»Sacudí la cabeza.
»—No sabes lo que me preguntas. Me resultó inmensamente difícil convertir a Madeleine en una vampira. Quebranté una promesa hecha a mí mismo de no hacerlo jamás, de que mi soledad jamás me llevaría a eso. No considero que nuestra vida sea un don y un poder. La veo como una maldición. No tengo el valor de morir. ¡Pero hacer otro vampiro! ¡Darle este sufrimiento a otro ser, condenar a todos esos hombres y mujeres a la muerte porque luego mi vampiro los matará! No cumplí una promesa. Y, al hacerlo…
»—Pero si te representa algún consuelo…, estoy seguro de que te das cuenta de que yo tuve algo que ver.
»—… Lo hice para liberarme de Claudia, para estar libre y poder ir a ti… Sí, me doy cuenta. Pero la última responsabilidad es mía —dije.
»— No, quiero decir directamente. ¡Yo te obligué a hacerlo! Estaba cerca de ti la noche en que lo hiciste. Utilicé mi mayor poder para convencerte. ¿No lo sabías?
»— ¡No!
» Agaché la cabeza.
»—Yo habría transformado a esa mujer en una vampira —dijo él—, pero pensé que sería mejor que tú te ocuparas de eso. De otro modo, no dejarías a Claudia. Debías saber que lo deseabas…
»—¡Detesto lo que hice! —dije.
»—Entonces, detéstame a mí, no a ti.
»—No, tú no comprendes. ¡Tú casi destruiste lo que valoras en mí cuando eso sucedió! Te resistí con todas mis fuerzas cuando ni siquiera sabía que era tu poder lo que me influía. ¡Algo casi murió en mí! ¡Casi fui destruido cuando apareció Madeleine!
»—Pero eso ya no está muerto, esa pasión, esa humanidad, como tú quieras llamarlo. Si no estuvieras con vida, ahora no habría lágrimas en tus ojos. No habría furia en tu voz —dijo él.
»Por el momento, no pude contestar. Simplemente asentí con la cabeza. Luego traté de volver a hablar:
»—Jamás debes obligarme a hacer algo en contra de mi voluntad. Jamás debes utilizar ese poder… —tartamudeé.
»—No —dijo de inmediato—. No debo hacerlo. Mi poder se detiene en algún punto de tu interior, en algún portal. Allí no tengo ningún poder. No obstante…, esta creación de Madeleine está hecha. Tú quedas libre.
»—Y tú satisfecho —dije, recuperando el dominio de mí mismo—. No quiero ser grosero. Tú me tienes en tu poder. Yo te quiero. Pero estoy en falta. ¿Estás satisfecho?
»—¿Cómo puedo dejar de estarlo? —preguntó él—. Por supuesto que estoy satisfecho.
»Me puse de pie y fui a la ventana. Los últimos rescoldos agonizaban. La luz salía del cielo gris. Oí que Armand me seguía hasta la ventana. Podía sentirlo a mi lado. Mis ojos se acostumbraron cada vez más a la luminosidad del cielo, de modo que pude ver su perfil y sus ojos finos en la lluvia que caía. El sonido de la lluvia estaba en todas partes y era en todas partes diferente: flotaba en el canal del tejado, repiqueteaba en las tejas, caía suavemente por los distintos niveles de las ramas de los árboles, chapoteaba en la piedra del alféizar delante de mis manos. Una suave mezcla de sonido humedecía y coloreaba la noche.
»— ¿Me perdonas… por obligarte a hacer esa vampira?
—me preguntó.
»—No necesitas mi perdón.
»—Tú lo necesitas —dijo él—. Por tanto, yo lo necesito.
—Su rostro, como siempre, estaba completamente en calma. »— ¿Cuidará ella a Claudia? ¿Aguantará? —pregunté.
»— Es perfecta. Está loca, pero por el momento es perfecta. Cuidará a Claudia. Jamás ha vivido sola un solo momento; para ella es natural estar dedicada a terceros. No necesita razones especiales para amar a Claudia. Sin embargo, aparte de sus necesidades, tiene razones especiales. El aspecto hermoso de Claudia, la tranquilidad de Claudia, el dominio y la serenidad de Claudia. Juntas son perfectas. Pero pienso… que deben abandonar París lo antes posible.
