Richard Bach - Uno

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Uno: краткое содержание, описание и аннотация

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«— La verdad no se quema. La verdad espera a todos cuantos quieran hallarla — dijo —. Sólo se quemarán estas páginas. La elección es tuya. ¿Quieres que el paginismo se convierta en la próxima religión de este mundo? — Sonrió. — Seréis santos de la iglesia…
Miré a Leslie y vi en sus ojos el mismo horror que yo sentía en los míos.
Ella tomó la rama de sus manos y la acercó a los bordes del pergamino. La llamarada creció hasta convertirse en un amplio capullo de blanco sol bajo nuestros dedos. Un momento después dejábamos caer aquellas astillas luminosas al suelo. Allí ardieron por un instante más y quedaron oscuras.
El anciano suspiró su alivio.
— ¡Qué bendito atardecer! — exclamó —. ¡Cuán rara vez se nos da la oportunidad de salvar al mundo de una nueva religión!..»

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«Aquí no se trata de los ignotos otros, Richard, sino de ti, que te tragas la carnada y estás orgulloso de eso. Orgulloso como un pez libre con tu bonito uniforme azul, ensartado en este bello avión, arrastrado por los hilos hacia tu propia muerte, tu propia muerte agradecida, orgullosa, honorable, patriótica, inútil y estúpida.

«Y a Estados Unidos no le importará, ni le importará a la Fuerza Aérea, ni tampoco al general que dé las órdenes. Al único que alguna vez le importarán las personas que hayas matado será a ti. A ti, a ellos, a sus familias. Vaya gloria, Richard…

Giré en redondo y me alejé, dejándolo junto al ala del avión. Pensaba: ¿Acaso el adoctrinamiento predestina tanto la vida que no hay manera de cambiar? ¿Acaso yo cambiaría, me prestaría atención, si estuviera en lugar de él?

No levantó la voz ni me llamó. Habló como si no se hubiera enterado de mi partida.

— ¿Cómo que yo soy responsable?

Qué extraña sensación. Estaba hablando conmigo mismo, pero su mente ya no era mía cuando de cambiarla se trataba. Sólo podemos transformar nuestra vida en esa eternidad de una fracción de segundo que es nuestro ahora. Si nos apartamos un momento de ese ahora se convierte en la elección de otra persona.

Agucé el oído para captar su voz:

— ¿A cuántas personas mataré?

Caminé otra vez hacia él.

— En 1962 te enviarán a Europa con el 4784 Escuadrón de Combate Táctico. Se llamará a eso «la crisis de Berlín». Memorizarás rutas hacia un objetivo primario y dos secundarios. Existe una buena posibilidad de que, dentro de cinco años, dejes caer una bomba de veinte megatones en la ciudad de Kiev.

Lo observé antes de continuar:

— La ciudad es conocida sobre todo por su industria editorial y fílmica, pero lo que a ti te interesará son los ferrocarriles, en el medio de la ciudad, y las fábricas de herramientas mecánicas en los lindes.

— ¿A cuántas personas…?

— Ese invierno habrá novecientas mil almas en Kiev. Si obedeces las órdenes, los pocos miles que sobrevivan a tu ataque lamentarán no haber muerto con los otros.

— ¿Novecientas mil personas?

— Animos caldeados, orgullo nacional en juego, seguridad del mundo libre— dije —, un ultimátum tras otro…

— ¿Y yo arrojaré…? ¿Arrojaste tú esa bomba? — Estaba tenso como el acero, escuchando su futuro.

Abrí la boca para decir que no, que los soviéticos se echaron atrás, pero mi mente se puso plateada de ira. Un yo alternativo, desde el holocausto de un pasado diferente, me aferró por el cuello y escupió furia, con una voz de navaja ronca, desesperada por hacerse oír.

— ¡Por supuesto que sí! No hice preguntas, como tú no las haces. Me dije que, si estábamos en guerra, el presidente era quien conocía todos los datos, tomaba las decisiones y era responsable. Sólo al despegar se me ocurrió que el presidente no puede ser responsable por la bomba arrojada porque el presidente no sabe pilotear aviones.

Luché por recobrar el mando y perdí.

— El presidente no distingue una tecla lanzamisiles de un pedal de timón de cola; el comandante en jefe no sabe poner en marcha el motor ni corretear por la pista. Sin mí, es sólo un inofensivo tonto sentado en Washington y el mundo se las compondría, de algún modo, para seguir adelante sin su guerra nuclear. ¡Pero ese tonto me tenía a mí, Richard! Como él no sabia matar a un millón de personas, yo lo hice por él. Su arma no era la bomba: su arma era yo. En ese entonces no llegué a comprenderlo: en todo el mundo somos un puñado los que sabemos cómo hacerlo, y sin nosotros no podría haber guerra. Destruí a Kiev, ¿puedes creerlo? Incineré a novecientas mil personas porque algún loco… ¡me lo ordenó!

