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Julia Quinn: El corazón de una Bridgerton

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Julia Quinn El corazón de una Bridgerton

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Michael ha heredado de su primo John el título de conde de Kilmartin, el prestigio, las propiedades, la fortuna… pero lo único que siempre ha deseado tener es precisamente lo que jamás podrá alcanzar. Porque Michael está secretamente enamorado de Francesca Bridgerton, la viuda de John, que durante años lo ha querido como a un amigo, como a un fiel confidente. Ahora Michael tiene que escapar de la tortura de su propia conciencia, del sentimiento diario de estar traicionando a su primo, el hombre que más quería en el mundo. Su muerte le ha proporcionado riqueza, posición, y se niega a aceptar que también sea la puerta al amor de su vida. Cuando regresa de su voluntario exilio en la India, Michael descubre que la atracción por Francesca no ha hecho sino crecer con el tiempo. Ella tiene que decidir ahora si está dispuesta a reiniciar su vida, buscar un nuevo amor… ¿será capaz de descubrir que siempre lo ha tenido a su lado?

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– Michael -suspiró ella, apretándose a él-. Oh, Michael.

Él ahuecó las manos en sus nalgas y la apretó hacia él, y se le escapó un gemido de placer al sentirla tensa y cálida contra su erección.

Había creído que la deseaba antes, pero eso… eso era diferente.

– Te necesito -dijo con la voz ronca, arrodillándose y deslizando los labios por su vientre hasta el centro de ella, por encima de la seda-. No sabes cuánto te necesito.

Ella musitó su nombre, y pareció confundida al mirarlo hacia abajo, en esa posición de súplica.

– Francesca -dijo, sin saber por qué lo decía, tal vez simplemente porque su nombre era lo más importante del mundo en ese momento: su nombre, su cuerpo y la belleza de su alma-. Francesca -repitió, hundiendo la cara en su vientre.

Ella le puso las manos en la cabeza y enredó los dedos en su pelo. Él podría haber continuado así horas y horas, de rodillas ante ella, pero entonces ella se arrodilló también y arqueó el cuello cuando él la besó.

– Te deseo -dijo-. Por favor.

Michael gimió, la estrechó en sus brazos y luego se incorporó, la levantó y la tironeó hacia la cama. En un instante ya estaban en ella, y el mullido colchón pareció abrazarlos mientras ellos se abrazaban.

– Frannie -musitó él, mientras con los dedos temblorosos le subía el camisón hasta más arriba de la cintura.

Ella le puso una mano en la nuca y lo atrajo para otro beso, este ardiente y profundo.

– Te necesito -dijo entonces, casi gimiendo de deseo-. No sabes cuánto te necesito.

– Deseo verte entera -dijo él, prácticamente arrancándole el camisón-. Necesito sentirte, acariciarte toda entera.

Francesca estaba tan impaciente como él; le cogió el cinturón de la bata, le soltó rápidamente el lazo y se la abrió, dejando a la vista la ancha extensión de su pecho. Le acarició el suave vello, casi maravillándose al deslizar la mano por su piel.

Jamás se había imaginado en esa situación, en ese momento. Esa no era la primera vez que lo veía de esa manera, que lo acariciaba así, pero en cierto modo era diferente en ese momento.

Él era su marido.

Era difícil creerlo y sin embargo lo sentía absolutamente perfecto, correcto.

– Michael -musitó, pasándole la bata por encima de los hombros.

– ¿Mmmm? -musitó él, ocupado haciéndole algo delicioso en la corva de la rodilla.

Ella dejó caer la cabeza en la almohada, totalmente olvidada de lo que iba a decir, si es que iba a decir algo.

Él curvó la mano sobre su muslo y la fue deslizando hacia arriba, por la cadera, por la cintura y finalmente la detuvo en el costado del pecho. Francesca deseaba participar, ser osada, y acariciarlo mientras él la acariciaba, pero sus caricias la volvían lánguida y perezosa, y lo único que podía hacer era estar tendida ahí disfrutando de sus atenciones, alargando la mano de tanto en tanto para acariciarle la parte de piel a la que le llegara la mano.

Se sentía mimada.

Se sentía adorada.

Amada.

Se sentía humilde.

Eso era exquisito.

Era sagrado y seductor, y la dejaba sin aliento.

Él siguió con los labios la huella que iban dejando sus manos, produciéndole hormigueos de deseo al subir por su vientre hasta posarse en la hendidura entre sus pechos.

– Francesca -musitó, besándole el pecho y avanzando con los labios hasta llegar al pezón.

