Santo Dios, esperaba que lady Sarah no estuviera todavía indispuesta a causa del accidente sufrido en el vestidor. No, seguramente no. Si así fuera, su padre habría enviado una nota. Meredith había intentado hablar con lady Sarah ayer, para informarse de cómo había ido su encuentro con lord Greybourne la noche anterior. Pero cuando trató de reunirse con ella por la tarde, lord Hedington le había comunicado que a lady Sarah le era imposible recibir visitas a causa de un persistente dolor de cabeza. Al ver la alarma en el rostro de Meredith, lord Hedington la había calmado enseguida, diciéndole que lady Sarah acaba de tomarse una tisana reconstituyente y que, después de unas bien merecidas horas de sueño, estaría perfectamente para la boda. Cuando le comentó que lady Sarah y lord Greybourne habían pasado más de una hora juntos paseando por la galería la noche anterior, y que lo habían pasado «estupendamente bien», buena parte de los nervios a flor de piel de Meredith se calmaron. Además, lord Hedington añadió que, a pesar de su desaliñado traje y su abominable pañuelo -lo cual podía solucionarse empleando a un ayuda de cámara apropiado-, lord Greybourne parecía una persona decente.
Gracias a Dios. Ella no había podido ver al novio para ponerlo a punto por sí misma. Había intentado sin éxito reunirse con lord Greybourne para asesorarlo, al menos con las lecciones de etiqueta de última hora que requería la ceremonia, pero aquel hombre había estado tan evasivo como la niebla. Había contestado a las tres notas que ella le había enviado con otras tres frías notas afirmando que estaba demasiado «ocupado».
¿Ocupado? ¿Qué podía mantenerle tan ocupado para no dedicar un cuarto de hora de su programa a reunirse con ella? Sin duda, estaría ocupado en sus propias diversiones. Un grosero, eso es lo que era.
El campanario de la catedral dio la hora. Era el momento en que estaba previsto que comenzara la ceremonia.
Y todavía no había ni rastro de la novia.
Un frío estremecimiento de inquietud se deslizó por la espalda de Meredith, una sensación que no era aliviada por el hecho de ver a lord Hedington entrando a grandes zancadas en el vestíbulo, con las cejas arqueadas en un gesto seno. Meredith salió de entre las sombras.
– Su Excelencia, ¿está seguro de que lady Sarah se encuentra bien?
– Ella me ha asegurado que se encuentra perfectamente, pero he de admitir que estoy empezando a preocuparme. Siempre ha sido una muchacha puntual. Al contrario que muchas otras mujeres, mi hija está muy orgullosa de su puntualidad -dijo meneando la cabeza-. Nunca debí haber venido a la iglesia sin ella, pero me insistió tanto… -Sus palabras se interrumpieron e hizo un gesto de alivio-. Ahí llega su carruaje, gracias a Dios.
Meredith miró hacia fuera y se sintió más tranquila al ver un elegante carruaje negro que se acercaba tirado por cuatro caballos grises. El cochero detuvo el carruaje en la rotonda frente a la catedral; un lacayo de librea saltó de él y subió corriendo la escalinata.
– Su Excelencia, traigo un mensaje para lord Greybourne -dijo el joven extrayendo un sobre lacrado-. Lady Sarah me ha dado instrucciones de que se lo hiciera llegar justo antes de que comenzara la ceremonia.
– ¿Que lady Sarah te ha dado instrucciones? -El duque miró hacia el coche por encima del hombro del lacayo-. ¿Dónde está lady Sarah?
Los ojos del lacayo se abrieron como platos.
– ¿No está aquí? Salió en dirección a St. Paul tan solo unos minutos después de que se marchara su Excelencia.
– Pero sí el carruaje lo lleváis vosotros, ¿cómo pensaba venir ella? -preguntó el duque con un tono de voz irritado.
– Llamó al varón Weycroft, su Excelencia -respondió el lacayo-. Lady Sarah, junto con su doncella, salieron con el varón en su coche.
El rostro del duque se convirtió en una expresión de duda.