»—¿Por qué?
»—Tú sabes por qué: Santiago y los demás vampiros las vigilan y tienen grandes sospechas. Todos los vampiros han visto a Madeleine. Le temen porque ella sabe de ellos y ellos no la conocen. No dejan en paz a nadie que sepa algo de ellos.
»— ¿Y el chico, Denis? ¿Qué piensas hacer con él?
»— Ha muerto —contestó.
»Quedé atónito. Tanto de sus palabras como de su calma.
»— ¿Tú lo mataste? —pregunté.
»Dijo que sí con la cabeza. Y yo no dije nada. Pero sus grandes ojos oscuros parecieron en trance conmigo, con la emoción, el trauma que no traté de ocultar. Su sonrisa sutil y suave pareció atraerme, su mano se cerró sobre la mía en el marco húmedo de la ventana y sentí que mi cuerpo giraba para hacerle frente, como si no estuviera dominado por mí sino por él.
»—Era mejor —me concedió—. Ahora debemos irnos…
»Y miró calle abajo.
»— Armand —dije—, yo no puedo…
»—Louis, sígueme —susurró; y luego, en el marco, se detuvo—. Aunque te cayeras en el empedrado de abajo —dijo—, sólo quedarías lesionado por muy poco tiempo. Te curarías con tal rapidez y perfección que en pocos días no tendrías la menor señal; tus huesos se curan igual que la piel; que este conocimiento te sirva para poder hacer lo que en realidad puedes. Bajemos.
»—¿Qué puede matarme? —pregunté.
» Volvió a detenerse.
»—La destrucción de tus restos —dijo él—. ¿No lo sabes? El fuego, la desmembración… El calor del sol. Nada más. Puedes quemarte, sí, pero eres elástico. Eres inmortal.
»Yo miraba la llovizna plateada que caía en la oscuridad. Entonces apareció una luz bajo las ramas de un gran árbol y los pálidos rayos descubrieron la calle. El empedrado mojado, el gancho de hierro de la campana del carromato, las hiedras aferradas al muro. El gran bulto negro del carruaje rozó las hiedras y entonces la luz palideció; la calle pasó del amarillo al plateado y desapareció de golpe, como si los oscuros árboles se la tragasen. O, más bien, como si todo hubiera sido sustraído desde la oscuridad. Me sentí mareado. Sentí que el edificio se movía. Armand, sentado en el marco, me observaba.
»—Louis, ven conmigo esta noche —murmuró de improviso con tono de urgencia.
»—No —dije en voz baja—, es demasiado pronto. Todavía no las puedo dejar.
»Lo vi darse vuelta y mirar el cielo. Pareció suspirar, pero no lo oí. Sentí su mano próxima a la mía en el marco.
»—Muy bien… —dijo.
»—Un poco más de tiempo… —dije yo. Y él asintió con la cabeza y palmeó mi mano como para decirme que estaba bien. Luego pasó las piernas y desapareció. Vacilé un instante, alarmado por los latidos de mi corazón. Pero entonces pasé por el marco de la ventana y comencé a seguirlo sin animarme a mirar para abajo.
El vampiro reanudó el hilo de su relato:
—Era casi el alba cuando abrí la puerta del hotel. La luz de las lámparas flameaba en las paredes. Y Madeleine, con aguja e hilo en sus manos, se había dormido al lado de la chimenea. Claudia estaba inmóvil mirándome desde los helechos en la ventana, en las sombras. Tenía un peine en las manos. Le brillaba el pelo.
»Me quedé de pie absorbiendo todo lo que allí me impresionaba, como si todos los placeres sensuales de esas habitaciones me traspasaran como oleadas y el cuerpo se llenara de esas cosas, tan diferentes de la atracción de Armand y de la torre donde había estado. Aquí había algo cómodo y era perturbador. Busqué mi silla. Me senté y me llevé las manos a las sienes. Entonces vi que Claudia estaba a mi lado, y sentí sus labios en mi frente.
»—Has estado con Armand —dijo ella—. Quieres irte con él.
»Levanté la vista. ¡Qué hermosa y suave era! Y, súbitamente, tan mía. No vacilé en mis ganas de tocarle las mejillas, acariciarle suavemente las cejas; familiaridades que no había tomado desde la noche de nuestra pelea.
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