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Melissa P.: Tu Aliento

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Melissa P. Tu Aliento

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“Un pasaje de ida”, le pide al empleado de la agencia de viajes. Melissa es una muchacha en fuga. De la tierra que la vio nacer, de una familia cariñosa pero despiadada, de un hombre que la ha desenmascarado. De un juego imposible de ganar hacia un futuro que promete acogerla sin hacer demasiadas preguntas. Al principio, Melissa consigue encerrar bajo llave a aquel demonio interior que ha dominado sus palabras, sus gestos, sus pensamientos desde que era una niña. Pero pronto se da cuenta de que solo ha ganado una de las tantas batallas contra su propia naturaleza oscura. La guerra es larga. En poco tiempo, de hecho, una simple sospecha se transforma en una obsesión, en celos ciegos que amenazan destruir todo aquello por lo que ha luchado tan duramente. ¿Quién es Viola? ¿Qué son esas sombras que le susurran al oído? ¿Cómo interpretar esas terroríficas visiones nocturnas, aquella libélula que parece espiar cada uno de sus movimientos? Y su historia de amor, ¿está verdaderamente destinada a morir? Visceral y romántica, onírica y sensual, Tu aliento es una novela extrema y preciosa, donde la frontera entre realidad y fantasía se difumina página tras página, revelando una escritora única, de gran talento y enorme coraje.

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Tomé el pasaje de avión y lo mantuve delicadamente entre los dedos: mi pasaje de entrada.

Cuando salí de la agencia un frío sutil hizo que se me crispara la piel. Me envolví con mi abrigo (el rojo, de piel, el que a Ornella le hace recordar una bata) y trepé por la Acchianata de San Giuliano. Decidí pasar por Piazza Crociferi, donde el exceso y el lujo barroco compiten con la degradación, la muerte y la descomposición de las mismas casas que tienen frisos y frisones, flores que germinan en la piedra e inexorablemente se secan. Allí fue donde di el primer beso, allí fue donde intercambié golpes con una imbécil; más adelante, la escalinata donde una noche saboreé una cerveza con un desconocido sin pedir nada a cambio.

Pero ningún recuerdo consiguió despertar sensaciones adormecidas.

Entonces seguí hasta la Piazza del Elefante y lo único que vi fueron los abrigos grises de los funcionarios de la municipalidad.

Seguí hacia la pescadería y allí también lo único que vino a mi mente fue esa vez, hace tantos años, cuando tú, la abuela y yo habíamos ido a comprar pescado; y lo que más me había asombrado aquella vez fue la estrella de mar que estaba adherida a la espalda de un pez espada que aún vivía. Pocos, demasiado pocos recuerdos que, en su mayoría, son vanos y están descoloridos.

Si alguien me preguntara cuál es la ciudad que más odio, respondería Catania. Y daría la misma respuesta si me preguntara cuál es la ciudad que más amo.

Siempre me has dicho que estar lejos de la propia tierra es lo más doloroso que puede haber. Siempre me has dicho que, si me hubiese ido, habría sentido a la nostalgia agarrándome por el cuello y arrastrándome hacia la desesperación y el dolor.

Yo te decía que para mí un lugar vale lo que cualquier otro y que Catania incluso era el lugar al que más le temía, porque Catania te deglute.

Oscuridad, cenizas, lava coagulada y enfriada. A pesar de eso el sol pega continuamente entre los bajorrelieves barrocos y en las cortinas de encaje blancas de las viejas casas del centro; toda la ciudad parece hundirse en una gran, infinita, profunda oscuridad. Catania es tenebrosa. Es como si estuviera atravesando el umbral de una enorme boca abierta de par en par, llevada por un tren cansado. Catania es así incluso cuando parece que la vida no puede estar contenida en sus estrechas plazas y en sus calles arañadas, cuando por la noche jóvenes, carteristas, putas, drogadictos, familias y turistas se encuentran en el mismo lugar, todos, a la misma hora, dando vida y origen a orgías exóticas y desordenadas. Catania es bella porque no tiene jerarquías, porque no tiene tiempo, porque es ignorante de la fascinación que provoca. Es bella como una mujer desnuda, blanca y con el cabello negrísimo, que le cae sobre los ojos cuando la mano de un hombre violento le tapa la boca, susurrándole con malicia: “No digas nada, puta”.

Catania es así, una puta que no habla porque alguien le tapa la boca.

Yo soy alguien profundamente cataniense. Tengo dentro de mí la vida y la muerte, no le temo a ninguna de las dos. Pero a veces la vida tiende hacia la muerte.

