Bertrice Small - Adora

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Adora, la hija del emperador de Bizancio, cautivó al príncipe Murad el día que este la conoció en los jardines del convento. Pero Adora estaba destinada a ser un instrumento político.
Orkhan El Grande la reclama para su reino y mientras el destino la lleva a otras tierras y otros amores, Murad y Adora lucharán para que su amor no se pierda.

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Esperó los breves momentos entre la puesta del sol y el anochecer, en que podría deslizarse en el huerto sin que la descubrieran. Ahora tenía una llave, pues se había atrevido a pedirla a la reverenda madre y, para su sorpresa, se la habían concedido.

– Este calor me pone nerviosa -había dicho a la monja. Si pudiese entrar en los huertos, tendría más espacio para pasear-. ¿Y podría comer algún melocotón?

– ¡Claro que sí, pequeña! Todo lo nuestro es también de vuestra alteza real.

En el convento reinaba ahora el silencio. Y el barrio residencial que lo rodeaba estaba igualmente callado. Sólo las pequeñas criaturas del crespúsculo rompían, piando y gorjeando, la quietud purpúrea. Teadora se levantó y se echó una capa ligera y de color oscuro sobre la camisa de noche. Salió de su dormitorio de la planta baja por una ventana y echó a andar apresuradamente por el camino de grava en dirección al huerto. Las blandas zapatillas de cabritilla no hacían virtualmente el menor ruido. Llevaba la pequeña llave fuertemente apretada contra la húmeda palma de la mano.

Para su alivio, la pequeña puerta del huerto se abrió sin hacer ruido. Después de cerrarla cuidadosamente, se apoyó en ella, entornando los párpados, aliviada. ¡Lo había hecho!

– ¡Has venido! -exclamó una voz grave y profunda, que rompió el silencio.

Ella abrió mucho los ojos.

– ¡Oh…! ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó, ofendida.

– ¿No convinimos ayer en que nos encontraríamos aquí esta noche? -preguntó él, y ella percibió la risa disimulada en su voz.

¡Oh, por santa Teodosia! Se imaginará que soy una cualquiera, pensó. Y haciendo acopio de toda la dignidad posible, dijo severamente:

– Sólo he venido a decirte que no debes violar el sagrado de este convento, del que los huertos forman parte.

Su corazón palpitaba furiosamente.

– Comprendo -asintió gravemente él-. Se me ocurrió que tal vez vendrías temprano para poder esconderte y ver si yo venía. -Siguió un silencio que pareció eterno-. Te has puesto colorada -añadió maliciosamente.

– ¿Có… cómo lo sabes?

Él le tocó delicadamente la cara y la joven dio un salto atrás.

– Tienes las mejillas calientes.

– Esta noche hace calor -replicó rápidamente ella. El rió de nuevo, con aquella risa suave. Le asió la mano y dijo imperiosamente:

– ¡Ven! He encontrado un lugar perfecto para nosotros, en mitad del huerto, debajo de los árboles. Allí no podrán vernos. -Tiró de ella, se agachó debajo de las ramas extendidas de un árbol frondoso y la atrajo tras de sí-. Aquí estamos seguros -dijo-, y esto es… muy íntimo. -Para su asombro, ella rompió a llorar. Murat, sorprendido, la abrazó-. Adora, ángel mío, ¿qué te pasa?

– Yo… yo… tengo miedo -balbuceó ella, sollozando.

– ¿De qué, paloma?

– De ti -gimió ella.

En aquel momento él se dio cuenta de lo muy inocente que era ella en realidad. Delicadamente, hizo que se sentara sobre su capa, extendida encima de la hierba.

– No tengas miedo, Adora. No te haré daño.

La abrazó cariñosamente, estrechándola sobre su pecho, y pronto quedó empapada la pechera de su camisa.

– Yo… yo nunca había estado con un hombre -confesó ella, y sus sollozos se mitigaron un poco-. No sé lo que debo hacer, y no quisiera que me tomaran por una ignorante.

El contuvo la risa.

– Adora -dijo gravemente-, creo que será mejor que sepas quién soy, como sé yo quién eres tú, alteza. -Percibió que ella ahogaba una exclamación-. Soy el príncipe Murat, tercer hijo del sultán Orján. Los rumores podrían hacerte creer que soy un libertino. Pero me rijo por el Corán y, ciertamente, jamás seduciría a una esposa de mi padre…, aunque sea muy tentadora. Y sólo un instrumento político.

Durante un momento, todo quedó en silencio. Entonces preguntó ella:

– ¿Has sabido quién soy desde el principio?

– Casi. Cuando nos conocimos, volvía al palacio después de visitar a una amiga que vive cerca de aquí. Forzosamente tenía que pasar por delante de Santa Catalina. Cuando me dijiste tu nombre, comprendí de pronto que debías ser la Teadora.