El teniente estaba boquiabierto. Me observaba.

— ¿Te enseñaron ética en la fuerza Aérea — siseé —. ¿Alguna vez estudiaste una materia llamada Responsabilidad del piloto de combate? ¡Ni lo estudiaste ni lo estudiarás en tu vida! La Fuerza Aérea te dice que obedezcas las órdenes, que hagas lo que se te indica: por tu país, para bien o para mal. No te dice que después tendrás que vivir con tu conciencia a cuestas, para bien o para mal. Obedeces las órdenes de aniquilar a Kiev y, seis horas después, un tipo que te resultaría muy simpático, un piloto llamado Pavel Chernov, obedece otras órdenes e incinera Los Angeles. Mueren todos. Si al matar a los rusos te asesinas a ti mismo, ¡para qué matarlos, al fin y al cabo?

— Pero yo… prometí obedecer órdenes.

De inmediato el loco me soltó el cuello, desesperado, y desapareció. Probé una vez más con la lógica.

— ¿Qué te harán si salvas un millón de vidas desobedeciendo las órdenes? — pregunté —. ¿Tildarte de piloto no profesional? ¿Someterte a corte marcial? ¿Matarte? ¿Qué sería peor: eso o lo que habrías hecho a la ciudad de Kiev?

Me miró en silencio por un largo instante. Por fin dijo:

— Si pudieras decirme cualquier cosa y yo prometiera recordar, ¿qué me dirías? ¿Que estás avergonzado de mí?

Suspiré, súbitamente cansado.

— Oh, hijo, las cosas me serían mucho más fáciles si te limitaras a mantener la mente cerrada y a insistir en que haces lo correcto al obedecer órdenes. ¿Por qué tienes que ser tan buen tipo?

— Porque soy tú, hombre— dijo.

Sentí un toquecito en el hombro. Al levantar la vista me encontré con el lustre del pelo dorado bajo el claro de luna.

— ¿No nos presentas? — dijo Leslie.

Las sombras mostraban a una hechicera en la noche. Me erguí de inmediato, captando un destello de sus intenciones.

— Teniente Bach — dije — te presento a Leslie Parrish. Tu alma gemela, tu futura esposa, la mujer que estás buscando, la que hallarás al final de muchas aventuras, al principio de la mejor.

— Hola — dijo ella.

— Yo… eh… hola — tartamudeó él —. ¿Mi esposa, dijiste?

— Puede llegar ese momento— respondió ella, con suavidad.

— ¿Estás seguro de que te refieres a mí?

— En este momento hay una joven Leslie que inicia su carrera— replicó ella—; se pregunta dónde estás, quién eres, cuándo os vais a encontrar…

El joven estaba apabullado por esa visión. Llevaba años soñando con ella, amándola, seguro de que lo esperaba en algún lugar del mundo.

— No puedo creerlo — dijo —. ¿Tú vienes de mi futuro?

— De uno de tus futuros— respondió Leslie.

— Pero ¿cómo podemos encontrarnos? ¿Dónde estás ahora?

— No podremos encontrarnos mientras no abandones la carrera militar. En algunos futuros no nos encontraremos jamás.

— ¡Pero si somos almas gemelas tenemos que encontrarnos! — protestó él —. ¡Las almas gemelas nacen para pasar la vida en pareja!

Ella dio un paso atrás, un paso pequeño.

— Tal vez no.

Nunca ha estado más adorable que esta noche, pensé. ¡Tanto, que él quiere volar a través del tiempo para conocerla!

— No se me ocurrió que algo pudiera… ¿Qué poder existe que pueda mantener separadas a dos almas gemelas? — preguntó él.

¿Era mi esposa la que hablaba o una Leslie alternativa de su propio futuro diferente?

— Mi queridísimo Richard — dijo —, ¿en ese futuro en que bombardearás Kiev y tu amigo, el piloto ruso, bombardeará Los Angeles? El estudio de la Twentieth Century-Fox, donde yo estaré trabajando, está a menos de un kilómetro y medio con respecto al punto de detonación. Un segundo después de que caiga la primera bomba, yo habré muerto.

Se volvió hacia mí, con un destello de terror en los ojos, perdida la finalidad de nuestra vida en pareja. Ese otro yo gritaba: «¡Hay algunos futuros en que…! ¡Las almas gemelas no siempre se encuentran!»

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