Julia Quinn - Los Diarios Secretos De Miranda

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Los Diarios Secretos De Miranda: краткое содержание, описание и аннотация

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A los diez años Miranda Cheever no muestra signo alguno de convertirse en una gran belleza. Y ni siquiera a esa temprana edad Miranda ha aprendido a aceptar las expectativas que la sociedad tiene depositadas en ella… hasta la tarde en que Nigel Bevelstoke, el guapo y elegante vizconde Turner, besa solemnemente su mano y le promete que un día madurará y se convertirá en una mujer tan hermosa como inteligente.
Y ni siquiera a los diez años Miranda sabía que le amaría para siempre.
Pero los años siguientes se han mostrado tan crueles para Turner como amables ha sido para Miranda. Ella es tan fascinante como osadamente predijo el vizconde aquel memorable día… y aquel hombre se ha convertido en un hombre solitario y amargado, destrozado por una devastadora pérdida.
Pero Miranda jamás ha olvidado la verdad que dejó por escrito en aquel papel tantos años atrás… y no permitirá que el amor que es su destino se le escape de entre los dedos…

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Miranda no entendía por qué, puesto que un embarazo no planeado era un embarazo no planeado. Escribirlo no iba a cambiar nada. No obstante, Olivia tenía razón. Ella se iba seis semanas a Escocia cada año a visitar a sus abuelos maternos, y Billy Evans se casó mientras estaba fuera. Era propio de Olivia esgrimir el único argumento que ella no podía rebatir.

– ¿Bajamos a desayunar? -preguntó Miranda, algo cansada. No iba a poder evitarlo y, además, Turner había bebido mucho la noche anterior. Si existía la justicia divina, estaría en la cama con dolor de cabeza toda la mañana.

– No hasta que María te peine -dijo Olivia-. No debemos dejar nada al azar. Tu trabajo es estar guapa. Venga, no me mires así. Eres mucho más guapa de lo que crees.

– Olivia.

– No, no, lo he dicho mal. No eres guapa. Yo soy guapa. Guapa y aburrida. Tú tienes algo más.

– Una cara alargada.

– No. Al menos, no tanto como cuando eras pequeña. -Olivia ladeó la cabeza y no dijo nada.

Nada.

– ¿Qué? -preguntó Miranda, con recelo.

– Creo que has crecido.

Era lo que Turner le había dicho hacía tantos años. «Algún día crecerás y tu belleza igualará la inteligencia que ya posees.» Miranda odiaba recordarlo. Y odiaba que la hiciera querer llorar.

Olivia, cuando la vio tan emocionada, también se emocionó.

– Oh, Miranda -dijo, mientras la abrazaba con fuerza-. Yo también te quiero. Seremos las mejores hermanas del mundo. Estoy impaciente.

Cuando Miranda bajó a desayunar (media hora tarde; juró que nunca había tardado tanto en arreglarse y juró que nunca volvería a hacerlo), el estómago le rugía.

– Buenos días, familia -dijo Olivia, con alegría, mientras cogía un plato de la mesa auxiliar-. ¿Dónde está Turner?

Miranda lanzó una plegaria de agradecimiento al cielo por su ausencia.

– Imagino que en la cama, todavía -respondió lady Rudland-. El pobre. Ha sido una semana horrible.

Nadie dijo nada. A ninguno le gustaba Leticia.

Olivia entendió el silencio.

– Muy bien -dijo-. Bueno, sólo espero que no pase mucha hambre. Anoche tampoco cenó con nosotros.

– Olivia, su mujer acaba de morir -intervino Winston-. Y nada menos que de un accidente en que se rompió el cuello. Te ruego que seas un poco más indulgente con él.

– Me preocupo por él porque lo quiero -respondió Olivia, con el mal genio que reservaba únicamente para su hermano gemelo-. No está comiendo nada.

– He hecho que le suban una bandeja a la habitación -dijo su madre, zanjando la discusión-. Buenos días, Miranda.

Miranda se sobresaltó. Había estado ocupada observando a Olivia y a Winston.

– Buenos días, lady Rudland -respondió, enseguida-. Espero que haya dormido bien.

– Todo lo bien que se puede esperar. -La condesa suspiró y bebió un sorbo de té-. Son tiempos difíciles. Aunque debo darte las gracias otra vez por haberte quedado a pasar la noche. Sé que ha sido un consuelo para Olivia.

– Por supuesto -murmuró Miranda-. Ha sido un placer ser de ayuda. -Siguió a Olivia hasta la mesa auxiliar y se sirvió el desayuno. Cuando volvió a la mesa, descubrió que ésta le había dejado un asiento libre al lado de Winston.

