– ¡Hijo de perra! -gritó entre dientes, y su voz sonaba como la de una víbora-. Si vuelves a pegarme, te clavaré un cuchillo en ese podrido corazón que tienes…
– ¡Es suficiente! -rugió O'Malley interponiéndose entre ellos-. ¡Ya basta, Dom! -Su voz retumbó severa y tensa-. Eibhlin, llévate a tu hermana a la barca, rápido, obedece.
Los ojos de Skye se habían teñido de negra furia.
– Jamás te perdonaré esto, papá -sentenció dolida. Lo miró con un odio absoluto y se marchó con su hermana.
En el exterior, el día era frío y gris. El viento sacudía los vestidos de las mujeres que se apresuraban hacia el muelle atravesando la rosaleda. Skye se detuvo un instante. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Cortó una rosa roja, la olió, suspiró y siguió su camino, procurando no mancharse de barro. Un bote de pesca y dos de los hombres de su padre las esperaban en la playa. Vio su gran baúl de ropa en el bote. Uno de los hombres ayudó a Eibhlin a subir a bordo. Skye hizo un gesto para rechazar la ayuda y subió sola. Se colocó al timón. Tomó la barra entre las manos y la manejó mientras uno de los marineros empujaba el bote para sacarlo de la arena húmeda y el otro izaba la vela.
El marinero Connor sonrió, asintió y dejó que Skye tomara el mando. Llegarían a la isla de Innishturk en un abrir y cerrar de ojos, porque nadie navegaba tan bien como la señora Skye. El otro marinero, que era nuevo entre los hombres de O'Malley, se sentó en silencio.
Skye pilotó el bote con habilidad alrededor de la bahía del castillo y lo llevó hacia mar abierto. El día mejoraba y soplaba una ligera brisa. El botecito embestía contra las olas azules y profundas. Innishturk, apenas unas millas náuticas más allá, era aún un bulto negro en la distancia. Skye eligió el curso que los llevaría más cerca del convento de Eibhlin.
Eibhlin deseaba poder hablar con Skye, pero su hermana parecía desilusionada y poco dispuesta a escuchar consejos. La monja se sintió triste de pronto. ¿Qué podía decir para consolar y ayudar a su hermana? ¿Qué se le decía a una mujer a la que habían casado a la fuerza con un hombre al que no quería porque amaba profundamente a otro? Eibhlin volvió a sentir la frustración de ser mujer en un mundo de hombres. Y se preguntó de nuevo por qué eran así las cosas.
Entonces vio cómo empezaba a formarse un moretón sobre la mejilla izquierda de Skye. Hundió el pañuelo en el frío mar y, sin decir palabra, lo escurrió y se lo alcanzó a su hermana. Una sonrisa leve fue el gesto de agradecimiento. Skye tomó el pañuelo y lo apretó contra su dolorida cara.
Innishturk estaba cada vez más cerca y pronto el botecito subiría a la orilla de arena. En cuanto llegaron, Eibhlin bajó del bote ayudada por los marineros. Ahora estaba en su elemento y era ella la que daba las órdenes.
– Bajad el baúl de la señora Skye. Padraic, vos os quedaréis guardando el bote.
– Sí, hermana.
– Sí, hermana.
Skye saltó desde la proa del bote hasta la playa. Conocía bien el camino porque había acompañado varias veces a su padre a visitar a Eibhlin. Sin decir palabra, tomó el sendero que partía de la playa. Cuando llegó a la cima del acantilado, abrió una pequeña puerta de madera y la mantuvo así para que pudieran pasar su hermana y el marinero jadeante que cargaba con el baúl. La puerta se cerró sola y los tres entraron a los campos del convento.
Ahí, frente a ellos, se alzaba St. Bride's of the Cliffs, construido unos cien años antes. El convento era un edificio cuadrangular con los extremos coronados por cuatro torres que se elevaban hacia el cielo. Las piedras grisáceas del edificio principal estaban comidas por la acción conjunta del viento y el mar.
Había otros edificios adyacentes para el ganado, una casa donde se horneaba el pan y una casa de baños. Se detuvieron en el portal, una enorme puerta de roble enmarcada en bronce.
– Connor tendrá que esperar aquí -dijo Eibhlin-. Enviaré a alguien a buscar el baúl.