Primero la atormentó ahí con la lengua y luego lo cogió en la boca, mordisqueándoselo suavemente.

La sensación fue intensa e inmediata. Se le estremeció y descontroló el cuerpo, y tuvo que cogerse de las sábanas para afirmarse pues de repente su mundo se había ladeado, desviándose de su eje.

– Michael -resolló, arqueándose.

Él ya le había introducido las manos en la entrepierna, aunque ella no necesitaba más preparación para su penetración. Deseaba eso, lo deseaba a él, y deseaba que durara eternamente.

– Qué exquisita eres -dijo él, con la voz ronca de deseo, con su aliento caliente sobre su piel.

Entonces cambió de posición, montando encima de ella y posicionando el miembro en su entrada. Su cara estaba sobre la suya, tocándole la nariz con su nariz, y sus ojos brillaban, ardientes e intensos.

Ella se movió debajo de él, arqueando las caderas para recibirlo hasta el fondo.

– Ahora -dijo, en una mezcla de orden y súplica.

Él la penetró poco a poco, con seductora lentitud. Ella notó cómo se iba abriendo, ensanchándose para recibirlo hasta que sus cuerpos quedaron tocándose y supo que él la había penetrado hasta el fondo.

– Aahh -gimió él, con la cara tensa de pasión-. No puedo… tengo que…

Ella contestó arqueando las caderas, apretándose a él con más firmeza.

Entonces él comenzó a moverse, produciéndole una nueva oleada de sensaciones con cada embate, que se iban propagando y ardiendo por todo su cuerpo. Musitó su nombre y luego ya fue incapaz de hablar, aparte de resollar tratando de hacer entrar aire a sus pulmones, pues sus movimientos se volvieron frenéticos y desesperados.

Y entonces le vino el orgasmo como un rayo, en una oleada de placer. Le explotó el cuerpo y gritó, sin poder contener la intensidad de la experiencia. Michael embistió más fuerte, una y otra y otra vez. Gritó su nombre al eyacular, como si fuera una oración y una bendición, y después de las últimas y frenéticas embestidas, se desplomó encima de ella.

– Peso mucho -dijo, haciendo un desganado esfuerzo por rodar hacia un lado.

– No -dijo ella, impidiéndoselo con una mano.

No deseaba que se moviera. Pronto le resultaría difícil respirar y él tendría que apartarse, pero por el momento sentía algo fundamental en esa posición entre ellos, algo que no deseaba que acabara.

– No -dijo él, y ella detectó una sonrisa en su voz-. Te estoy aplastando.

Rodó hacia un lado pero sin dejar de abrazarla, y ella se encontró acurrucada junto a él como una cucharilla, con la espalda calentada por su piel y su cuerpo sujeto por su brazo bajo sus pechos.

Él musitó algo con la boca apoyada en su nuca, y ella no entendió sus palabras pero no hacía falta; sabía lo que decía.

Poco después él se durmió y su respiración fue como una canción de cuna lenta y pareja junto a su oído.

Pero ella no se durmió. Estaba cansada, tenía sueño, se sentía saciada, pero no se durmió.

Esa había sido una noche diferente.

Y se quedó reflexionando por qué.

Capítulo 23

… Seguro que Michael te escribirá también, pero como te considero una muy queridísima amiga, quise escribirte yo para informarte de que nos hemos casado. ¿Te sorprende? Debo confesar que a mí sí me sorprendió.

De la carta de la condesa de Kilmartin a Helen Stirling,

tres días después de su boda con el conde de Kilmartin.

– Tienes un aspecto terrible.

Michael se giró a mirarla con una expresión bastante hosca.

– Y que tengas un buen día también -dijo, y volvió su atención a sus huevos y tostada.

Francesca se sentó a la mesa del desayuno frente a él. Llevaban dos semanas casados; esa mañana Michael se había levantado temprano y cuando ella despertó, el lado de él en la cama estaba frío.

– No es broma -dijo, frunciendo el ceño, preocupada-. Estás muy pálido y ni siquiera estás sentado derecho. Deberías volver a la cama a descansar un poco.

Él tosió, volvió a toser y el acceso de tos le estremeció el cuerpo.

– Estoy muy bien -dijo, aunque las palabras le salieron casi en un resuello.

– No estás bien.

Él puso los ojos en blanco.

– Dos semanas casados y ya…

– Si no querías una mujer regañona no deberías haberte casado conmigo -replicó ella, calculando la distancia y comprobando que no le llegaría la mano para tocarle la frente para ver si tenía fiebre.

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