Se sentó y miró a los Bevelstoke. Todos le estaban sonriendo. Lord y lady Rudland con benevolencia, Olivia con un toque de perspicacia y Winston…

– Buenos días, Miranda -dijo, con calidez. Y sus ojos… la miraban con…

¿Interés?

Madre de Dios, ¿era posible que Olivia tuviera razón? Había algo distinto en cómo la miraba.

– Muy bien, gracias -respondió ella, absolutamente incómoda. Winston prácticamente era su hermano, ¿no? Era imposible que pensara en ella así… Y ella tampoco podía. Aunque, si él podía, ¿ella también? Y…

– ¿Te quedarás en Haverbreaks esta mañana? -le preguntó-. Había pensado que podríamos ir a dar un paseo a caballo. ¿Quizá después de desayunar?

Dios mío. Olivia tenía razón.

Miranda notó cómo separaba los labios, sorprendida.

– Yo… eh… no lo había decidido.

Olivia le dio una patada por debajo de la mesa.

– ¡Au!

– ¿La caballa está mala? -preguntó lady Rudland.

Miranda meneó la caballa.

– Lo siento -dijo, mientras se aclaraba la garganta-. No, creo que ha sido una espina.

– Por eso nunca como pescado en el desayuno -comentó Olivia.

– ¿Qué dices, Miranda? -insistió Winston. Sonrió; una sonrisa perezosa y juvenil que seguro que había roto cientos de corazones-. ¿Vamos a dar un paseo?

Miranda alejó las piernas de Olivia y dijo:

– Me temo que no me he traído la ropa adecuada. -Era verdad, y una lástima, porque empezaba a creer que una salida con Winston era justamente lo que necesitaba para quitarse a Turner de la cabeza.

– Puedes coger la mía -dijo Olivia, sonriendo por encima de la tostada-. Te irá un poco grande.

– Entonces, arreglado -dijo Winston-. Será magnífico ponernos al día. Hace años que no lo hacemos.

Miranda sonrió. Era muy fácil estar con Winston, incluso ahora, cuando ella estaba aturdida por sus intenciones.

– Varios años, creo. Siempre estoy en Escocia cuando vienes a casa durante las vacaciones de la escuela.

– Pero hoy no -respondió él, satisfecho. Levantó la taza de té, le sonrió y a Miranda la sorprendió lo mucho que se parecía a Turner de joven. Winston tenía veinte años, uno más de los que tenía Turner cuando ella se había enamorado de él.

Cuando lo conoció, se corrigió. No se había enamorado de él. Sólo lo había creído. Ahora sabía distinguir las dos cosas.

11 de abril de 1819

Un paseo a caballo espléndido con Winston. Se parece mucho a su hermano, si su hermano fuera amable, considerado y todavía conservara el sentido del humor.

Turner no había dormido demasiado bien, aunque no le sorprendía; ya casi nunca dormía. Además, esa mañana todavía estaba enfadado e irritable… básicamente consigo mismo.

¿En qué demonios estaba pensando? Besar a Miranda Cheever. Esa chica era prácticamente como su hermana pequeña. Estaba furioso, y quizás un poco ebrio, pero no era excusa para su triste comportamiento. Leticia había matado muchas cosas en él, pero, por Dios, todavía era un caballero. Si no, ¿qué le quedaba?

Ni siquiera la había deseado. No. Conocía el deseo, conocía aquella necesidad inmediata de poseer y reclamar, y lo que había sentido por Miranda…

Bueno, no sabía qué era, pero no había sido eso.

Eran aquellos enormes ojos marrones. Lo veían todo. Lo ponían nervioso. Siempre lo habían hecho. Incluso de pequeña, ya parecía ser increíblemente sabia. Y él estaba en el despacho de su padre y se sintió expuesto y transparente. Sólo era una cría; acababa de terminar la escuela y, sin embargo, sabía reconocer sus sentimientos. Aquella intrusión lo había enfurecido y respondió de la única forma que le pareció adecuada en ese momento.

Sin embargo, nada podría haber sido menos adecuado.

Y ahora tendría que disculparse. Dios mío, la sola idea era intolerable. Sería mucho más fácil fingir que no había pasado e ignorarla el resto de su vida, pero estaba claro que no iba a ser posible; no si quería seguir manteniendo una relación con su hermana. Y, además, esperaba que todavía le quedara algún resto de decencia y caballerosidad.

Leticia había matado casi todas sus cualidades buenas e inocentes, pero seguro que le quedaba algo. Y cuando un caballero ofendía a una dama, su deber era disculparse.

Cuando bajó a desayunar, su familia ya no estaba, y le pareció perfecto. Comió deprisa y se bebió el café de un trago. Lo pidió solo como penitencia y ni siquiera hizo una mueca cuando le resbaló, ardiendo y amargo, por la garganta.

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