A menudo, si alguien se alejó de casa por mucho tiempo, lo oigo decir que el único motivo que lo impulsa a retornar a su propio canil es la necesidad de reencontrarse con sus propias raíces, de indagar en el terreno y apropiarse de él, viviseccionándolo. ¿Raíces? ¿De qué raíces me hablan? No somos árboles, somos seres humanos. Seres humanos que provienen de una semilla y que seguirán siendo semillas por toda la eternidad. A lo sumo, tal vez, el único lugar donde hemos tenido raíces es en el vientre materno.

Y si un día quiero volver a mis orígenes, si siento deseos de comer mis propias raíces, no deberé hacer otra cosa que desgarrarte el vientre, entrar con todo el cuerpo y atarme a ti con un hilo ficticio.

Pero no me serviría de mucho. Quiero seguir siendo semilla. Quiero ser mi origen y mi fin. Y no quiero pudrirme dentro de terreno alguno, quiero que el viento me arrastre siempre.

2

Aún no es primavera, aunque técnicamente ya ha comenzado. El cielo se ve todavía tan invernal… las caras de la gente siguen siendo invernales. El Coliseo, dramáticamente, se ha establecido en el corazón de la ciudad, en el centro de la calle exhibe su gran culo delante de todo el mundo. Trato en lo posible de no mirarlo cuando voy de compras. No me gusta el Coliseo, se parece a un macho maduro que quiere demostrarles a todos su virilidad, aun habiéndola perdido. No lo soporto. Me cansó. Tomo por calles ruidosas con las bolsas en la mano y la mirada baja, camino tan rápidamente que cuando llego al portón de casa tengo las pantorrillas duras y tensas y las yemas de los dedos marcados por las bolsas de plástico; los veo gordos y tumefactos como dos chorizos.

Bebí leche del pezón de Catania por un período demasiado breve, el tiempo del destete llegó demasiado pronto. Pero rogué para que ello sucediera.

¿Qué hice durante todos estos años metida en esa cueva oscura y claustrofóbica? ¿Cómo fue que no me di cuenta de que Catania se estaba apoderando de mi alma sin que yo le hubiese dado permiso? ¿Por qué tú nunca dijiste nada?

¿Complotaste con ella para que yo permaneciera para siempre aferrada a sus senos? Seguías diciéndome que tendría nostalgia de mi ciudad y mi familia, que en otra parte sólo habría encontrado soledad y conflictos, que no hay nada más bello que despertarse a la mañana y sentir la brisa matinal pellizcándome la nariz. No me importa nada: odio el mar y odio demasiado la soledad y los conflictos.

Una lástima que te hayas equivocado. Perdona, soy demasiado dura. Siempre tengo una visión equivocada de los pensamientos de los otros, a lo mejor no pensabas todo eso. Pero a lo mejor, un poco, todo eso te lo esperabas.

3

No lo amaba, no experimentaba ternura por él, no lo quería mucho. Me aprovechaba de él. Me aprovechaba de su adultez, de su experiencia, de la seguridad que sabía darme.

Él aprovechaba a su vez esa parte infantil que custodio con tanto celo, porque es pequeña, insignificante y débil, y sin embargo valiosa. Nos aprovechábamos de nuestros cuerpos con la excusa de liberar nuestras almas. Decía que yo le había dado la libertad, que conmigo se sentía un león. ¿Pero a mí qué me había dado?

Me entregaba a él porque en aquel momento era el único que podía lamer mis heridas. Lamerlas, hacer que volvieran a abrirse y después hacerlas que ardieran. Y luego volver a lamerlas.

Me decía que su cuerpo era exactamente tan grande como el profundo abismo que se había formado en el mío. Yo creía que su cuerpo, tendido sobre el mío, podía de improviso curar la herida ensangrentada que se abría más cada día, un centímetro más cada día.

Entonces yo dejaba que me amara y él me dejaba amarlo.

En el momento preciso en que él gozaba yo me sentía saciada y plena y sentía deseos de estar sola. Le ofrecía la espalda y me acurrucaba en posición fetal en la cama, me encerraba en mí misma. Me masturbaba.

Entonces él me dejaba tranquila y se quedaba inmóvil en la cama deshecha, completamente desnudo, con un brazo encima de la cabeza y los ojos apuntando al cielorraso, pensando. Su cuerpo parecía estar siendo recorrido por descargas eróticas, su virilidad estaba presente, fuerte.

En esos momentos de silencio e inmovilidad, cuando la oscuridad del cuarto de hotel se veía, de a ratos, interrumpida por los faros de algún auto que pasaba, me preguntaba qué le habría quedado si todo el perfume natural del que estaba embebido yo lo hubiera asimilado, tragado, inmovilizado dentro de mí. Se habría convertido en una encina seca, pronta a morir deshidratada; sus raíces seguirían bien hundidas en la tierra, pero la savia ya no recorrería ese tronco rugoso e imponente.

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