– Dudo que ella lo vea de esa manera.
– Tal vez no.
– Jamás imaginé que pudieras ser tan malvada. -Yo tampoco -dijo Philippa con picardía-. La verdad es que me gusta.
– Pero debes ser muy cuidadosa, no sea que la reina descubra tus travesuras -dijo Cecily, mirando a su alrededor por si alguien las escuchaba, algo muy improbable, pues se hallaban en un rincón alejado de la antecámara de la reina.
– No te preocupes. Nadie se dará cuenta. Quizás empiece a flirtear esta misma noche. El rey nos invitó a un día de campo junto al río durante el crepúsculo. Habrá faroles de papel y, antes de que oscurezca, se disputará un torneo de tiro al blanco. Sir Walter es famoso por su puntería, y yo necesitaré de su ayuda para acertar al blanco.
– ¡Pero si eres una excelente arquera!
– Dudo que él lo sepa. Pero si lo sabe, fingiré que algo entró en mi ojo y arruinó mi puntería.
– Si Millicent se da cuenta, se pondrá furiosa.
– Sí -contestó la maliciosa Philippa-, pero no puede hacer nada porque su compromiso todavía no es oficial. Nadie firmó nada. Créeme; si no, ya nos habríamos enterado. Ella no tiene derecho a regañarlo porque todavía no es su futuro marido. ¡Pobre hombre! Si no fuera tan presumido, hasta sentiría pena por él.
– Pero lo es. Me pregunto si lograrás engatusarlo. ¡Tú no eres nadie, Philippa!
– Es cierto, pero era alguien para el hijo del conde de Renfrew antes de que decidiera tomar los hábitos. Eso es más que suficiente para que sir Walter sienta curiosidad y caiga en la tentación.
Cecily sacudió la cabeza.
– Pienso que Giles hizo muy bien en deshacerse de ti -bromeó.
– Todavía me siento herida. Estoy segura de que su vocación religiosa le apareció hace por lo menos un año. Quizá no tuvo la suficiente valentía ni honestidad para enfrentarme y decirme la verdad. Ahora todo es un desastre.
– No te preocupes, todo saldrá bien. Estaba escrito que no eran el uno para el otro. -Luego cambió de tema y dijo-: Unos gitanos están acampando al costado de la ruta de Londres. Vayamos mañana para que nos lean la suerte. A Jane y a Maggie les encantaría venir con nosotras.
– ¡Qué divertido! Sí, vayamos todas.
Por la tarde, los sirvientes colocaron las mesas con manteles blancos a la vera del río; los faroles flameaban en sus postes y la carne de venado ya se estaba asando para la cena. Los blancos para el concurso también estaban en su sitio. Pequeñas canoas esperaban cerca de la costa a los cortesanos dispuestos a disfrutar de una agradable excursión antes del atardecer. Se instaló una pequeña plataforma con varias sillas, donde tocarían los músicos del rey y los invitados bailarían danzas campesinas en el césped.
Era el primer día de junio. Muy pronto, la corte se mudaría a Richmond, y retornaría a Londres a fines del otoño, pues el aire húmedo y cálido de la ciudad se consideraba nocivo para la salud.
En la habitación de las doncellas, Philippa y sus compañeras se acicalaban para la fiesta. Todas las damas de honor de la reina coincidían en que, pese a sus modestos orígenes, Philippa Meredith siempre lucía los trajes más elegantes. La envidiaban, no porque vistiera con gran lujo, sino que siempre estaba a la moda y su refinamiento y buen gusto eran indiscutibles.
– No sé cómo lo hace -refunfuñó Millicent Langholme observando a Philippa mientras su sirvienta la ayudaba a vestirse-. Una muchacha de tan baja alcurnia, que solo posee una finca y unas cuantas ovejas, ¿cómo se las arregla para lucir así?
– Estás celosa, Millicent -dijo Anne Chambers-. Es cierto que su padre, sir Owein Meredith, era un humilde caballero, pero fue un hombre que siempre defendió a Enrique VIII y al padre del rey, mostrando una lealtad inquebrantable a la Casa Tudor. Sir Meredith era gales y cuentan que desde su infancia estuvo al servicio de la familia real.
