Julia Quinn
El Vizconde Que Me Amo
La temporada ha comenzado este año de 1 814 sin que existan razones para confiar en que vayamos a ver algún cambio destacable respecto a la de 1813 .Como siempre, los actos de sociedad siguen llenándose de Mamás Ambiciosas cuyo único objetivo es ver a sus Preciosas Hijas casadas con Solteros Convencidos. Las deliberaciones entre las Mamás seña/an a/ vizconde de Bridgerton como su partido más cotizado para este año y, de hecho, si e/ pobre hombre parece despeinado y su cabello alborotado por el viento se debe a que no puede ir a ningún sitio sin que alguna joven señorita sacuda sus pestañas con tal vigor y celeridad que provoque una brisa de fuerza huracanada. Tal vez /a única joven dama que no ha mostrado interés por Bridgerton sea la señorita Katharine Sheffield; su actitud hacia el vizconde en ocasiones roza más bien la hostilidad.
Y éste es el motivo, Querido Lector de que Esta Autora crea que un emparejamiento entre Bridgerton y la señorita Sheffield seria precisamente lo que animaría una temporada de otro modo vulgar.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
13 de abril de 1814
Para Little Goose Twist
Que me hizo compañía
Durante la creación de este libro
¡Me muero de ganas de verte!
Y también para Paul,
Pese a que no soporta los musicales.
Estaba decidida a impedir que el archiconocido vizconde sedujera a su hermana. Pero, ¿y si la seducía a ella en su lugar?
Anthony Bridgerton siempre supo que moriría joven.
Oh, pero no de niño. El pequeño Anthony nunca había tenido motivos para pensar en su propia mortalidad. Sus primeros años habían sido la envidia de cualquier muchacho de su edad, una existencia perfecta desde el mismo día de su nacimiento.
Cierto que Anthony era el heredero de un antiguo y rico vizcondado, pero lord y lady Bridgerton, a diferencia de la mayoría de parejas aristocráticas, estaban muy enamorados, y el nacimiento de su hijo no fue recibido como la llegada de un heredero sino como la de un hijo.
Por lo tanto no hubo más fiestas ni actos sociales, no hubo más celebraciones que la de una madre y un padre contemplando maravillados a su retoño.
Los Bridgerton eran padres jóvenes pero sensatos -Edmund apenas tenía veinte años y Violet sólo dieciocho – y también eran padres fuertes que querían a su hijo con un fervor e intensidad poco común en su círculo social. Para gran horror de la madre de Violet, ésta insistió en cuidar ella misma del muchacho. Edmund por su parte nunca había aceptado la actitud imperante entre la aristocracia según la cual los padres no debían ver ni oír a sus hijos. Se llevaba al niño a sus largas caminatas por los campos de Kent, le hablaba de filosofía y de poesía incluso antes de que el pequeño entendiera sus palabras, y cada noche le contaba un cuento antes de dormir.
Con una pareja tan joven y tan enamorada, para nadie fue una sorpresa que justo dos años después del nacimiento de Anthony se sumara a éste un hermano más pequeño, a quien llamaron Benedict. Edmund hizo los ajustes necesarios en su rutina diaria para poder llevar a sus dos hijos con él en sus excursiones; se paso una semana metido en los establos trabajando con su curtidor para idear una mochila especial que sostuviera a Anthony a su espalda y que al mismo tiempo le permitiera llevar en los brazos a su pequeño Benedict.
Caminaban a través de campos y riachuelos y él les hablaba de cosas maravillosas, de flores perfectas y de cielos azules y claros, de caballeros con relucientes armaduras y damiselas afligidas. Violet se echaba a reír cuando los tres regresaban con el pelo despeinado por el viento, bañados por el sol, y Edmund decía:
– ¿Veis? Aquí está nuestra damisela afligida. Está claro que tenemos que salvarla.
Y Anthony se arrojaba a los brazos de su madre y le decía entre risas que la protegería del dragón que había visto arrojando fuego por la boca «justo a dos millas de aquí», en el camino del pueblo.
