– No he dicho que esperaba ir -repuso Sophie, a la defensiva-, sólo dije que ojalá pudiera.
– Bueno, no deberías ni molestarte deseándolo -la regañó Rosamund-. Si deseas cosas que de ninguna manera puedes esperar, sólo vas a tener decepciones.
Pero Sophie se olvidó de lo que iba a contestar, porque en ese momento ocurrió algo rarísimo. En el momento en que giró la cabeza hacia Rosamund, vio al ama de llaves en la puerta. Ésta era la señora Gibbons, que había venido de Penwood Park a ocupar el puesto dejado vacante al morir el ama de llaves de la casa de la ciudad. Y cuando Sophie la miró a los ojos, la señora Gibbons le hizo un guiño.
¡Un guiño! No recordaba haber visto jamás hacer un guiño a la señora Gibbons.
– ¡Sophie! ¡Sophie! ¿No me has oído?
Sophie volvió su distraída mirada hacia Araminta.
– Perdón. ¿Qué decía?
– Te estaba diciendo -contestó Araminta en tono antipático-, que será mejor que te pongas a trabajar en mi vestido al instante. Si llegamos tarde al baile tú responderás de eso mañana.
– Sí, por supuesto -se apresuró a decir Sophie.
Enterró la aguja en la tela y comenzó a coser, pero su mente seguía puesta en la señora Gibbons.
¿Un guiño?
¿Qué demonios significaba ese guiño?
Tres horas después, Sophie estaba en las gradas de la puerta principal de la casa Penwood mirando cómo Araminta, Rosamund y luego Posy cogían una a una la mano del lacayo y subían al coche. Le hizo un gesto de despedida a Posy, que se lo correspondió, y luego se quedó observando el coche avanzar por la calle hasta desaparecer en la esquina. La mansión Bridgerton, donde se celebraría el baile de máscaras, estaba a sólo seis manzanas de distancia, pero Araminta habría insistido en hacer el trayecto en coche aunque la casa hubiera estado al lado.
Era importante hacer una grandiosa entrada, después de todo.
Exhalando un suspiro, subió la escalinata para entrar en la casa. Por lo menos, con la emoción del momento, Araminta había olvidado dejarle una lista de tareas para hacer durante su ausencia. Una noche lihrc era un verdadero lujo; tal vez releería una novela. O tal vez podría encontrar la edición de Whistledown de ese día. Le pareció recordar haber visto a Rosamund entrar con la hoja en su habitación esa tarde.
Pero en el preciso instante en que entró por la puerta, se materia lizó la señora Gibbons, como salida de ninguna parte, y le cogió el brazo.
– ¡No hay tiempo que perder! -le dijo.
Sophie la miró como si hubiera perdido el juicio.
– ¿Cómo ha dicho?
La señora Gibbons le tironeó la manga por el codo.
– Ven conmigo.
Sophie se dejó llevar los tres tramos de escalera hasta su habitación, un diminuto cuarto metido bajo el alero. La señora Gibbons actuaba de modo muy peculiar, pero ella le dio en el gusto y la siguió. El ama de llaves siempre la trataba con excepcional amabilidad, aun cuando estaba claro que Araminta desaprobaba eso.
– Tienes que desvestirte -le dijo la señora Gibbons al coger el pomo de la puerta.
– ¿Qué?
– Tenemos que darnos prisa.
– Pero, señora Gibbons… -se le cortó la voz y se quedó mirando boquiabierta la escena que tenía lugar en su dormitorio.
En el centro había una bañera, humeante del vapor de agua caliente, y las tres criadas estaban ocupadísimas alrededor. Una estaba vaciando un cubo de agua caliente en la bañera, otra estaba tratando de abrir la cerradura de un arcón de aspecto misterioso, y la otra sostenía una toalla, diciendo:
– ¡Deprisa! ¡Deprisa!
Sophie las miró a todas, desconcertada.
– ¿Qué pasa?
La señora Gibbons se giró a mirarla y sonrió de oreja a oreja.
– Tú, señorita Sophie Beckett, vas a ir al baile de máscaras.