– Esperaré con él -dijo Skye con calma-. Si voy a quedarme aquí enclaustrada durante un mes, prefiero posponer todo lo que pueda el inicio de mi cautiverio.
Eibhlin no discutió. Tocó la campana y, en cuanto la guardiana le contestó, entró con rapidez. A solas con Skye, Connor observó:
– Es un lugar muy extraño para una luna de miel, si es que os interesa mi opinión, señora.
– No me interesa -le ladró Skye-. Pero es un buen lugar si una se ha casado con el hombre equivocado. Y ahora, repite eso, viejo chismoso, y te aseguro que haré que te apaleen.
– ¡El O'Malley nunca os puso un dedo encima, señora!
– No, pero el bastardo de mi esposo, sí. Este golpe en la mejilla es una muestra de su afecto.
Connor no veía nada malo en que un hombre le propinara alguna bofetada de tanto en tanto a su mujer para mantenerla a raya, pero le impresionaba la idea de que un recién casado golpeara a su esposa el mismo día de la boda. La señora Skye no era una muchacha cualquiera. Era especial. Además, él era pariente de Molly, la dama de compañía, que casi no había sobrevivido a una noche con O'Flaherty. Le pareció que debía poner sobre aviso a la joven señora.
– Mejor será que os diga esto de frente, señora, para que estéis en guardia. O'Flaherty tomó a Molly anoche. Y casi la mata. Le hizo hacer cosas que ningún hombre decente le pediría a una mujer. Después la golpeó y la echó de la habitación. Cuando volváis con él, tened cuidado.
La cara de Skye permaneció firme como una roca. Ni la más leve emoción asomó en ella.
– ¿Cómo está Molly?
– Son sólo golpes. Se le pasará.
– Dile que si no quiere servirme más, lo entenderé. Si lo prefiere, que se quede en el castillo con la esposa de mi padre. Dile a la señora Anne que voy a necesitar una sirvienta, una mujer de mediana edad y rostro insípido. Si tengo que volver con él, no quiero exponer a otra jovencita a la lujuria de Dom O'Flaherty.
La puerta del convento crujió sus goznes y se abrió de nuevo. Eibhlin se adelantó, escoltada por dos monjas robustas. Skye se despidió de Connor y siguió a su hermana al interior del convento. Las dos monjas entraron su baúl.
Las dos hermanas caminaron a través del largo vestíbulo hasta llegar a otra gran puerta de roble. Eibhlin golpeó con dedos ligeros. Se oyó una voz que les daba la bienvenida y las dos obedecieron al ruego de entrar. Del otro lado, Skye vio a una mujer hermosísima, la más hermosa que hubiera visto nunca, sentada en una silla. Tenía un rostro ovalado y sereno bajo la cofia blanca con alas también blancas y plegadas. El hábito negro aliviaba su severidad mediante un rectángulo blanco en el pecho sobre el que descansaba un gran crucifijo de ébano con bordes de plata y una flor también de plata sobre la madera. Eibhlin se arrodilló, tomó la aristocrática mano y besó el anillo de plata y ónix.
– Levántate, hija mía -rogó la voz fría, cultivada.
– Reverenda Madre, quisiera presentaros a mi hermana Skye. Skye, la Reverenda Madre Ethna.
– Gracias, hermana Eibhlin. Podéis volver a vuestras obligaciones. La señora Monahan, de vuestra aldea, está a punto de dar a luz y tenéis mi permiso para atenderla.
Eibhlin hizo una reverencia y se marchó. La Reverenda Madre Ethna le indicó a Skye que se sentara en una silla.
– Bienvenida al convento de St. Brides of the Cliffs, lady O'Flaherty. Vuestro padre ya nos ha contado el motivo de vuestra estancia. Trataremos de que os sintáis lo más cómoda posible.
– Gracias -respondió Skye con voz monótona.
Los ojos tranquilos y castaños la estudiaron, y la monja pareció hundirse en una especie de debate interior. Después dijo:
– Yo fui Ethna O'Neill antes de tomar los hábitos. Lord Burke estaba prometido a mi sobrina. Ella no lo conoció pero yo sí. Es un hombre que sabe ser encantador. -Una pequeña sonrisa jugó un segundo en los bordes de su boca.
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