sois la prometida del príncipe Fernando de Aragón, yo estoy prometida a Andrés de Cabrera.
Al oír mencionar a Fernando, Isabel se ruborizó levemente, pero Beatriz ya seguía hablando:
-Sigo con gran interés las aventuras del príncipe Fernando, porque sé que está comprometido con vos.
-¿Podríamos caminar un poco? -preguntó en voz baja Isabel, conteniendo el aliento.
-Sí, princesa, pero debemos tener cuidado de que no nos vean. Si alguien nos viera, me reñirían por haber tenido la osadía de aproximarme a vos.
Por una vez a Isabel no le importó la posibilidad de que las descubrieran, a tal punto estaba deseosa de hablar de Fernando.
-¿A qué te referías cuando dijiste que habías seguido las aventuras del príncipe Fernando?
-A que siempre que puedo intento saber algo de él, princesa. He tenido noticias del inquietante estado de cosas en Aragón y de los peligros que acechan a Fernando.
-¿Peligros? ¿Qué peligros?
-Como sabéis, en Aragón hay guerra civil y esa es una situación peligrosa. Dicen que se debe a que la reina de Aragón, la madre de Fernando, es capaz de arriesgar todo lo que tiene con tal de asegurar las ventajas de su hijo.
-Pues debe amarlo tiernamente -dijo Isabel, cavilosa.
-Princesa, no hay ser viviente que sea más amado que el joven Fernando.
-Porque es digno de serlo.
-Y porque es hijo único de la mujer más ambiciosa que existe. Es un milagro que haya salido vivo de Gerona.
-¿A qué te refieres? No he oído nada de eso.
-Pero, princesa, ya sabéis que los catalanes se levantaron contra el padre de Fernando por causa de Carlos, el hermano mayor de Fernando, a quien tanto amaban. Carlos murió súbitamente y se difundieron rumores. Se dijo que su muerte había sido provocada con la intención de que Fernando heredara los dominios de su padre.
-¡Fernando no participaría en un asesinato!
-Claro que no. Ni podría, puesto que no es más que un niño. Pero su madre, y también su padre, que está completamente dominado por ella, son presa de una desmesurada ambición por él. Cuando su madre llevó a Fernando a Cataluña para recibir el juramento de fidelidad, el pueblo se levantó furioso. Dijeron que el fantasma de Carlos, el medio hermano de Fernando, andaba por las calles de Barcelona, clamando que había sido víctima de un asesinato y que el pueblo debía vengarlo. Dicen que en su tumba han sucedido milagros y que Carlos era un santo.
-Había pedido mi mano en matrimonio -evocó Isabel con un escalofrío-, y poco después murió.
-Fernando es el que os está destinado.
-Sí, Fernando y ningún otro -asintió firmemente Isabel.
-Fue necesario que la reina de Aragón y su hijo Fernando huyeran de Barcelona a Gerona, y allí, en compañía de Fernando, ella se apoderó de la fortaleza. He oído decir que los valerosos catalanes estuvieron a punto de tomarla, y que si ella y el príncipe salvaron la vida fue por el valor y el ingenio de la reina.
-De modo que él estuvo en peligro, y yo no lo supe siquiera -murmuró Isabel-. Dime... ¿qué sucede con él en este momento?
Beatriz sacudió la cabeza.
-Eso no puedo deciros, pero he oído comentar que la guerra sigue en los dominios del rey de Aragón, y que éste y la reina Juana seguirán siendo culpados del asesinato de Carlos.
-Qué terrible que haya sucedido algo así.
-No había otra manera de que Fernando fuera el heredero de su padre.
-Pero él no estaba al tanto de nada y no se lo puede culpar -reiteró Isabel, mientras se decía para sus adentros: tampoco se podría culpar a Alfonso si otros insistieran en ponerlo en el lugar de Enrique.
-Pienso -expresó en voz alta- que se avecinan días tormento-
sos tanto para Castilla como para Aragón... para Fernando, y tal vez para mí.
-Un país dividido y en contra de sí mismo es una perpetua fuente de peligro -dijo con solemnidad Beatriz; después los ojos le brillaron-. Pero no pasará mucho tiempo antes de que Fernando os reclame, y os casaréis. Y yo me casaré. Y, princesa, ya dijisteis que, aun estando casadas, seguiremos siendo... amigas.
Isabel estaba admirada al comprobar cuánto la conmovía ese ofrecimiento de amistad.
-Creo que es hora de que regrese a mis habitaciones -dijo con voz apagada.
Beatriz volvió a arrodillarse e Isabel pasó majestuosamente junto a ella, pero no sin que la una hubiera levantado, esperanzada, el rostro, ni sin que la otra le hubiera respondido con una sonrisa fugaz, tímida casi.
Desde ese momento Isabel tenía una nueva amiga.
La hijita de la reina descansaba sobre cojines de seda, bajo un dosel, en los aposentos oficiales y uno por uno los nobles se aproximaron a besarle la mano y jurarle fidelidad en su condición de heredera del trono de Castilla.
Beltrán de la Cueva la contemplaba con satisfacción. Su posición era muy especial. Eran muchos los que sospechaban que él era el padre de la criatura, pero esta sospecha, en vez de despertar las iras del rey, hacía que Enrique se mostrara más benévolo con él.
Beltrán veía ante sí un futuro glorioso; podía seguir estando en excelentes términos con la reina y con el rey también. Y la niña (a quien ahora conocían generalmente como la Beltraneja) sería la heredera del trono.
Beltrán de la Cueva pensaba que se había desenvuelto con habilidad en una situación difícil.
Mientras seguía sonriendo con satisfacción sus ojos se encontraron con los del arzobispo de Toledo e inmediatamente percibió la ardiente cólera que brillaba en ellos.
«¡Pues ya puedes enfurecerte, mi querido arzobispo!», pensó Beltrán. «Y conspirar en compañía de tu astuto sobrino, a quien las cosas no le/han ido tan bien como solían, de un año a esta
parte. No me dais miedo... ni se lo dais al rey, ni a la reina, ni a esta criatura. No hay nada que podáis hacer para dañarnos». Pero Beltrán de la Cueva, por más elegante cortesano que fuera, por más hábil en los torneos y airoso como bailarín, carecía de la pérfida astucia necesaria para convertirse en estadista. No sabía que, aunque en ese momento besaran la mano de la pequeña y le juraran fidelidad, el arzobispo y su sobrino proyectaban proclamar su condición de bastarda y que su padre fuera despojado del trono.
El marqués de Villena fue a visitar al rey, que estaba con su favorita. Muchas habían ido sucediendo a Alegre y era dudoso que, si se la hubieran mencionado, Enrique hubiera recordado siquiera su nombre.
Con los años, su indolencia había ido en aumento. Complacido al ver que por fin había un ocupante en la regia cuna, el rey no quería plantearse la cuestión de cómo podía haber sucedido tal cosa. Había una heredera para el trono y eso era bastante.
Ahora era el momento de proyectar diversiones, esas orgías que el empeño de los encargados de tentar su paladar fatigado hacía cada vez más desaforadas.
Cuando le fue anunciada la visita del marqués de Villena, Enrique estaba preguntándose qué nuevos planes se le habrían ocurrido esta vez, qué placeres podría ofrecerle que le brindaran sensaciones nuevas o le ayudaran a recuperar las de antaño.
Con el visitante, para desazón de Enrique, venía el bellaco de su tío, el arzobispo. De mala gana y con evidente irritación, el rey hizo salir a su querida.
-Estábamos ansiosos de hablar con vos, Alteza, de un asunto muy importante -empezó Villena.
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