Bertrice Small - Adora
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Orkhan El Grande la reclama para su reino y mientras el destino la lleva a otras tierras y otros amores, Murad y Adora lucharán para que su amor no se pierda.
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– ¿Te doy miedo, Adora? -la incitó él.
– No.
– Entonces, demuéstralo y ven.
Alargó los brazos, la asió y la besó suavemente, con una pasión amable y controlada. Ella cedió por un brevísimo momento, y todas las cosas que ella y sus condiscípulas habían comentado acerca de los besos pasaron por su mente, y comprendió que nada sabían aquéllas de la verdad. Esto era de una dulzura increíble, un éxtasis imposible de imaginar, un fuego embriagador que le debilitaba las piernas.
Soltándole la boca, la atrajo él dulcemente hacia sí. Sus miradas se encontraron un momento, en una extraña comprensión. Entonces, súbitamente aterrorizada por su reacción, Teadora se desprendió y se alejó corriendo por el camino de grava. La siguió una risa burlona de él.
– Hasta mañana, Adora.
Refugiándose primero en su casa y después en su dormitorio, Teadora se derrumbó en la cama, temblando violentamente, olvidándose de los melocotones, que se le cayeron de los bolsillos y rebotaron en el suelo.
No sabía que un beso pudiese ser tan… buscó la palabra adecuada… ¡tan poderoso! ¡Tan íntimo! Ciertamente, era lo que había sido. ¡Intimo! Una invasión de su persona. Sin embargo, pensó, mientras una pequeña sonrisa bailaba en sus labios, le había gustado.
Murat había acertado al presumir que nunca la habían besado. En realidad, Teadora no sabía nada de lo que ocurría entre un hombre y una mujer, pues, salvo los primeros cuatro años, había pasado toda su vida joven entre las paredes de un convento. Cuando se había casado, Zoé se había abstenido prudentemente de comentar los deberes del matrimonio a una niña a quien faltaban todavía años para llegar a la pubertad. En consecuencia, la joven esposa del sultán los ignoraba por completo.
Ahora se preguntaba acerca del apuesto joven cuyos vigorosos brazos la habían salvado de una grave lesión. Alto y tostado por el sol, sabía que era tan blanco como ella, pues así aparecía la piel donde habían sido recién cortados los cabellos. Sus ojos, negros como el azabache, eran acariciadores, atrevidamente cálidos, y su sonrisa, que había revelado unos dientes blancos, sumamente descarada.
Desde luego, no volvería a verle. Era simplemente inconcebible. Sin embargo, se preguntó si él acudiría realmente a la noche siguiente. ¿Tendría la audacia de volver a subir a la pared del huerto del convento? Sólo había una manera de saberlo. Se escondería en el huerto antes del anochecer y observaría. Cuando llegase él, si venía, naturalmente no se descubriría. Permanecería oculta hasta que se marchase. Pero al menos su curiosidad quedaría satisfecha.
Rió entre dientes, imaginándose la decepción de él. Evidentemente se consideraba irresistible, si esperaba que una joven respetable saliese a escondidas para reunirse con él. ¡Pronto se desengañaría!
CAPÍTULO 02
A Murat le había divertido su encuentro con la joven Teadora. Era un hombre adulto, experto en las artes del amor. La dulzura de ella, su franca inocencia, le habían encantado.
Legalmente, era la tercera esposa de su padre. Pero tenía la impresión de que era virtualmente imposible que el sultán Orján la llevase un día a su palacio y mucho menos a su cama. La princesita no era más que un instrumento político. Murat no sentía el menor remordimiento de coquetear con ella. Era un hombre honrado y no tenía intención de seducirla.
Murat Bey era el menor de los tres hijos del sultán. Tenía un hermano, Solimán, y un medio hermano, Ibrahim. La madre de Ibrahim era hija de un noble bizantino que era pariente lejano de Teadora. Se llamaba Anastasia y miraba con altivo desdén a la madre de Murat, que era hija de un jefe de cosacos georgiano. Anastasia era la primera esposa del sultán, pero la madre de Murat, llamada Nilufer, era su favorita. Sus hijos eran los preferidos de su padre.
