Anne Rice - Entrevista con el vampiro

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Entrevista con el vampiro: краткое содержание, описание и аннотация

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Nunca un vampiro le había contado su vida a un mortal. Louis de Pointe du Lac, con un cansancio de siglos a sus espaldas, es el primero en hacerlo frente a un periodista de San Francisco, al que le explica cómo ha sido su existencia desde que fuera vampirizado por Lestat de Lioncourt en 1791. Louis y Lestat no son en realidad como la gente se imagina. Viven de la sangre humana y la muerte no les alcanza, es cierto, pero son sensibles e inteligentes, vulnerables, humanos y tal vez tienen más de víctimas que de verdugos...

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»—Por favor —dijo, y su voz era elocuente y amable cuando me imploraba—. ¡No puedo hablar contigo aquí! No te puedo hacer comprender. Vendrás conmigo… por un tiempo nada más… ¿hasta que yo me recupere?

»—Esto es una locura… —dije, y de repente me subí las manos a las sienes—. ¿Dónde está ella? —Miré sus rostros quietos, pasivos; esas sonrisas inescrutables—. Lestat… —le hice dar media vuelta, tomándolo de la lana negra de sus solapas.

»Y entonces vi el objeto en sus manos. Supe de qué se trataba. En un instante se lo arranqué de las manos y me quedé mirándolo. Era una cosa frágil de seda, era… el vestido amarillo de Claudia. Se llevó una mano a los labios y desvió la cabeza. Se le escaparon unos sollozos reprimidos, suaves, cuando tomó asiento mientras lo miraba, mientras miraba el vestido. Moví lentamente los dedos por encima de las lágrimas, vi las manchas de sangre y mis manos se cerraron temblorosas cuando lo aplasté contra mi pecho.

»Durante largo rato simplemente me quedé inmóvil; el tiempo no contaba para mí ni para esos vampiros movedizos, con una risa suave y etérea que me llenaba los oídos. Recuerdo haber pensado que quería taparme los oídos con las manos, pero no dejé escapar el vestido, no pude dejar de tratar de hacerlo tan pequeño hasta que quedó escondido en mis manos. Recuerdo que ardía una hilera de candelabros, una hilera despareja contra la pared pintada. Una puerta estaba abierta a la lluvia y todas las velas trepidaban y se movían en el viento, como si las llamas fueran levantadas de su cabo. Pero se aferraban a la cera y seguían ardiendo. Supe que Claudia estaba tras aquella puerta. Las velas se movieron. Los vampiros las habían cogido. Santiago tenía una vela; me hizo una reverencia y me invitó a traspasar el umbral. Apenas era consciente de su presencia. No me importaba nada ni él ni ninguno de los demás. Algo en mi interior me dijo: “Si te preocupan, te volverás loco; y, en realidad, carecen de importancia. Ella sí importa. ¿Dónde está? Encuéntrala”. La risa de los vampiros era distante y parecía tener color y forma pero no formar parte de nada.

»Entonces vi algo a través del portal abierto, algo que había visto antes, hacía mucho, muchísimo tiempo. Nadie sabía que lo había visto antes. No, Lestat lo sabía, pero no importaba. Ahora no lo reconocería ni lo entendería. Que yo y él hubiéramos visto esa cosa, los dos de pie en la puerta de esa cocina de ladrillos en la rué Royale, dos cosas encogidas que habían tenido vida, madre e hija abrazadas, la pareja asesinada en el suelo de la cocina. Pero estas dos que yacían bajo la suave lluvia eran Madeleine y Claudia, el hermoso pelo rojo de Madeleine se mezclaba con el rubio de Claudia, que se estremecía y brillaba en el viento que pasaba por la puerta abierta. Lo único viviente que no había sido quemado era el pelo, no el largo y vacío vestido de terciopelo, no la pequeña camisa manchada de sangre con sus lazos blancos. Y la cosa ennegrecida, quemada, que era Madeleine aún tenía la estampa de su rostro vivo y la mano que se aferraba a la niña era totalmente como la mano de una muñeca. Pero la niña, la antigua, niña, mi Claudia, era cenizas.

»Di un grito, un grito salvaje y amenazador que salió de las entrañas de mi ser, elevándose como el viento en ese espacio angosto, el viento que sacudía la lluvia que caía sobre esas cenizas, golpeando las huellas de una pequeña mano contra los ladrillos, el pelo rubio que se elevaba, esos sueltos mechones que flotaban, volando hacia arriba. Recibí un golpe cuando aún gritaba, y me aferré a algo que creí que era Santiago. Lo golpeaba, lo destruía, retorcía esa sonriente cara blanca con unas manos de las que él no se podía liberar, manos contra las que luchó, gritando y mezclando sus gritos con los míos. Sus pies pisaron esas cenizas cuando le di un gran empujón; mis ojos seguían enceguecidos por la lluvia, por mis lágrimas, hasta que él se alejó de mí y fue entonces cuando él estiró su brazo para atajarme y pude verlo: era Armand contra quien yo luchaba. Armand, que me empujaba y me alejaba de esa pequeña fosa y me metía en el remolino de colores del salón, de los gritos, de las voces entremezcladas, de esa risa plateada, penetrante.