Una hora después, Sophie estaba transformada. El arcón contenía vestidos de la difunta madre del conde. Todos eran anticuados, de cincuenta años atrás, pero eso no importaba. Era un baile de máscaras; nadie esperaba que los trajes fueran de la última moda.
Al fondo del arcón habían encontrado un precioso vestido de brillante seda color plata, con un ceñido corpiño con incrustaciones de perla y el tipo de falda acampanada sobre enaguas que fuera tan popular el siglo anterior. Sophie se sintió como una princesa con sólo tocarlo. Tenía un cierto olor rancio por haber estado años en el arcón, y una de las criadas lo sacudió para airearlo y lo roció con un poco de agua de rosas.
La habían bañado, perfumado y peinado, e incluso una de las criadas le aplicó un poco de pintalabios.
– No se lo diga a la señorita Rosamund -le susurró mientras se lo aplicaba-. Lo cogí de su colección.
– Ooooh, mirad -exclamó la señora Gibbons-. Encontré unos guantes a juego.
Sophie levantó la vista y la vio sosteniendo un par de guantes largos hasta el codo.
– Mire -dijo, cogiendo uno de los guantes y examinándolo-. El blasón Penwood. Y lleva un monograma, justo en el borde.
La señora Gibbons le dio la vuelta al que tenía en la mano.
– Ese, ele, ge. Sara Louisa Gunningworth. Tu abuela.
Sophie la miró sorprendida. La señora Gibbons nunca se había referido al conde como a su padre. Jamás nadie en Penwood Park había reconocido con palabras sus lazos sanguíneos con la familia Gunningworth.
– Bueno, pues, es tu abuela -afirmó la señora Gibbons-. Todos hemos bailado en torno al tema durante mucho tiempo. Es un crimen que a Rosamund y a Posy se las trate como a las hijas de la casa y que tú, la verdadera hija del conde, tengas que barrer y servir como una criada.
Las tres criadas asintieron, expresando su acuerdo.
– Por una vez -continuó la señora Gibbons-, por una sola noche, serás tú la reina del baile.
Sonriendo, hizo girar a Sophie hasta dejarla de frente ante el espejo.
Sophie retuvo el aliento.
– ¿Esa soy yo?
La señora Gibbons asintió, con los ojos sospechosamente brillantes.
– Estás preciosa, cariño -susurró.
Sophie levantó lentamente una mano para tocarse el pelo.
– ¡No lo chafes! -gritó una de las criadas.
– No lo chafaré -prometió Sophie, con los labios temblorosos al sonreír, a la vez que trataba de impedir que le saliera una lágrima. Le habían puesto un toque de brillantes polvos en el pelo, por lo que toda ella brillaba como una princesa de cuento de hadas. Le habían recogido los rizos rubio oscuro en lo alto de la cabeza, en una especie de moño suelto, dejando caer una gruesa guedeja a lo largo del cuello. Su ojos, normalmente color verde musgo, brillaban como esmeraldas.
Aunque ella sospechó que el brillo tenía más que ver con las lágrimas no derramadas que con cualquier otra cosa.
– Ésta es tu máscara -dijo enérgicamente la señora Gibbons. Era un antifaz, del tipo que se ata atrás, por lo que Sophie no tendría que ocupar una mano en sostenerlo-. Ahora sólo nos falta un par de zapatos.
Sophie miró pesarosa sus zapatos de trabajo, prácticos y feos, que estaban en un rincón.
– No tengo nada adecuado para estas elegancias -dijo.
La criada que le había pintado los labios levantó un par de delicados zapatos blancos.
– Del ropero de Rosamund -declaró.
Sophie metió el pie derecho en el zapato correspondiente y lo sacó con la misma rapidez.
– Demasiado grande -dijo, mirando a la señora Gibbons-. No podría caminar con ellos.
– Ve a buscar un par en el ropero de Posy -dijo la señora Gibbons a la criada.
– Son más grandes aún -repuso Sophie-. Lo sé. He limpiado muchas marcas de rozaduras en ellos.
La señora Gibbons exhaló un largo suspiro.
– No hay nada que hacer ahí, entonces. Tendremos que asaltar la colección de Araminta.
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