– ¿A dos millas de aquí, en el camino del pueblo? – preguntaba Violet bajando la voz, esforzándose porque sus palabras sonaran cargadas de horror-. Dios bendito, ¿qué haría yo sin tres hombres fuertes para protegerme?
– Benedict es un bebé -contestaba Anthony.
– Pero crecerá -le aclaraba siempre ella mientras le alborotaba el cabello- igual que has hecho tú. E igual que continuarás haciendo.
Aunque Edmund siempre trataba a los niños con idéntico afecto y devoción, cuando a última hora de la noche Anthony sostenía contra su pecho el reloj de bolsillo de los Bridgerton (que le había regalado por su octavo cumpleaños su padre, quien a su vez lo había recibido de su padre, también por su octavo cumpleaños), al muchacho le gustaba pensar que su relación era un poco especial. No porque Edmund le quisiera más a él. A aquellas alturas los niños Bridgerton ya eran cuatro (Colin y Daphne habían llegado muy seguidos), y Anthony sabía bien que todos eran muy queridos.
No, a Anthony le gustaba pensar que su relación con su padre era especial porque le conocía desde hacía más tiempo. Así de sencillo. Al fin y al cabo, no importaba cuánto hiciera que Benedict conociera a su padre, Anthony siempre le llevaría dos años de ventaja. Y seis a Colin. Y en cuanto a Daphne, bien, aparte del hecho de que era una niña (qué horror!), conocía a su padre desde hacía ocho años menos que él y siempre sería así, le gustaba recordarse a sí mismo.
Edmund Bridgerton, en pocas palabras, ocupaba el mismísimo centro del mundo de Anthony. Era alto, de hombros anchos y cabalgaba a caballo como si hubiera nacido sobre la silla. Siempre sabía las respuestas a las preguntas de aritmética (incluso las que su tutor desconocía), no ponía pegas a que sus hijos tuvieran una cabaña en los árboles (por eso fue él mismo quien la construyó), y tenía esa clase de risa que calienta un cuerpo desde dentro hacia afuera.
Edmund enseñó a montar a Anthony. Enseñó a Anthony a disparar. Le enseñó a nadar. Le llevó él mismo a Eton, en vez de enviarlo en un carruaje con sirvientes, que fue como llegaron la mayoría de futuros amigos de Anthony. Y cuando pilló a Anthony observando con mirada nerviosa el colegio que iba a convertirse en su nuevo hogar, mantuvo una charla íntima con su hijo mayor para asegurarle que todo iría bien.
Y así fue. Anthony sabía que no podía ser de otra manera. Al fin y al cabo, su padre nunca mentía.
Anthony adoraba a su madre. Diablos, sin duda sería capaz de arrancarse el brazo a mordiscos si aquello sirviera para verla a salvo. Pero todo lo que el muchacho hacía mientras crecía, todos sus logros, cada sueño, cada una de sus metas y esperanzas… todo era por su padre.
Y luego, de repente, un día, todo cambió. Qué curioso, reflexionó a posteriori, cómo la vida podía alterarse en un instante, cómo en tal minuto las cosas eran de cierto modo y al siguiente sencillamente… no.
Sucedió cuando Anthony tenía dieciocho años, había vuelto a casa para pasar el verano y prepararse para su primer año en Oxford. Iba a entrar en el All Souls College, igual que su padre antes que él, y su existencia era todo lo prometedora y resplandeciente que un joven de dieciocho años tiene derecho a desear. Había descubierto a las mujeres y, algo tal vez más maravilloso, las mujeres le habían descubierto a él. Sus padres seguían reproduciéndose felizmente y habían añadido a la familia a Eloise, Francesca y Gregory. Anthony hacía todo lo posible para no entornar los ojos cada vez que se cruzaba con su madre por el pasillo, ¡embarazada de su octavo hijo! En opinión de Anthony, todo aquello resultaba bastante impropio -tener hijos a la edad de sus padres – pero se guardaba sus opiniones para sí.
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