El medio hermano de Murat, Ibrahim, era el mayor de los hijos del sultán, pero se había caído de cabeza cuando era muy pequeño y, desde entonces, nunca se había encontrado bien. Vivía en su propio palacio, cariñosamente cuidado por sus esclavos y por sus mujeres, todas las cuales eran estériles. El príncipe Ibrahim tenía, alternativamente, períodos normales y otros de furiosa locura. Sin embargo, su madre esperaba que sucedería a su padre como sultán y se afanaba astutamente con este fin.
El príncipe Solimán tenía también su propio palacio, pero había engendrado dos hijos y varias hijas. Murat no tenía hijos. Había elegido, deliberadamente, mujeres que no pudiesen tenerlos. El hijo más joven de Orján sabía que su padre nombraría a Solimán como su sucesor.
Aunque Murat quería a su hermano mayor, pretendía disputarle el Imperio cuando muriese su padre. Pero siempre cabía la posibilidad de que perdiese, lo cual significaría no sólo su propia muerte, sino de la de toda su familia. Por esto había decidido no tener hijos hasta que fuese sultán y pudiesen nacer con relativa seguridad.
Una mera casualidad había hecho que pasara aquella tarde por delante del convento de Santa Catalina. Había ido a visitar a una deliciosa y encantadora viuda que vivía en un barrio cercano. Y había pasado por el convento justo a tiempo de atrapar a Adora. Rió entre dientes. ¡Menuda picaruela! Había querido comer melocotones y había salido a buscarlos. Sería una buena esposa para algún hombre. Se detuvo y una sonrisa le iluminó el semblante. La ley musulmana establecía que un hombre podía tomar por esposa a cualquiera de las de su padre muerto, con tal de que no cometiese incesto. ¿Cuánto tiempo podía vivir Orján?
La muchacha estaba a salvo y no era probable que fuese llamada a servir a su real señor. Habían olvidado a Teadora Cantacuceno. Mejor así, pensó severamente Murat, pues habían circulado rumores, durante los últimos años, sobre depravaciones sexuales practicadas por su padre, en un esfuerzo por conservar su virilidad.
Murat se preguntó si ella acudiría la noche siguiente. Le había reñido por besarla, la primera vez. Pero había cedido la segunda, y él había sentido la agitación que la había conmovido antes de echar a correr.
El día siguiente pareció muy largo a Teadora. Como era pleno verano, el colegio del convento estaba cerrado y las hijas de los cristianos ricos de Bursa se habían retirado con sus familias a las villas de la orilla del mar. Nadie pensó en invitar a la hija del emperador a pasar las vacaciones con ellos. Los que simpatizaban con ella no se atrevían a hacerlo, teniendo en cuenta su elevada posición. Los otros la consideraban desprestigiada por su matrimonio, aunque nunca osarían expresarlo en público. Por consiguiente, las circunstancias obligaron a Teadora a permanecer sola en un momento de su joven vida en que necesitaba una amiga.
De mentalidad despierta, leía y estudiaba cuanto podía. Pero la inquietaba un afán que no podía definir ni comprender. Y no había nadie en quien pudiese confiar. Estaba sola, como siempre. Sus condiscípulas se mostraban amables, pero nunca estaba con ellas el tiempo suficiente para entablar una verdadera amistad. Sus criados eran esclavos del palacio y los cambiaban tres veces al año, ya que servir a la joven esposa del sultán en su convento se consideraba una tarea muy aburrida. Como consecuencia de todo ello, la esposa del sultán sabía del mundo y de los hombres menos que cualquier otra muchacha de su edad. Y estaba ansiosa de aventuras.
Cuando la cálida tarde tocaba a su fin, Teadora asistió a vísperas en la iglesia del convento. Después comió un poco de capón, una ensalada de lechugas tiernas del huerto del convento y el último de sus hurtados melocotones. Bebió un delicado vino blanco de Chipre.
Ayudada por sus esclavas, se bañó con agua tibia y ligeramente perfumada para aliviar el calor. Después se puso una corta camisa blanca de seda, pasándola por encima de sus oscuros cabellos, que fueron destrenzados y cepillados.
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