– ¿Y me besaste, a pesar de saber quién era? ¿Y me citaste? ¡Eres despreciable, príncipe Murat!

– Pero has venido, Adora -le recordó él, a media voz.

– ¡Sólo para decirte que no debes volver aquí!

– No. Ha sido porque sentiste curiosidad, paloma. Confiésalo.

– No confieso nada.

El adoptó ahora un tono más amable.

– La curiosidad no es un delito, amiga mía. Es natural que una joven sienta curiosidad por los hombres. Sobre todo si está recluida en un claustro. Dime, ¿cuándo fue la última vez que viste a un hombre?

– El padre Besarión me confiesa todas las semanas -contestó remilgadamente ella.

El rió en voz baja.

– He dicho un hombre, no el seco envoltorio de un viejo sacerdote.

– No he visto a ningún hombre desde que entré en Santa Catalina. Los otros alumnos no viven aquí, y ninguno viene a visitarme -explicó lisa y llanamente ella.

El alargó un brazo y cubrió la fina manita con su mano grande y cuadrada. Su tacto era cálido. El sintió que la joven se relajaba.

– ¿Estás muy sola, Adora?

– Tengo mis estudios, príncipe Murat -respondió ella. -Pero no amigos. ¡Pobre princesita! Ella retiró la mano.

– No necesito que nadie me compadezca. ¡Y menos tú!

Había salido la luna. Era llena y redonda; su luz brillante producía reflejos de plata en los gordos melocotones dorados que pendían, como globos perfectos, de las cargadas ramas. También iluminó la blanca tez de Teadora Cantacuceno, y Murat vio que su actitud era orgullosa, aunque se esforzaba en que las lágrimas no llenasen sus ojos amatista.

– No te compadezco, paloma -aseguró él-. Sólo lamento que una joven tan animada como tú haya tenido que casarse con un viejo y encerrarse en un convento. Fuiste hecha para recibir las caricias apasionadas de un hombre joven.

– Soy princesa de Bizancio -declaro fríamente ella-. Nací con este título, incluso antes de que mi padre fuese emperador. Y es deber de una princesa contraer el matrimonio que sea más beneficioso para su familia. Mi padre, el emperador, deseó que me casara con el sultán. Como buena hija cristiana, no podía oponerme a sus deseos.

– Tu devoción filial es encomiable, Adora; pero hablas como una niña, que es lo que eres. Si hubieses conocido el amor, no serías tan dura e inflexible.

– Mi familia me quiere -replicó indignada.

– ¿Ah, sí? Tu padre te ofreció como esposa a un hombre que podría ser tu abuelo, simplemente para que las tropas del sultán le ayudasen a conservar el trono que había robado -dijo Murat-. Dio a tu hermana por esposa a su rival, el muchacho emperador. Al menos tiene un marido sólo tres años mayor que ella. Y si el joven Juan venciese en definitiva al viejo Juan, la vida de vuestro padre no correría peligro, ¡porque su hija sería emperatriz! Pero y tú ¿qué? Sabes que tu hermana Elena ha dado recientemente a luz a su primer hijo, un varón. ¡Ella predica la guerra santa contra el «infiel»! Sin duda Elena te quiere muchísimo. Y cuenta, para sus hazañas, con la ayuda de tu media hermana, Sofía, cuya piedad sólo es superada por sus excesos sexuales, que son el escándalo de Constantinopla. ¿Cuándo fue la última vez que cualquiera de ellas se comunicó contigo? ¿Y qué me dices de tu hermano, Mateo, que va a hacerse fraile? ¿Te ha escrito? ¿Son éstas las personas que te quieren?

– Mi padre hizo lo que era mejor para el Imperio -manifestó ella, con irritación-. ¡Es un gran gobernante! En cuanto a mis hermanas, Sofía era ya una mujer cuando yo era aún una niña. Apenas la conozco. Elena y yo siempre hemos sido rivales. Ella puede hablar de guerra santa -y aquí su voz se hizo desdeñosa-, pero nunca se producirá. El Imperio apenas si puede defenderse, y mucho menos luchar contra el sultán. -Su visión de esta realidad política impresionó a Murat-. Mi madre -siguió diciendo ella-me tiene informada de todo. Aunque no nos hemos visto desde que salí de Constantinopla, me escribe todas las semanas. Y mi señor Orján tiene un mensajero especial, para mí sola, que me trae directamente las cartas desde la costa y se lleva mis respuestas. Mi medio hermano Juan murió en combate pocos meses después de venir yo aquí, y se me comunicó inmediatamente su muerte, para que pudiese rezar por su alma. Mi madre no puede visitarme. Seguramente sabes que el viaje es peligroso. ¡Y la esposa del emperador de Bizancio sería una buena presa para los piratas y los ladrones! Pero a mí me quieren mucho, príncipe Murat. ¡Mucho!

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