– Pero su madre es una campesina -insistió Millicent.
Anne rió.
– Su madre es dueña de grandes territorios. No es ninguna campesina. Dicen que hace muchos años le hizo un gran favor a la reina, sacrificando incluso sus propios intereses. La dama de Friarsgate pasó parte de su juventud en compañía de las reinas Margarita y Catalina, quienes la consideraban una gran amiga. Nunca lo olvides, querida. No conozco a nadie que no quiera a Philippa o la critique, excepto tú. Ten cuidado con lo que haces, podrías caer en desgracia. A la reina no le gusta rodearse de gente maligna.
– De todas formas, pronto me iré de la corte -contestó Millicent malhumorada.
– ¿Ya se han fijado los términos del acuerdo matrimonial?
– Bueno, casi. Todavía hay unos pocos e insignificantes detalles que mi padre desea aclarar antes de firmar los contratos correspondientes. -Se cepilló con lentitud su cabello de color rubio platinado-. No conozco esos detalles.
– Yo sí -intervino Jane Hawkins-. Oí que sir Walter quiere más oro del que se incluye en tu dote y que tu padre tuvo que pedir prestado. Obviamente, está tan ansioso por deshacerse de ti como para endeudarse de esa manera, Millicent.
– ¿Es todo? -dijo Anne Chambers-. A mí me había llegado el rumor de que sir Walter tenía varios hijos ilegítimos. Dicen que uno de ellos es nieto de un mercader de Londres, quien, en compensación por la deshonra de su hija, reclamó a sir Walter una elevada pensión, sustento para el nieto e, incluso, le exigió que le diera su apellido al niño.
– ¡Eso es una mentira infame! -gritó Millicent-. Sir Walter es un hombre honorable y virtuoso. Jamás mira a otra joven ahora que está comprometido conmigo. Las mujeres que conoció en su juventud son unas sucias y deshonestas prostitutas, que no merecen más de lo que tienen. Anne, no te atrevas a repetir semejante calumnia o me quejaré con Su Majestad.
Anne y Jane se retiraron de la habitación muertas de risa. Conocían a la perfección los planes de Philippa y la reputación de sir Walter, un caballero pretencioso y célebre por su lascivia. Ahora Millicent lo vigilaría muy de cerca, y cuando su pretendiente sucumbiera a los irresistibles encantos de Philippa, la pobre no podría hacer nada, salvo enfurecerse. Hasta ese día, ninguna amiga de Philippa la imaginaba capaz de semejante conducta. Pero la joven se transformaba, segundo a segundo, frente a ellas, a causa de su dolor. Además, todas las muchachas estaban muy contentas de que Millicent recibiera por fin un merecido castigo.
Philippa se había vestido con esmero para la velada. Disponía de un enorme guardarropa en la casa de lord Cambridge. Sus compañeras, en cambio, tenían que contentarse con un espacio mínimo para sus pertenencias y, además, debían empacarlas rápidamente cada vez que la reina Catalina se mudaba. Philippa compartía esos lujos con sus amigas: Cecily, Maggie Radcliffe, Jane Hawkins y Anne Chambers, y enviaba a Lucy, su propia doncella, a buscar las prendas que cualquiera de ellas necesitara.
Para la ocasión eligió un vestido de brocado de seda color durazno. Tenía un amplio escote cuadrado con una guarda bordada en hilos de oro y falda acampanada. Las mangas ajustaban su delicado hombro y se ensanchaban hasta llegar a la muñeca adornada con puños de volados. De la cintura pendía un largo cordón dorado que sostenía una carterita de brocado de seda. Llevaba una pequeña cofia al estilo Tudor, orlada de perlas, con un velo del que se asomaba su larga cabellera caoba. Adornaba su cuello una fina cadena de oro con un colgante diseñado a partir de un broche de diamantes y esmeraldas que la abuela del rey le había regalado cuando nació.
– No veo nada que cubra tu escote -le advirtió Cecily.
– No -dijo Philippa con una sonrisa desafiante-. ¿Y qué?
– Que tus senos se ven demasiado -continuó Cecily nerviosa.
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