»Y Lestat me llamaba:

»—¡Louis, espérame; Louis, debo hablarte!

»Pude ver los ojos profundos y marrones cerca de mí. Me sentí débil y vagamente consciente de que Claudia y Madeleine estaban muertas, y su voz decía suavemente, quizá sin sonidos:

»— No pude evitarlo, no pude evitarlo…

»Ellas estaban muertas, simplemente muertas. Y yo perdía el conocimiento. Santiago aún estaba cerca de ellas, viendo aquel cabello en el viento, barrido encima de los ladrillos; aquellos rizos sueltos. Pero yo perdía ya el conocimiento…

»No pude llevarme sus cuerpos conmigo, no los pude sacar. Armand me pasó un brazo por la espalda y el otro bajo mi brazo, y me llevaba por algún lugar vacío y con ecos. Se levantaban los olores de la calle y allí había unos carruajes brillantes detenidos. Me pude ver corriendo claramente por el boulevard des Capucines con un pequeño ataúd bajo el brazo, la gente abriéndome paso, docenas de personas poniéndose de pie, las mesas llenas del café al aire libre y un hombre levantando su brazo. Parece que allí tropecé, yo, el Louis a quien Armand conducía a algún sitio, y una vez más vi sus ojos pardos fijos en mí y sentí ese mareo, ese hundimiento. No obstante, caminé, me moví, vi el brillo de mis propios zapatos en el pavimento.

»—¿Está tan loco como para pedirme a mí esas cosas? —preguntaba yo de Lestat, con mi voz chillona y enfadada, e incluso aquel sonido me daba algún alivio. Yo me reía, me reía a carcajadas—. ¡Está absolutamente loco para hablarme a mí de esa manera! ¿Lo oíste? —pregunté. Y los ojos de Armand me dijeron: “Cálmate”. Quise decir algo de Madeleine y Claudia y volví a sentir que me empezaba ese grito en el interior, ese grito que derribaba todo a su paso. Apreté los dientes para dejarlo adentro, porque hubiera sido tan sonoro y tan pleno que me destruiría si le permitía escapar.

»Entonces concebí todo con demasiada claridad. Ahora caminábamos, esa caminata beligerante y ciega que hacen los hombres cuando están borrachos perdidos y llenos de odio por los demás, cuando al mismo tiempo se sienten invencibles. Yo caminaba de esa forma por Nueva Orleans la noche en que conocí por primera vez a Lestat, esa ebria caminata que es un desafío a todas las cosas, que está milagrosamente segura de sus pasos y encuentra un camino siempre. Vi las manos de un borracho que encendían milagrosamente una cerilla. La llama tocó la pipa, chupó el humo. Yo estaba ante el escaparate de un café. El hombre chupaba la pipa. No estaba borracho. Armand estaba a mi lado esperando. Estábamos en el boulevard des Capucines, lleno de gente. ¿O se trataba del boulevard du Temple? No estaba seguro. Me indignó que sus cuerpos permanecieran aún allí, en ese lugar tan vil. ¡Vi el pie de Santiago tocando esa cosa quemada y negra que había sido mi niña! Yo lloraba con los dientes apretados. El hombre se levantó de la mesa y el vapor se expandió por el vidrio delante de su cara.

»—Aléjate de mí —le decía yo a Armand—. Maldito seas, no te me acerques. Te lo advierto, no te me acerques…

»Me alejaba por la avenida y pude ver que un hombre y una mujer se ponían a un costado dándome paso, el hombre con un brazo levantado para proteger a la mujer.

»Entonces, empecé a correr. La gente me veía correr. Me pregunté cómo me veían, una cosa salvaje y pálida que se movía demasiado rápido para sus ojos. Recuerdo que cuando me detuve, estaba débil y enfermo y me ardían las venas como si me estuviera muriendo de hambre. Pensé en matar, y la idea aquélla me sirvió de revulsión. Estaba sentado en los escalones de una iglesia, ante una de esas pequeñas puertas laterales, talladas en la piedra, y cerradas cada noche. La lluvia había amainado. O lo parecía. Y la calle estaba fúnebre y tranquila, aunque a lo lejos pasó un hombre con un paraguas negro y brillante. Armand estaba a cierta distancia, bajo los árboles. Detrás parecía haber una gran extensión de árboles y de hierbas mojadas, y de bruma que se levantaba como si el suelo estuviera caliente.

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