– ¿Weycroft, dices? Yo ni siquiera lo he visto. Bueno, al menos no está sola, a pesar de que me parece de lo más extraño que no haya llegado todavía. Por Dios, espero que no se les haya roto una rueda o algo por el estilo.
– Nosotros no nos hemos cruzado con ellos por el camino, su Excelencia -dijo el lacayo con una expresión tan confundida y preocupada como la del duque.
– La nota -interrumpió Meredith inclinando la cabeza hacia el papel e intentando refrenar una sensación de temor que iba en aumento-. Deje que se la entreguemos enseguida a lord Greybourne. Seguramente él nos dará las respuestas que estamos buscando.
Sonó un golpe en la puerta y Philip y su padre intercambiaron una mirada. Philip se sintió recorrido por un estremecimiento. ¿Habría llegado lady Sarah?
– Pase -dijo.
Se abrió la puerta y lord Hedington entró en la habitación, con todas las líneas de su cuerpo denotando una tensión y una preocupación obvias. Con sus pobladas cejas, su mentón prominente, sus orejas demasiado grandes y los pliegues de su piel cayendo bajo unos ojos saltones, lord Hedington parecía el mal retrato de un perro de caza. Una mujer que no le era familiar, vestida a la moda con un traje azul oscuro, se había quedado de pie delante de la puerta abierta. Observaba todos los rincones de la habitación como si estuviera buscando a alguien; en un momento dado sus miradas se encontraron. Philip notó que ella le miraba, primero con extrañeza y enseguida con una expresión de sorpresa grabada en los ojos.
– ¿En qué puedo ayudarla, señorita…?
El color desapareció de sus mejillas y ella se inclinó en una rápida reverencia.
– Me llamo miss Meredith Chilton-Grizedale, señor. Soy…
– Es la casamentera que concertó la boda con mi hija -dijo lord Hedington con voz recia desde detrás de Philip.
Philip se la quedó mirando sin poder ocultar su sorpresa. Al oír hablar a su padre de la formidable miss Chilton-Grizedale, se había imaginado a una seria señora de pelo gris, una especie de abuelita, que no se parecía en nada a aquella joven que estaba de pie frente a él. Colocándose bien las gafas sobre la nariz, se dio cuenta de que ella parecía estar tan sorprendida de verle como él mismo. Se quedó inmóvil y tuvo la sensación de que no podía apartar la mirada de ella. Y, por todo lo que más quería, la verdad es que no era capaz de entender por qué. Seguramente se debía a la sorpresa, pues no se trataba de una mujer a la que se pudiera considerar hermosa. Sus rasgos eran demasiado irregulares. Muy poco convencionales.
Volviendo en sí, contestó al saludo de ella con una formal inclinación de cabeza.
– Es un placer conocerla, señorita. -Cuando hubo entrado en la habitación, Philip cerró la puerta tras ella y se dirigió a lord Hedington:
– ¿Ha llegado ya lady Sarah?
El duque se ajustó el monóculo, con lo que ahora parecía un perro de caza con un enorme ojo, y escudriñó a Philip con la mirada.
– No -contestó lord Hedington-. Aunque ya debería haber llegado, puesto que salió de casa hace más de una hora. -Gesticuló con una mano-. Pero ha enviado esta nota para usted. Acaba de llegar. Tengo que pedirle que la abra enseguida y me diga qué demonios está pasando aquí.
Philip tomó el sobre y se quedó mirándolo unos segundos. Se restregó los ojos, rogó que no se notara su sensación de relajo, y luego se obligó a levantar la vista del papel. Tres pares de ojos se clavaban en él mostrando diferentes grados de angustia. Su padre parecía bastante receloso. El padre de lady Sarah parecía preocupado. Y miss Meredith Chilton-Grizedale parecía estar profundamente preocupada.
Philip rompió el sobre. El sonido del papel al rasgarse resonó en el silencio de la habitación. Suspirando profundamente, Philip volvió a bajar los ojos hacia el papel.
Lord Greybourne:
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